Manuel Jordan
A Milton
Ulises tomó la determinación de suicidarse el mismo día que se inauguró la colonia en Marte. Ciento diez hombres y mujeres vivirían en Marte en una empresa financiada por gringos, europeos y chinos. Tanto empeño en encontrar marcianos y hemos terminado por inventarlos, pensaba.
Su frustrado intento de suicidio había culminado en una mesa de operaciones donde habían sustituido su lastimado esófago e intestinos por prótesis con las mismas funciones. Además, había sido obligado por el estado a soportar la presencia de un robot. Bajo su vigilancia no podría repetir su brindis de desinfectantes.
Varias veces a la semana asistía a reuniones de un grupo de apoyo y a consultas psiquiátricas donde aseguraba haber recuperado el gusto por la vida. La maquina lo acompañaba siempre y se había convertido en su ayudante en el viejo oficio de bibliotecario.
Nadie visitaba la biblioteca. No podía recordar el último préstamo de un libro. Su sueldo seguía siendo cancelado mensualmente y las autoridades se aseguraban de proporcionarle los medios para evitar el derrumbe del local. Algún decreto hablaba de la necesidad de preservar aquellos papeles.
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Odiaba a los robots. No podía ordenarles saltar desde lo alto de un edificio o estrangular al pendejo del vecino y no podía conversar con ellos porque eran monosilábicos. Eran una decepción en comparación con las maquinas de la ciencia ficción, aspirantes a la complejidad humana.
Había escuchado rumores de robots enloqueciendo y asesinando a sus dueños, violando las sagradas leyes de Asimov cinceladas en su código. Aquello le daba algo de esperanza.
Dedicó parte de su tiempo libre a buscar una formula verbal, un conjunto de palabras para detonar una reacción del aparato; tal vez uno de sus creadores era un fundamentalista religioso y había inoculado algo de veneno intolerante en su programación; tal vez reaccionaría a la lectura de libros contrarios a alguna fe, cualquiera de las que restaban en el mundo.
Con el paso de los días, comenzó a dudar de la efectividad de la palabra impresa porque consideraba a la mayoría de los ingenieros analfabetas funcionales y abandono la lectura de libros a la maquina.
Comenzó a blasfemar en voz alta, escarbando en su memoria para encontrar los insultos más sonoros. Cuestionó la filosofía del cabrón de Buda, la autoridad del papa, pedófilo como todo cura, la de Lutero, charlatán de mierda y la del mitómano de la cienciologia. Procedió a romper y posteriormente quemar en una papelera copias de los libros sagrados presentes en la biblioteca: La biblia, el libro del mormón, sutras budistas, la dianetíca de Hubbard, la metafísica de Conny Mendez y El Alquimista de Coelho. La maquina lo miraba ejecutar todos sus discursos y sus actos mientras lo ayudaba a acomodar libros o le hacia el desayuno o la cena. Nada lo obligaba a levantar su mano y golpear el rostro del hombre.
Descubrió que mientras lanzaba sus diatribas, el robot mantenía la misma distancia: metro y medio. Se acercaba lo suficiente para realizar alguna tarea y luego recuperaba esa distancia. Aquello era algo estándar, pensó, mantener una distancia respetuosa hacia el amo.
Alguna vez resbaló mientras agitaba los brazos gritando sus improperios y la maquina lo sostuvo y lo ayudó a sentarse en una silla. Después de eso, lloró un rato como no lo hacia desde que Isabel se fue; lloró y la mirada neutra del robot le pareció el único consuelo en aquella hora inútil. Después de limpiarse los mocos, recuperó la vertical y siguió acomodando los libros por número de cota en los estantes. La maquina lo ayudaba acercándole las pequeñas montañas de papel, sosteniéndolos hábilmente en sus brazos metálicos.
En algún momento decidió cambiarle el nombre de maquina y comenzó a llamarlo con el nombre del gran filósofo estoico Séneca, e increíblemente el robot comenzó a responder a la pronunciación del nombre como un perro bien entrenado.
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Le comentó a Séneca su opinión sobre la colonia marciana y como aquello decretaba el fin de los estados.
–No puede existir el estado porque no hay razón para la existencia de las fronteras. El mundo es uno solo; somos terrestres y ellos marcianos –dijo mirando el brillo de los ojos de la maquina.
En ese momento acomodaba los libros en estanterías muy bajas, arrodillado frente a la montaña de libros.
–Mientras el estado exista no hay libertad posible –decía a Seneca, citando un viejo lema anarquista.
Al colocar el último libro percibió la cercanía del robot violando su distancia estándar y a pesar de no haberle dado ninguna orden, ni solicitado ninguna ayuda de su parte. De rodillas, con los ojos muy abiertos, observó como el brazo metálico se levantaba y el puño de dedos brillantes descendía para aplastar su cráneo.
FOTO: Chil Vera en Pixabay
Manuel Jordan Nuñez

Venezuela, 1972. Ingeniero en computación. Ha publicado en Axoon, Cosmocapsula y en el fanzine Planetas prohibidos 8.
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