Manuel Mörbius
Crecí en un pueblo sumamente extraño que se hizo famoso por sus avistamientos de OVNIS. Es la única atracción de San Isidro: luces en el cielo cerca de una zona del silencio que se extiende desde el norte hasta las mentes nubladas de los pobladores que no tiene más chiste que estar siempre lentos por el calor. También crecí odiando los fines de semana, junto con los días festivos, carnavales y las vacaciones. Lo que para otros es un rato de relajación, para mí se convierte en el infierno. Condenado a atender, desde niño, una posada rústica en un desierto llamada “El cerezo”, nombre que toma del cerezo siempre colorido que florece en el patio de la posada que perdura al norte de una región que se estaba volviendo una fogata en el mapa.
El abuelo contaba que se lo había comprado a un jardinero muy viejo, con pinta de extranjero leproso, que hablaba muy poco español e iba cargando, casi milagrosamente, varios pequeños árboles en su espalda. El anciano, desesperado por deshacerse de los árboles, le había rogado al abuelo para que aceptaron un árbol y lo plantara en la posada que el abuelo recién estaba construyendo. Porque, dijo, le daría mucha buena suerte. “Muy bueno para el negocio. Prosperar hasta las estrellas.” prometió.
Para mi mala suerte el árbol se había vuelto frondoso y la posada, efectivamente, había prosperado. Crecí mirando el mismo árbol todos los días mientras cargo toallas que los clientes dejan embarradas de sangre, semen y cosas en las que no quiero ni pensar. El árbol creció en un rincón del patio, por arriba de la barda que divide la propiedad que sirve para albergar turistas y visitantes que van de paso por nuestro pueblito de magia bucólica y árida, donde los árboles grises están tan secos como la garganta de las últimas vacas no abducidas que agonizaban en San Isidro.
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Este fin de semana no he dormido bien, por los mosquitos y porque toda la noche escuché a unos burguesillos revoloteando, gritando, subidos de tono en alcohol y en sus juegos. Son dos hombres de plástico y dos mujeres sin cerebro, más jóvenes que yo, más afortunados que yo, más hermosos que yo. Despreocupados por la vida mientras faraónicas sonríen frente a sus teléfonos y comparten sus vidas en imágenes que se alzan en el vitoreo popular de monumentos instantáneos, como si estuvieran escupiendo en la cara a quienes estamos debajo cargando de la pirámide.
Ahora ya están en silencio. Es domingo y sus cerebros deben de estar resintiendo el calor de San Isidro. Tengo que avisarles que el cuarto está reservado hasta el mediodía, pero no responden el teléfono del cuarto. No tienen derecho de abusar del tiempo de los demás, tampoco tienen caso ir a llamar a la puerta; va a ser lo mismo de siempre: una discusión por la hora, una llamada de atención y ellos responderán con un: “voy a subir a las redes que tu posada es una mierda”. La última vez que algo así pasó quejosamente sacaron la tarjeta de crédito, se quedaron otro rato a beber y comenzaron a destrozar el cuarto mientras mi papá estaba en la iglesia pasando las horas santas rezando por el alma de mi pobre madre. Mi pobre Madre que en paz descanse, quien muriera de un infarto mientras limpiaba ese mismo cuarto.
A veces imaginaba al fantasma de mi madre espiando a los clientes, furiosa por la vida desperdiciada en escenas vulgares de niños decadentes revolcándose en el vómito, junto a las colillas de cigarros y el olor a sudor seco mezclado con el jabón barato.
Ya son las tres de la tarde y no hay movimiento. Pienso: “Quizás salieron y no me di cuenta.” Ya me ha pasado, como si mi mente eliminara a la gente de mi campo visual mientras salen sin entregar la llave. Una vez hasta se llevaron una televisión. A veces faltan las sábanas y pienso que podrían sacar un cadáver en frente de mis narices. Mejor no enterarse de lo que pasa en la posada y dejarlo en el aire como una molesta y persistente silueta abajo del cerezo.
La señora de la limpieza, doña Cleo, llega a hacerme la plática. Ella baila cumbias mentales y se contonea con el mango de la escoba. Tiene más hijos que un conejo y creo que es la mujer más horrible que haya conocido. Fue la amante de mi papá y creen que nadie se enteró. De niño los vi empotrados uno encima del otro revolcándose dentro de uno de los cuartos. Desde entonces no me gusta subir a ver qué pasa en las habitaciones; detrás de cada una de esas puertas existe la intimidad ajena que me es desagradable, con esa forma horrible con la que brota la realidad interna, como si todos tuviéramos habitaciones en la mente, lugares donde somos libres a oscuras, y que por ningún motivo debemos abandonar hasta que entreguemos la habitación antes de volver a ser la persona que hizo la reservación.
Doña Cleo mira la hora y bosteza. Ella se ánima a subir y tocarles en la ventana. Quiere terminar antes de que el domingo pierda sabor y la noche se pudra. “A lo mejor se quedaron dormidos”. Sube las escaleras tomándose su tiempo, dando saltitos como no queriendo perder el buen ánimo. Toca una vez, toca dos, toca tres veces. Toma su llave de servicio y entra en el cuarto. Pasan un momento antes de que ella regrese corriendo y persignándose compulsivamente. Suspira “Ahí están sus cosas, pero no hay nadie.” Lo que dice no me parece raro: seguramente se fueron en la madrugada, aunque su coche sigua aquí, quizás ellos tomaron un taxi. Pero doña Cleo se pone pálida y tartamudea: “Aví-vi-sale a tú… pa-pa-papá y… la po-po-policía. ¡Ay! Javiercito.” No entiendo qué pasa y ella comienza a temblar y a llorar cubriéndose la cara con ambas manos.
Tengo que subir a ver para saber qué decirle a quien le vaya a llamar primero. Miro la puerta y siento que los latidos de mi corazón desgarran mi pecho como si alguien que fue enterrado vivo estuviera rasgando la tapa de su tumba. Algo dentro de mí quiere salir para advertirme que no abra la puerta, que mantenga cerrada mi mente a las oscuridades de las habitaciones. Otra cosa más parecida a la voz de mi padre me empuja diciéndome que no sea cobarde, que me convierta en un hombre mirando los horrores de los hombres. Abro la puerta y adentro no hay nada anormal que no fuera resultado de una juerga: vasos a medio llenar, tangas en el suelo junto con a colillas de cigarro y… ¿dedos?… no me resisto a pensar que necesito un optometrista antes de notar los dedos de diferentes tamaños regados en el suelo. “Quizás sean de juguete”, pienso para acalambrar mi estupefacción. Pateo uno dedo como si la punta de mi pie fuera a darme un informe forense. “Quizás sea una broma para subir a pentagram la historia de un atormentado posadero”. Son demasiados dedos. Es una tontería. Recojo uno y siento una viscosidad blanca que impregna la carne amputada salvajemente. Allí el calambre en mi conciencia me hace correr hacía las fibras de un grito y el pensamiento de que todo es posible.
La policía llegó tres horas después y revisó la habitación y las cosas. Voltearon los colchones y otras habitaciones. Pidieron el nombre de la persona que hizo la reservación. Encontraron los celulares de los muchachos. A doña Cleo y a mí nos llevaron a declarar. Después comenzaron a interrogarnos. ¿Nadie escuchó, nadie supo? Que la noche nos agarre confesados. Éramos sospechosos. En una celda pensé que apenas iba a entrar a estudiar arquitectura. “¿Cuándo fue la última vez que los viste?” y siempre les respondía lo mismo: “Ellos llegaron del pueblo el sábado en la tarde. Traían hielo y bebidas, se tomaban fotos, reían. Dijeron que querían un cuarto para pasar el fin.” Nunca dijeron el fin de qué, pensé.
Pasé varios días declarando los mismos hechos ante la policía. Me mostraron fotos de cada uno de ellos, fotos de sus redes, sonrientes y rubios como los pelos de un elote. Miré sus manos saludando, burlándose de los letreros de avistamiento OVNI, levantando esos dedos con los que hacían el signo de amor y paz, que se quedaron en el suelo de la habitación y no sabía dónde estaba el resto de sus cuerpos.
La policía no me creía y seguía interrogándome. Sus cosas estaban allí, ellos pagaron por la habitación, pero seguía los policías con los interrogatorios y me tomaron por la nuca, dando de patadas en las costillas: “¿Los dedos son de ellos? ¿Trabajas para el cártel?” La policía me preguntó dónde había estado esa noche, la anterior, el mes pasado y cuál era mi cuartada de cuando nací. Preguntaron si era homosexual, si iba a misa, si simpatizaba con los anarcosatanistas y por qué odiaba la música ranchera, por qué me vestía de negro y tenía playeras de Iron Maiden y posters de Giger pegados en los muros de mi cuarto. Leyeron apuntes que había en mis cuadernos de la escuela y me preguntaron si tenía curiosidad antropófaga por comer burgueses vegetarianos, si era normal odiar los lunes y los días festivos, las comidas, las toallas, los árboles de cerezo y la posada donde trabajaba. Para cuando llegué al borde de la locura no entendí por qué liberaron y nunca supe si fue por falta de pruebas o falta de imaginación.
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Pese al incidente la posada siguió abierta. Creí que la gente no querría hospedarse en un lugar con una fama siniestra, pero después comenzaron a llegar en desbandada. Los clientes siempre querían la habitación número cuatro, la de la desaparición y las mutilaciones. Al principio nos negábamos a abrirla y hasta intentamos clausurarla, luego llegaron unos gringos investigadores de lo paranormal a tirarnos dólares en la cara y con eso los dejamos pasar la noche allí. No sucedió nada y todo era más un teatro, hasta que una tarde muy calurosa, un miembro del equipo de filmación desapareció, un camarógrafo. La policía vino otra vez y pasamos por lo mismo: encontraron los dedos en el suelo de la habitación, nos arrestaron, pusieron de cabeza la posada, nos interrogaron y no pudieron fincarnos el caso. Después nos liberaron y finalmente la posada del Cerezo quedó clausurada para darle perpetuidad a su leyenda negra.
Mi padre y yo nos fuimos de San Isidro y unos cuantos años después nos enteramos que en nuestra ausencia comenzaron a desaparecer algunos niños en el pueblo. Las noticias le echaron la culpa al cartel y a los OVNIS. La gente del pueblo comenzó a abandonarlo por ese escalofrío de la verdad le echaba la culpa a lo que había en la posada. Incluso fueron a quemarla antes de abandonar del todo sus casas y dejar atrás lo que sea que creyeran que hubiera detrás.
Pasados ocho años, las ruinas y el cerezo frondoso, que no se quemó ni se secó, seguían en pie. No pudimos demoler lo que quedaba de la posada porque todos los que trabajaban allí comenzaron a decir que veían sombras y escuchaban voces. Se corrió el rumor que las almas de la gente perdida andaban por allí buscando sus dedos. Cuando murió mi padre, de un infarto en el patio de la posada, ya nadie más quiso acercarse.
A mí me sigue dando miedo estar en la posada, pero el municipio me obligó a regresar con el pretexto de que los borrachines y crápulas locales comenzaron a ocupar el lugar para esconderse. Lo que no me dicen es que hasta la policía tiene miedo de ir al terreno. Ahora tengo que ir a poner un alambrado. Sebastián, mi esposo, me acompaña para darme valor, para decirme que lo que sea que piense que sucedió es pura superstición, que todo tiene lógica y sentido en este mundo.
Al llegar no noto nada raro: un edificio viejo con un cerezo frondoso que brilla entre ruinas. Tiene su encanto, lo admito: queda la fachada con grafitis inconclusos y la estructura debilitada por el tiempo y los rumores. Rezo en mi interior mientras me hago de valor. Mi esposo es lo único que me da fuerzas mientras ayuda a colocar las protecciones. Él canta y yo siento una oscura impresión que me hace estar al pendiente hasta del polvo. Me tranquiliza pensar que la luz del medio día sea suficiente para ahuyentar cualquier mal. Sebastián está debajo del cerezo escondiéndose del calor. Toca algunas ramas y la luz no entra por debajo de su tenue oscuridad que lo envuelve con elegancia.
Lo veo y pienso que quizás no sea mala idea no vender el terreno y mejor construir una casa. Después de todo… No escucho ni un grito. Miro la cara de Sebastián, congelada. Está paralizado. Algo jala su piel y después sus músculos desaparecen. Crujen los huesos y el árbol se mueve, pero no hay viento. El árbol ya no me parece un árbol. Sus ramas no eran ramas, solo parecían ser ramas, al igual que la corteza que no es corteza, sino piel dura. Ahora la veo y no estoy imaginando nada. Del interior del tronco se abre el costillar viscoso y brota algo con cuerpo de rata y las patas de un mosquito, se agita y lame las antenas peludas. En un hinchado y traslucido vientre veo lo que fue Sebastián flotando en un líquido verde que comienza a disolverlo y a pasar por las tripas del árbol. Se abre una membrana babeante y se agita ese pedazo gigante y horrible de locura que vomita los dedos de mi amado Sebastián. Miles de ojos me miran, son morados, son ojos que imitan a las hojas del cerezo y parecen felices de que haya vuelto. Iba a comenzar a gritar, pero no puedo moverme, la sombra que no es sombra me alcanza antes de que se detenga mi corazón y mi alma quede libre de todo espanto.
FOTO: PIXABAY
Manuel Mörbius
México,1984. Ciudadano de composta biomecánica, licenciado en sociología por parte de UAM-Xochimilco (error 404 de dicha institución). Escritor de ciencia ficción, horror y terror, e investigador independiente en los tiempo muertos de la morgue. Editor de Arte-facto (publicación literaria que cobró vida en 2004 y se pudrió en 2014). Colaborador de Clandestina, espacio de rebeldía en el barrio de Santa María la Ribera (Ciudad de México). Productor de radio y medios digitales. Integrante del Seminario de Estéticas de Ciencia Ficción, CENIDIAP, INBAL, donde participa investigando la ciencia ficción y sus relaciones con el arte sonoro y la música. Publicaciones recientes: Libro de cuentos distópicos: Necrepolítica, publicado por Editorial Camino (Chile); Mención honorífica en 2021 en el XXXVII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, con el cuento: El ultra sonido de Coatlicue.
FB/IG: @ManuelMorbius
Web: https://manuelmorbius.wordpress.com/
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