Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTA ÓMICRON: Las últimas horas de Susana

Publicamos el relato "Las últimas horas de Susana" de Brian Moscoso Rial.

Brian Moscoso Rial

Es un fogonazo, una débil chispa, lo que anima su cuerpo sin vida.

 Se despierta enloquecida, soltando puñetazos contra el parqué. Luego, todos los músculos de su cuerpo se relajan, y ella se queda ahí, tendida de espaldas en el suelo de la habitación, inmóvil y temblorosa, mirando la sofocante oscuridad, escuchando la lluvia que golpetea los cristales de las ventanas.

De pronto, experimenta un impulso que le hace estremecer.

 Es el deseo irrefrenable de encontrarse con alguien.

 Quien sea. No importa. Sólo quiere verlo, darle un abrazo, acariciar su piel, hablar, escuchar sus inquietudes, sus anhelos.

 Quiere hacer todas esas cosas. Y quiere hacerlas ya.

 Es tan apremiante esa necesidad que, sin dudarlo, abandona el piso vacío, se lanza a ciegas escaleras abajo, abre de un empellón el portal de hierro forjado y sale a la calle.

La lluvia empapa sus alborotados rizos, el camisón y sus piernas casi desnudas. La tela se pega a sus pechos y a su vientre. El contacto con el agua fresca resulta vivificante.

Es tan satisfactorio, que sus labios se estiran hasta convertir su rostro en una mueca burlona.

Riendo a carcajadas, salta y se frota los rizos como si estuviese disfrutando de una ducha.  Arranca el camisón, los shorts, las bragas. Su piel brilla mientras arroja las prendas hechas jirones a la acera.

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 Su figura se transforma en una luminiscencia cegadora, en una llama que enciende la oscuridad.

Desnuda bajo el aguacero, deambula con entusiasmo por las solitarias calles nocturnas, abriéndose paso entre densas sombras. Las farolas están apagadas. También los semáforos. Las carreteras están vacías.

Ella busca, busca sin parar, moviendo la cabeza frenéticamente a un lado y a otro, asomándose a las esquinas. Indaga entre los contenedores de basura y detrás de los maceteros.

Edificios de hormigón, acero y cristal adquieren forma a ambos lados de la calle a medida que avanza entre ellos. Ninguna luz resplandece en sus ventanas.

Al fin, capta el tan esperado murmullo de voces. Es un sonido gratificante, una música agradable que le masajea los tímpanos. No está muy lejos, a un par de manzanas hacia la derecha, desde la intersección en la que ella se encuentra.

Regocijándose por su hallazgo, se lanza a perseguir esas voces con grandes zancadas. Recorre un callejón estrecho, y después tuerce por un túnel. Tiene que ser rápida. No se perdonaría si escapan.

Es al doblar un recodo, entre un viejo almacén de ropa y una tienda de comestibles abandonada y tapiada, cuando divisa dos siluetas. Están al otro  extremo de una amplia explanada, resguardados de la lluvia bajo una repisa. Charlan y hacen gestos con la cabeza.

«¡Qué bien!», piensa. Está ansiosa por participar en su conversación.

Dando voces, corre hacia las dos figuras y alza una mano abierta por encima de su cabeza. Sus pies desnudos chapotean en los charcos que se acumulan en los desniveles. Está ansiosa; teme que se vayan sin reparar en su presencia.

 A medida que se acerca, esas siluetas distantes, desdibujadas por la cortina de agua, adquieren la apariencia de un hombre y de una mujer. Sus rasgos, sin embargo, son todavía muy vagos. Debe acercarse más.

 —¡Hola, hola! —grita, desgañitándose.

La chispa inicial se aviva hasta transformarse en un incendio descontrolado que hace hervir su sangre.

Sobresaltados, los dos individuos dejan de hablar, se vuelven hacia ella y fruncen los ceños, adoptando una postura tensa, de alerta, con las piernas flexionadas y la espalda ligeramente inclinada hacia delante. Sostienen algo metálico entre las manos enguantadas. Ella no puede identificar qué es, pero no le importa.

Entonces, un reguero de luz disipa las tinieblas. La detonación que sigue es ensordecedora.

Ella parpadea ante ese súbito fulgor, y se queda paralizada en medio de un cruce, pisando las desgastadas franjas de un paso de cebra, como si todo a su alrededor se desvaneciese de golpe.

 Los latidos de su corazón baten sus sienes con fuerza.

Un calor abrasador se extiende rápidamente por su pecho y cae hasta su estómago como una cascada. Perpleja, palpa la herida abierta por encima del corazón. Cuando contempla las puntas de sus dedos, advierte con horror que están ensangrentadas. Su mandíbula se descuelga.

 —¿Por qué? —pregunta, suplicante, entristecida—. ¿Por qué me haces daño?

Por respuesta, obtiene un nuevo destello; un mordisco cruel que le arranca la rodilla y deja al descubierto el hueso de la pierna, recubierto de masa muscular desgarrada y sangrante. Otro  más. Silba en el aire de la noche y le arrebata la clavícula y parte del hombro.

Quiere llorar desesperadamente, pedir ayuda, dejar salir todo su dolor, que la escuchen. Pero le falta el aire en los pulmones y no pueden siquiera soltar un gimoteo.

Inmovilizada, clava sus ojos en ese cielo negro e impenetrable, cubierto de nubes, y se esfuerza por mitigar el dolor.

El sonido de pasos se eleva por encima del repiqueteo de las gotas de agua.

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Alcanza a ver de soslayo a las dos siluetas, que se aproximan lentamente, con cautela. Se detienen a una distancia prudencial. La expresión de la mujer es dura como la piedra, la del hombre, ingenua y triste.

Ella alarga la mano, intentando tocarles y sentir el calor de sus cuerpos. Pero es inútil. No quieren acercarse.

Están hablando. Ella entreoye sus palabras:

 —Sigue viva, Laura —dice el hombre—. Convulsiona. Y tiene los ojos abiertos. Dios… esos ojos… son aterradores. Mira ese color.

 —Resisten muchos disparos  —dice Laura—. Incluso de las balas Q. —Hay un segundo de silencio—.  Y no le mires tanto a los ojos. Es peligroso.

 —Parecía que iba a hablar. Te juro que me pareció que decía «hola» mientras se abalanzaba sobre nosotros. Y… después del primer disparo. ¿Dijo algo? ¿O fue una alucinación mía? Dios, llevo tanto tiempo sin dormir, que ya no…

 —Es posible que haya dicho algo —interrumpe Laura—.  Algunos están evolucionando para propagar la plaga con más eficacia. Intentan mimetizarse con nosotros para entrar en los refugios. Por suerte, todavía no han llegado muy lejos.

 El otro suspira y pregunta por fin:

—¿Qué hago, la remato?

Tras unos largos instantes de espera, Laura dice:

 —Sí. La E. Coli de las balas Q ya debe de estar destruyendo a los ensambladores moleculares que hay en ese cuerpo. Pero mientras le funcione el sistema nervioso, esa cosa es un peligro. Hazlo con cuidado. Dale en la cabeza, y no te acerques demasiado, no vaya a ser que salte. Como están en constante evolución, nunca sabemos cómo pueden reaccionar estos cabrones.

 Ella no comprende de qué están hablando. La llama que arde en sus venas se consume, al igual que el brillo de su piel, que se atenúa a cada aliento.

 El hombre se acerca con paso inseguro. Sus manos temblorosas sostienen un revólver. Alarga el cuello, y pasea sus ojos sobre ese cuerpo que yace moribundo bajo la lluvia, desde los pies hasta la cabeza.  Levanta muy despacio la pistola, y la amartilla con un sonoro chasquido.

 Ella abre la boca para suplicar que no dispare, que se detenga. Pero no brota ninguna palabra de—Qué lástima —murmura él—. Esta chica fue en su día una persona normal, como tú y como yo, Laura. Tuvo un nombre, unos padres que la querían, probablemente alguien que la amase, un trabajo, unas aficiones. Y ahora, esa maldita plaga de máquinas moleculares la ha destruido. Es terrible.

Por algún motivo, las palabras que pronuncia ese hombre evocan una riada de recuerdos en la mente de ella. Fragmentos de memorias parpadean…. Recuerda un nombre: Susana. Recuerda a una pareja de ancianos. Recuerda la alegría que sintió cuando hallaron una cura para el cáncer utilizando nanomáquinas. Recuerda las noticias que anunciaban una mutación inesperada en una de esas nanomáquinas. Recuerda la risa que le causaban los alarmistas que hablaban de una plaga gris. Recuerda el terror que provocaban en la población aquellos primeros infectados por la cepa mutada de las nanomáquinas.

Recuerda al ejército tomando las calles, y estableciendo terribles políticas de contención. Recuerda una aguja ensangrentada y una cama deshecha en un piso vacío y destartalado, en medio del ensanche de Barcelona.

—Descansa en paz —susurra el hombre—.  Espero que tu cuerpo ya no se vuelva a levantar.

—¿Por qué os apenáis tanto por los infectados? —pregunta, indignada, Laura—. Esas cosas se aprovechan de la compasión humana. Saben que es nuestro punto débil y lo explotan sin piedad para infectarnos. Mátala ya, o lo haré yo. 

 «Susana», piensa ella. «Me llamo Susana. Sigo viva. No dispares».

 —Bien, bien —dice el otro—. No te enfades, Laura. Es mi primera… eh… vez. Espero que entiendas que es un poco difícil para mí acabar con una vida.  Aunque sea la no-vida de una infectada.

—No vuelvas a dudar. Cada segundo que pierdes nos pones en peligro a los dos. Mátala. Quiero volver de una puñetera vez al refugio, y todavía tenemos que tomar la muestra de su sangre.

—De acuerdo, de acuerdo…

El círculo negro del cañón apunta directamente al hueco entre las cejas de Susana.

El dedo del hombre acaricia el gatillo una, dos, tres veces. Respira. Afloja los hombros.

«Adiós», piensa Susana, resignada a su cruel destino.

El dedo se crispa.

Otro destello cegador ilumina el cielo.

La detonación retumba por toda la explanada.

La llama se consume.

FOTO: Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay

Brian Moscoso Rial

Brian Moscoso Rial nació en Vigo, España, en 1990. Es licenciado en Historia y Máster de Historia Medieval por la Universidad de Santiago de Compostela. Actualmente reside en Barcelona, donde compagina el trabajo con la escritura de ficción breve de fantasía y ciencia ficción. Su andanza literaria comenzó en 2021, cuando quedó finalista del premio Domingo Santos de relato con el cuento “Bienvenida al mundo”. Ese mismo año publicó el microrrelato “Preguntes” en la III Antología Camp del Turia, de Ediciones Contrabando, y en 2022 publicó el relato “Una pregunta, un deseo” en el número 6 de la revista Droids and Druids.

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