Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: Masajista de mascotas

Publicamos el relato ”Masajista de mascotas” de Vlad Martínez.

Vlad Martínez Cruz

Lo hicieron pasar a un salón iluminado por lámparas ambarinas. Confirmó la sospecha que lo inquietaba desde el primer contacto telefónico: aquel mobiliario forrado de vinilo rosa, las mesitas de metal dorado y los cortinajes al estilo Mondrian delataban a sus anfitriones como nuevos ricos. Clientes de la peor clase.

Los examinó con detenimiento.

La mujer era alta. Vestía como para una cena de prostitutas medievales y teñía sus rizos de un amarillo chillón. Acentuaba cada movimiento con un repicar de collares, aretes y pulseras.

El hombre se debatía entre la obesidad y la carnadura incongruente del halterófilo fallido. Se estaba quedando calvo y la barba le crecía entreverada de canas.

Rómulo Morante fue invitado a ocupar un sofá. Posó su mochila en la alfombra y relajó los músculos. La mujer se sentó a su diestra mientras el gordo trotaba hacia un carrito surtido de botellas.

– ¡Qué bueno que vino! – dijo ella –. Leonardo y yo temíamos que todo fuera una broma.

– O un fraude – agregó el aludido, mezclando bebidas con pericia –. Las redes son criaderos de maldad…

Rómulo, adoptando una pose de sobriedad vigilante, dijo:

– Es un oficio cualquiera.

– ¡El más antiguo del mundo! – rio Leonardo.

– Pero con un giro innovador. Nomás fíjate: ¡hacerse pasar como masajista de mascotas! ¡Y a domicilio! Qué imaginación – la mujer batió palmas pero enseguida se puso seria –. Dígame, Pepe, ¿nunca se lleva sorpresas?

 – Nunca, señora – sentenció Rómulo, que solía presentarse bajo una diversidad de nombres falsos. Aceptó un whisky de manos de Leonardo y lo sorbió con cautela. Estaba bastante aguado.

El gordo se sentó a la izquierda de Rómulo. Su mujer le sonrió con cariño. Ambos menearon sus cócteles en ostentosa sincronía. Rómulo sintió un hormigueo vertebral, una alerta kármica. Como si caminara desnudo por un túnel plagado de murciélagos. Mal asunto. 

Apuró de un tirón su bebida y preguntó:

– ¿Empezamos?

La pareja habló en simultáneo:

– ¿Qué?

Rómulo se puso en pie y empezó a despojarse de la chamarra.

– ¿Quién va primero? – dijo –. Si es de a tres, la tarifa sube.

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La mujer estiró una pierna con pereza, dejando al descubierto su pantorrilla varicosa pero bien torneada. Meneó el cráneo.

– Estimado Pepe – pronunciaba cada sílaba con lentitud –: lamento no haber sido más precisa cuando le llamé. Esta noche estamos de fiesta.

– Es el cumpleaños de nuestro hijito – explicó Leonardo – y requerimos de sus servicios para hacerlo más ameno.

En la quietud podía escucharse el retintín del hielo acunado. Rómulo flexionó los puños: su muralla de indiferencia se había derrumbado. Fue hacia el rincón donde reposaba su mochila y la levantó.

Leonardo corrió a su lado. Abrazado a su cintura, dijo:

– Aquí no valen los escrúpulos, Pepito. El cumpleañero es un adulto, aunque defectuoso. Venga a conocerlo y entenderá.  

La mujer orbitó despacio en torno al dúo. Retorcía sus manos como una estrella de culebrón.

– ¡Ay, Pepe! – lloriqueó –. Mi pobre nene tiene alma de macaco: es insensible a todo. ¡Qué cantidad de pecados habré cometido para condenarlo a vivir así! Los médicos no resuelven nada. Un brujo recomendó estimularlo para despertar en él una chispa, siquiera leve, de normalidad.

Palmeando a Rómulo como si le diera un pésame, Leonardo suplicó:

– ¡Ofrézcale cariño, Pepe! Tóquelo, juegue con él. Al menos inténtelo. Le pagaremos el triple.

Sintiendo enrojecer sus rasgos de Lou Reed criollo, Rómulo hurgó en la mochila y extrajo una cajetilla de Chesterfields: todavía quedaba uno en la oscuridad mentolada. Se lo encajó en la boca pero recordó haber dejado el encendedor en el cine tapiado donde pernoctaba.

– Esto apesta – bufó, cruzado de brazos –. ¿Qué pasa si su hijo no quiere saber nada?

– Despreocúpese. Usted es ideal para la tarea: tiene la cabeza fría y no se anda con rodeos – prosiguió la mujer –.Ya tuvimos acá unas señoritas. Muy tarde comprendimos que no eran de fiar. Una de ellas perdió el control y apaleó al muchacho. La otra escapó tras incendiar las sábanas. Él se salvó con dificultad.

Leonardo sonrió.

– Se me ocurre una idea – dijo –. ¿Qué tal si primero lo ve y saca sus propias conclusiones? Creo que Leticia estará de acuerdo…

Antes que Rómulo pudiera decidirse, la mujer giró sobre sus talones, invitándolos a seguirla. Desembocaron en un pasillo oloroso a pintura fresca. La penumbra atenuaba detalles. Atravesaron una terraza interior, alumbrada por lamparillas al nivel del piso. Había un estanque decorativo, con ratones ahogados flotando entre los nenúfares.

Arribaron a un vestíbulo. Leticia se volvió hacia Rómulo y dijo:

– Ahora sí, Pepe: mente abierta y corazón sereno. Tenga la bondad de pasar. Su encargo está en la tarima, al fondo. No necesita hablarle: es sordo. Tampoco ve con claridad. Y no se preocupe por el aseo: podrá ducharse al acabar.

El visitante ponderó durante algunos segundos la puerta que el gordo abría con varias vueltas de llave: era sólida, con remaches de acero. Leonardo se apartó, picaporte en mano.

– Un consejo – susurró –. Por lo que más quiera, no se vaya a dormir.

El masajista lo interpeló con sequedad:

– Por qué.

Leonardo y Leticia intercambiaron miradas. Ella bostezó al decir:

– Oh, es por las pesadillas. Poca cosa.

– Se olvidan al despertar – aclaró el gordo.

Rómulo Morante sacudió su melena. El cigarrillo envejecía deprisa entre sus labios.

– No vine a echar una siesta – gruñó, cruzando el umbral. Cerró sin hacer ruido y la pareja se quedó como embobada ante la superficie de madera.

La primera en reaccionar fue Leticia. Escudada tras el cascabeleo de sus alhajas, dirigió un gesto a Leonardo. Éste asintió, acariciando un bolsillo del saco.

El silencio era inmejorable: hasta los grillos callaban. Una luz azulada dibujaba semicírculos en el estanque. Era la luna, brincando muros rematados por cristales rotos.

Desde el fondo de la habitación llegó un rechinar de objetos desplazados. Sillas, u otro mueble metálico. Un hipo fue escalando notas hasta convertirse en un bolero de náuseas. Alguien cayó y volvió a levantarse, tirando luego de la puerta para escapar. Lo escoltaba un tufo a bestia cavernaria.

La pareja corrió en pos de Rómulo.

El masajista regó con sus vómitos los nenúfares fosforescentes. Cuando los espasmos cedieron, escrutó el reflejo de su rostro en el agua trémula.

– ¿Qué carajo era eso? – gritó.

– El cumpleañero, Pepe – canturrearon los anfitriones. Cada uno se apoderó de un brazo y, ya sin miramientos, lo empujaron de regreso a la habitación.

– Esto es peor que zoofilia – protestó el visitante –. ¿Quieren joderme la vida?

– De ninguna manera – dijo Leonardo, sacando del bolsillo una jeringa a la que quitó el capuchón con los dientes –. Es una oportunidad de negocios: aprovéchela.

Le inyectó un sedante en el cuello. Todo fue tan rápido que Rómulo no tuvo tiempo de evadirse. Sus piernas se comportaron como gelatina espectral: dos columnas de ectoplasma suspendidas entre la diafanidad lunar y las sombras planetarias. Un ventarrón subjetivo despeinó sus nervios.

Incapaz de articular palabra, Rómulo notó que lo conducían hacia la tarima rodeada de sillas plegables. A la cama neumática sin cobertores ni almohadas. Al alcance de aquel bulto que se acercaba reptando con ondulaciones larvales, y cuyo único ojo parecía arder al extremo de una caña de pesca.

Oyó, como a través de océanos y continentes, dos voces conocidas:

– Rápido. Ya están por llegar.

– Tranquila. Fermín sabrá encargarse.

– Ayúdame a quitarle los calzones.

– Usa las tijeras. Están en el cajón del baño.

En medio de una calma expectante, el bulto se arrimó al yacente, que bogaba por fin en la crecida del primer sueño. Le pasó una de sus lenguas por la cara, para enjugarle las lágrimas. Repitió el proceso hasta que las mejillas del hombre quedaron secas.

Una salva de aplausos estalló junto al escenario inundado de luz roja.

FOTO: Pixabay

Vlad Martínez Cruz

El Salvador, 1970. Sempiterno fan de la ciencia-ficción, el terror y la fantasía heroica. Se gana la vida como publicista. Lee de todo, ama el cine japonés y es un despistado incorregible.

Desde hace un tiempo viene publicando ficción en revistas digitales como Teoría Ómicron, Anapoyesis: Literatura, Arte y Cultura, El Axioma, Alas de Cuervo y Penumbria. Aún no pierde la esperanza de llegar a contar una historia memorable. Este año, si el Hado lo favorece, uno de sus adefesios será incluido en una antología sudamericana de narrativa visceral. Esto supondría su primera incursión en el libro impreso.

Actualmente trabaja en al menos tres series de cuentos protagonizados por sujetos desopilantes y fantasmales que, como su autor, no tienen idea de qué carajo hacen en este planeta, aparte de robar oxígeno y sentarse a ver cómo caen las estrellas.

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