Dante Vázquez
Todo lo que hay dentro de la habitación está cubierto por una ligera capa de polvo, yo incluida. En el suelo las marcas de mis pequeñas huellas apenas son visibles. Y un hilillo de luz se cuela, hasta la cama, cada día, entre las cortinas azul marino con estrellas. Ahí me siento a dibujar, a la misma hora, lo que aprendí bien después del accidente: muñecas, como yo, diciendo adiós. Ya no leo ni tampoco canto, de hecho, jamás me agradó del todo. Cuando alguien sonríe por ti, el pecho se siente cálido.
—Un cuento nos hace soñar; una canción, despertar —me decía Lau cada noche—. No estás vacía, sólo tienes miedo de escuchar crujir los pétalos de la rosa mística escarlata dentro de ti.
Me encontró oculta detrás de unas cajas rotas de cartón. Pensé que ese sería mi lugar para siempre. Cuando el corazón se rompe el autoabandono inmoviliza, y huyes del dolor. Me levantó con sus manos suaves. Sacudió de mi cuerpo las telarañas. Zurció mi bracito. Me puso un vestido rojo, unos zapatos negros y me cepilló el cabello. Lo contrario a lo que viví con Liz.
Una tarde de lluvia torrencial, traté de escapar. Esperé sobre el librero, mi guarida cuando Liz quería picarme con alfileres, a que la puerta estuviera abierta. Salté sin titubear. Rodé y corrí como mi amigo el ratón me enseñó: por las orillas y rápido. Llegué a las escaleras, desde donde me lanzó varias veces. Escalón por escalón fui bajando. Me pegué a la pared. Espié la cocina: la sombra de Liz parecía mirarme. El sonido de la televisión en la sala reventaba los oídos, igual que cuando Liz me gritaba que me despreciaba. Mi amigo el ratón me dijo que abajo del fregadero había hecho un hoyo, la mañana que Liz me cortó con un cúter. Tenía que llegar hasta ahí. Me quité un zapato y se lo aventé con todas mis fuerzas al gato, al que Liz me daba como juguete. Le pegué en uno de sus ojos. Maulló fuerte y se aventó a las piernas de Liz. Mi amigo el ratón intentó ayudarme. Su cabecita crujió y yo choqué con la pata de una silla.
Fueron semanas de angustia las que vinieron después. Su cuerpo se marchitaba. Un mes antes de que se llevaran a Liz al hospital: me abrazaba siempre que podía, mientras se limpiaba sus lágrimas. Yo me apartaba, herida. Desde su infancia supo que estaba enferma. Le enojaba estar enferma. Enferma quiso sanar. No volvió, ni su familia tampoco.
Al principio me mostraba indiferente con Lau.
—Soy una muñeca. Las muñecas no tenemos emociones —le decía con voz monótona cada vez que me platicaba de su día—. Soy una muñeca. Las muñecas no tenemos pensamientos.
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Sus ojos se humedecían y me acariciaba las mejillas con suma dulzura. Y aun así me compartía su alegría, enojo y tristeza sin condiciones. También me hacía regalos y se preocupaba por mí. Entregarse libre a lo que se aprecia da sosiego.
Se me había roto el vestido con un clavo del librero. Me compró uno de rayas rojas y blancas. No quería ponérmelo y corrí por largo rato. Cansada dejé que me alcanzara y con renuencia me lo puse, sin darle las gracias. Me miró torciendo la boca y a punto de sollozar.
—Me duele que seas tan fría conmigo —me dijo sentándose en la cama—. Hacer del ayer un presente lastima a quien a ti se entrega.
Me dormí debajo de la cama, reflexionando en sus palabras. Desperté agitada en la madrugada. Las cortinas ondeaban desesperadas. Lau no estaba. Algunos libros se cayeron. Corrí a buscarla. Me levantó del piso y me abrazó.
—Todo está bien —susurró tranquila—. Vamos a descansar.
A partir de esa ocasión me propuse ser más agradecida. La gratitud puede compensar nuestros errores, aunque no del todo. A pesar de comportarme más amable, dispuesta y cariñosa, notaba en su semblante cierto descontento; y en sus acciones, pereza.
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Dejó de enseñarme a dibujar y cantar. Sólo se limitaba a cuidarme de una forma básica. Sus conversaciones no pasaban de cosas triviales; por ejemplo: “Hoy me comí unos hot cakes con mermelada de fresa y no me gustaron. Te voy a leer un cuento y luego me iré a dormir”.
Más que aburridos, los momentos que pasábamos se volvieron desolados. Las heridas sanan con el tiempo, y depende de nosotros cómo recordemos las cicatrices.
Antes de que se fuera de casa le di un corazón azul con tulipán rojo bordado. Lo guardó en su mochila. Me besó la frente.
Imagino que una de las estrellas en las cortinas es su compañía. Echo de menos su cálida voz, y ya no quiero dibujar muñecas diciendo adiós.
A veces me atrevo a observar por la ventana el amanecer. Y después de un rato vuelvo bajo la cama. Otras, me pongo a leer bajo el hilillo de luz su libro de cuentos favorito. Y otras, a cantar en voz baja:
Te llevo conmigo, estés donde estés, sin temor y ayer, sanaste mi ser.
FOTO: Pixabay
Dante Vázquez
México, 1980.Elegante imaginante caminante, técnico en poesía y narrador kamikaze, egresado de Shibusen y estudiante del Instituto Cheems. Fue finalista de la modalidad A de la IV Edición del Premio “Caperucita feroz” de cuentos Ápeiron Ediciones, 2020; finalista del XI Certamen Internacional de Poesía Fantástica miNatura 2019; finalista del IX Certamen Internacional de Poesía Fantástica miNatura 2017; finalista del III Premio Internacional de Poesía Jovellanos, El mejor Poema del Mundo, Ediciones Nobel, 2016; primer lugar en el Concurso Cuentos de Mucho Miedo, Mucho Miedo Mx: Todo sobre Horror, 2015; y ganó el VI Certamen Internacional de Poesía Fantástica miNatura 2014. Es autor de Apocalipsis hoy, (H)onda Nómada Ediciones, Colección Pase de Abordar, 2013; de Casa de muñecas, 2020; y de Tu corazón es un bonito lugar para morir. Cuentos y poemas suyos han sido publicados en distintas antologías y revistas digitales e impresas.
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