Felipe Bochatay
Cuando Tiberius Moliere despertó de su largo e inquieto sueño ya era bien entrada la mañana. Como siempre se estiró en la cama y los dolores en todo el cuerpo comenzaron a acompañarlo, a manifestarse. Sin embargo se incorporó sin la prisa que lo gobierna todos los días. Desnudo preparó el desayuno en su cafetera automática. Su turno laboral comienza por la tarde el día de hoy.
Caminó dando círculos por su habitación mientras comenzaba a rascarse la cabeza, y desde ahí, el cuello, los brazos y el tronco y a medida que descendía por su cuerpo se rascaba más y más frenéticamente. Es incontenible la picazón una vez que uno arranca a rascarse y eso lo vuelve loco, irracional. Primero es una fricción con la yema de los dedos y luego, de manera incontenible con las uñas, por eso siempre las lleva todo lo cortas que puede.
Esos primeros minutos del día eran los peores, luego ese malestar que le provoca el ambiente se hace presente en todo el cuerpo como una culebra que avanza por dentro de su cuerpo. Pero, como si fuera un simple dolor en la espalda, puede seguir viviendo y realizando sus quehaceres. La ducha es todo lo refrescante que se permite, sin embargo, la picazón le corroe la piel, ya la siente por dentro, como desplazándose por debajo de su piel, entre los músculos, tendones y venas. Todo lo invade ese maldito aire viciado.
Al dirigirse hacia su trabajo llega caminando hasta el metro desde su departamento distante a quinientos metros. Los escaparates de los negocios de la gran avenida tienen en su vidrio templado un polvillo adherido que hace casi imposible ver hacia su interior y las luces de neón tienden a desdibujar los productos hacia la calle.
Tiene dos opciones para llegar al mismo destino. Medita un segundo y se decide por el que sale a la superficie en un pequeño trecho de su trayecto. Eso le permite recordar dónde se encuentra, lo que está haciendo, y cuánto tiempo le queda en ese inmundo lugar para acabar su tarea. Desciende el metro y camina unos metros hasta la cinta transportadora que lo lleva hasta la boca de la mina. Como todas las minas de este lugar el polvo vuela a sus anchas y se pega a cualquier parte del cuerpo cubierto o no. Toma el ascensor que lo lleva hasta la parte más profunda en la que se encuentra él haciendo prospecciones geológicas.
Se coloca el traje protector en solitario, los compañeros del turno anterior ya están manejando las máquinas extractoras. Toma su equipo y se pone a trabajar sin saludar o detenerse a conversar con sus compañeros. Es la actividad preferida de Tiberius al comenzar la jornada laboral pues considera que tantear el humor de los compañeros es fundamental para conocer el estado de las cosas.
En lo que va del día sospecha que no será uno memorable, aunque así lo desee. El trabajo de extracción de minerales es duro y el ambiente viciado que no se soluciona puede ser desesperante.
En el momento del descanso, ya entre sus compañeros, se desploma en uno de los sillones dispuestos en una sala para tal fin, aunque a mil metros de profundidad.
Mira la negrura de su café y ahí se queda hipnotizado. Frente a él se encuentra Alphonsus Moebius, que llegó hace poco menos de un año y la picazón le trata muy mal, se ha dejado en carne viva partes de la cara y la nariz ya es una bola de sangre y carne al rojo furioso que no logra cicatrizar. Parece un rostro mal dibujado en un gordo de treinta y cinco años. Su tez blanca y la prominente papada no ayudan al hormigueo que siente en todo el cuerpo.
El malestar es generalizado entre los maquinistas. La comezón hunde en la locura hasta la persona con más auto control del planeta. Nadie habla, cada uno se limita a observar su bebida, es que el exceso de ozono que no puede ser filtrado por las máquinas de la ciudad destruye todo atisbo de cordura. Todo lo invade ese maldito ozono.
La pantalla del televisor transmite la música de moda pero Alphonsus, sin mediar consulta de sus compañeros, se incorpora y cambia el canal enganchando un programa de noticias. En la pantalla, como siempre, la “Resistencia Limpia” sigue colocando bombas en sitios estratégicos reclamando un cambio climático inmediato y rotundo antes que sea el fin de todos. El famoso volantazo antes del punto sin retorno. Los “decrecionistas” y sus posturas a medias tintas han sido borrados del mapa o cooptados por los más radicales.
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En la tele los policías reparten palos y lanzan bombas sónicas contra los manifestantes, pero a duras penas logran dispersarlos dado que estos corren como hormigas, desarmando y volviendo a armar filas, resistiendo las embestidas de esas armas que aturden y afectan el equilibrio, mientras uno que otro de cada bando se rasca frenéticamente. Todo parece bastante normal desde los mil metros de profundidad en que se encuentran. Los dos soles comienzan a ponerse en el horizonte y el viento toma fuerza de ciclón, todos corren desordenadamente, algunos a refugiarse y otros a retomar posiciones de combate.
—La situación está cada vez peor parece, debemos hacer algo —dice Alphosus, sin comprender bien porqué lo dice—. Esto es un infierno, nosotros muriendo acá y “Los Jefes” dándose la gran vida –grita hacia nadie en definitiva, tal vez un tanto porque no tiene perfecta convicción de lo que manifiesta.
—Es cierto —tercia Leopoldo que, desparramado en el sofá, sorbe la última gota de café aguado—. No aguanto más este cuadro, ya no soporto más este ozono del demonio… —no termina de hablar dado que rompe en un llanto histérico mientras se rasca la nuca como un niño con piojos dentro del cuero cabelludo.
Tiberius se incorpora y abraza maternalmente a Leopoldo. Le toma las manos entre las suyas para que deje de rascarse. Los casi dos metros de altura y el ancho de las espaldas de Tiberius conceden un aspecto extraño a la situación. Todos miran impávidos.
—Usemos las máquinas en favor de “Resistencia Limpia” —dice Tiberius, que se endereza y gira el rostro dirigiendo una mirada de fuego hacia el resto de los compañeros—. No podemos seguir impasibles, este es nuestro lugar ahora, nuestro maldito hogar, miren como se están matando en la tele, hace un año que no llega leche ni frutas ni carne— dice mientras pones los brazos en jarra.
—En mi caso, y debe ser el de todos los presentes, hace dos meses que no tengo comunicación con mi familia, la entena supuestamente está rota y no pueden repararla —Alphonsus se toma la cabeza con las dos manos mientras se desploma en el sillón.
—Me retiro, concluyó mi turno —dice Tiberius—. Pero algo hay que hacer —y sin tiempo a que sus compañeros devuelvan alguna palabra abandona la sala en silencio y con la mirada a la nada, tal vez un poco teatralmente.
De regreso a su hogar, a su habitación, por el túnel protector transparente de la superficie, camina con la cabeza gacha, mientras afuera los vientos en la superficie se intensifican como de costumbre. Casi sin una pizca de asombro, ya son una parte del paisaje, ve correr en sentido contrario, fuera de la manga, a cuatro adolescentes con armas cortas laser en sus manos. Uno de ellos no debe tener más de quince años, flaco y esmirriado enfrente las fuerzas del orden y de la naturaleza. En la entrada al metro un grupo de gente que ronda los setenta años y a punto de jubilarse portan pancartas y carteles holográficos 3D. Los mensajes son muy duros contra el gobierno de “Los Jefes”.
De inmediato Tiberius gira en redondo retornando por donde venía. Los puños le duelen de tan apretados que los tiene. Sus pasos ligeros lo dirigen hacia su trabajo, hacia la mina de extracción, hacia sus compañeros, una idea se le ha metido en la cabeza y hasta que no la plantee ni la ponga en marcha no cejará. No entiende bien qué es lo que le pasa, nunca fue revoltoso ni contradictor de las normas, pero esa picazón que le recorre el cuerpo no es sólo por la deficiente filtración del oxígeno. Algo más profundo le pica en su cuerpo y es la idea de patear el tablero, dar un giro de ciento ochenta grados a todo y hacerse del control.
El subte está atestado y con demoras, las fuerzas armadas de “Los Jefes” a duras penas pueden contener a quienes son más en número pero sin armas en su inmensa mayoría. Decide correr, tiene el viento a favor hacia su puesto de trabajo. Llega con un paso rápido, jadeando pero con una idea en ciernes que le hace explotar el corazón.
Se coloca su traje de protección y se zambulle en las profundidades del planetoide proveedor de metales de la Tierra. Encuentra a sus compañeros de turno en plena actividad extractiva. Los convoca por la radio.
Al cabo de veinte minutos sus compañeros se concentran en torno a él. Son diez hombres y mujeres abatidos por las penurias laborales y el ambiente. Se siente poderoso, un líder nato, habla como nunca lo hizo en su vida, inclusive ha dejado de rascarse.
—Muchachos la revuelta de “Resistencia Limpia” va a ser apaleada si no cuenta con nuestro apoyo… —mira a los ojos a todos en un giro de casi ciento ochenta grados.
—Vale, vale, pero no olvides que somos empleados de “Los Jefes” —dice Alphira Noemius, una mujer de cincuenta años que en sus años mozos debe haber sido despampanante pero que conserva esa belleza que los años no hacen más que dignificar pese a los mazazos del tiempo.
—No importa, esto va más allá –dice Tiberius.
—Yo voto de darles por el culo a esos mal nacidos —dicen al unísono Alphira y Alphonsus. Se miran asombrados por la sincronía.
—Tomemos las máquinas y llevémosla a la superficie, seremos invencibles –se adelanta a decir Alphonsus entre lágrimas y mocos.
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Al unísono ocho miembros del turno se colocan los exoesqueletos que les sirven de apoyo para manejar las gigantescas máquinas extractoras. En cuestión de minutos una tras otra comienzan a emerger a la superficie del planetoide como gigantescas hormigas que salen de su hogar en son de guerra. Una guerra a cinco años luz de casa y sin embargo una guerra por esa nueva casa.
Ocho máquinas, cada una del tamaño de una astronave pequeña, algo así como cinco mil toneladas de metal, con tres patas y cinco brazos, hacen su aparición destrozando calles y estructuras a su paso.
Alphonsus, es quien lleva la delantera al grito de “Viva la Revolución Limpia”. Arrasa con las motos gravitacionales de los polis. No hubo tiempo para que las fuerzas del orden puedan desplegar los robots manuales. Algunos policías y militares privados ante la nueva disparidad de fuerzas, y un poco por propio convencimiento, bajan sus armas y toman posición junto a los manifestantes.
—No podemos seguir con esta picazón, tienen que darle una solución, merecemos una mejor calidad de vida —dice Tiberius por el altavoz de su máquina.
Como endemoniados rumbean hacia el edificio mayor de la única metrópolis del planetoide, donde se encuentran los “jefes”. Desde la cima, a unos mil metros, algunas naves pequeñas, individuales, ya han tomado vuelo hacia la luna artificial que orbita el planetoide. Muchos jefes no podrán salir, las máquinas comienzan a golpear las bases del edificio provocando destrozos estructurales irreversibles.
Algunos jóvenes, aún contra el poderoso viento que recorre el planetoide, se dedican a saquear algunas oficinas de “Los Jefes”. Ahora ya son una tempestad, un paisaje habitual entre las nubes de color sodio.
La revuelta por el momento ha triunfado, ahora llega lo peor, determinar quién es el nuevo jefe, el que gobierne el maldito planetoide. Algunas revoluciones comienzan con rodamientos de cabezas, otras con una molesta picazón.
FOTO: Lonart en Pixabay
Felipe Bochatay
Gastón G. Caglia, también publica con el pseudónimo de Felipe Bochatay. Escritor, abogado, ajedrecista, mediador, magistrando en Bioética y en Ciencias Sociales. Nacido en Argentina, reside en Reconquista, provincia de Santa Fe. Actualmente cuenta con cuarenta y seis años de edad.
Escribe cuentos y relatos abarcando los géneros del terror, fantasía, ciencia ficción y policial. Colabora en https://iberoamericasocial.com/ con textos más intimistas y relacionados con el ensayo sociológico. También ha participado en compilaciones de cuentos, tanto en formato papel como en electrónico como por ejemplo:
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