Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

¡Especial! Publicamos el relato «C-221» de Leonardo Espinoza Benavides. El presente relato fue compartido en forma exclusiva por su autor. Obtuvo una mención honrosa en la categoría alumni en el 12vo Concurso de Cuentos de la Universidad de Los Andes de Chile.

Por Leonardo Espinoza Benavides

El presente relato fue compartido en forma exclusiva por su autor. Obtuvo una mención honrosa en la categoría alumni en el 12vo Concurso de Cuentos de la Universidad de Los Andes de Chile.

El proceso comenzaba al interior de su auto, en el estacionamiento de tierra de la Universidad de los Andes, por el lado de Monseñor Álvaro del Portillo. El símbolo final eran las llaves: las giraba, las sacaba, se apagaba el zumbido del motor y así se iniciaba la jornada.

            No llevaba ni media puerta abierta cuando alguien la terminó de abrir por ella.

            —¿De nuevo?

            —¿Qué cosa?

            —Vas a llegar atrasada.

            —Mira quien habla.

            Juan Carlos tenía la desfachatez de apurarla. Hasta donde ella tenía entendido, los dos tenían un registro bastante parecido de asistencia, considerando tanto las ausencias como las veces que llegaban tarde. Entre ambos no hacían mucho para mejorar la situación. Lo de ahora le pareció, dentro de todo, un gesto aceptable. Y se bajó.

            —¿Dónde es la clase? —preguntó Juan Carlos.

            —En Ciencias, poh.

            —¡Dominga, tu auto!

            Se dio vuelta y lo miró: estaba todo cubierto de barro, salvo por las ventanas.

            —Qué hiciste, Juanca.

            —¿Yo? Yo no hice nada. 

            Lo miró directo a los ojos con la cabeza inclinada y los párpados entrecerrados.

            —Juanca…

            El otro soltó una buena carcajada antes de dignarse a responder:

            —¡Te juro que yo no fui! No sé hacer esas cosas.

            Y a Dominga le sonó relativamente sincero. Aflojó el rostro.

            —¿Por qué estará tan sucio?

            —Oye —le dijo, aún medio atorado de su propia risa—, te lo juro que yo no fui.

            —Ya, oh, sí te creo, pero qué onda.

            —No sé, pero está interesante. A lo mejor es por llegar tantas veces atrasada.

            Dominga le lanzó un puñetazo en el brazo. ¿Podría ser cierto, en todo caso? 

            —Filo, vamos mejor —y cerró la puerta empujándola por la manija, que, curiosamente, no estaba embarrada. Ventanas y manijas se habían salvado. Un detalle elegante, consideró.

            —¿Dónde era la clase?

            —Ya te dije que en Ciencias, eso dijeron.

            —No, sí sé, pero la sala.

            —¿C-221? Creo.

            —Bueno, ahí preguntamos.

            —¿Cuánto tiempo queda, a todo esto?

            —Como quince minutos.

            —¡Ah, pero nos queda harto! ¿Pa’ qué me apuraste?

            —Porque estaba aburrido.

            Avanzaron juntos a medida que aparecían otros automóviles. Siempre había gente que podía llegar aún más atrasada que ellos. Por un momento pensó en considerarlo como una ley universal, «siempre habrá alguien más atrasado que tú», pero lo cierto era que en demasiadas ocasiones nadie llegaba más tarde que ella. No era un axioma muy válido.

            —¿Te fijaste en la tierra? —dijo Juan Carlos.

            —¿Qué tiene?

            —Ya no suelta polvo, mira.

            Lanzó una patada al suelo y nada. Ni un polvillo alrededor, ni piedrecillas. Luego pateó el terreno como si quisiera chutear una piedra más grande: una piedra en cuestión salió rodando, pero no saltó ni la menor pizca de arcilla. Su zapatilla estaba intacta.

            Dominga se asombró:

            —Qué buena —terminó diciendo, sin hallar otra expresión.

            —Parece que se están poniendo proactivos.

            —Mejor lo pavimentan, eso sí.

            —Nah, ya no lo hicieron ya.

            —¿Tú crees?

            —Es que, si arreglaron el polvillo, debe ser que así quieren que se vea.

            Sí, pensó ella, tenía algo de sentido. 

            Llegaron al camino principal de la universidad y se sumaron al enjambre de estudiantes. El campus era verdaderamente hermoso; valía la pena mantenerlo y renovarlo cada cierto tiempo. A un costado, las praderas verdes que llevaban hasta el Edificio de Negocios y, al otro, los pilares del Edificio el Reloj.

            —Estoy seguro de que algún mensaje oculto hay en esos pilares.

            Dominga se rio.

            Juan Carlos se defendió de inmediato: —¡Pero si mira! 

            —¿Qué tienen?

            —La distancia entre ellos. Es rara, quizá es algún patrón. 

            —Podrías preguntarle al arquitecto, trabaja acá.

            —Sí, claro, y seguro me dice la verdad. Alguna cosa estética me va a decir; al final voy a quedar en las mismas. Algún día me daré la lata de intentar descifrarlo.

            —«Algún día» —le dijo ella— me suena más bien a nunca.

            —Quizás, pero de que algo hay, algo hay. No es morse, es lo único que puedo asegurar.

            En la entrada del Edificio de Ciencias estaban entregando unos folletos. Los esquivaron con agilidad y alcanzaron a mirar que, a lo lejos, al frente de la Biblioteca, había un tumulto de individuos con poleras verdes que mostraban el logo «Uandes».

            —¿Ya es tiempo de escoger federación?

            —No tengo idea —respondió ella—, quizás eso decían los folletos.

            —Supongo que después van a avisar pa’ que votemos.

            Dominga se encogió de hombros.

            El anfiteatro del patio central de Ciencias estaba repleto. Al parecer no había mucho apuro por entrar a las salas. O bien, efectivamente, Juan Carlos la había apurado más de la cuenta. No, estaba bien, llegarían a una hora prudente; lo que no dejaba de ser extraño para ellos. Doblaron por uno de los pasillos y subieron al segundo piso. Debían llegar a la sala C-221, asumiendo que era la correcta.

            Una vez arriba, trataron de ubicar a alguno de sus compañeros. No estaban.

            —¿Habrán entrado? —dijo él.

            —Es lo más probable —dijo ella—, pero no importa, nosotros vamos bien y estamos en la hora. No nos pueden decir nada.

            Siguieron la numeración hasta que dieron con el numerito que buscaban.

            Dominga agarró el mango de la puerta y lo movió hacia abajo. No se abrió.

            —Me estai —dijo Juan Carlos—, ¿es broma? —agregó.

            —Tranquilo —dijo ella y repitió la maniobra, esta vez con un poco más de fuerza. Nada.

            —Está con clave —dijo él.

            —Chuta, no me fije cuál era.

            —Yo tampoco; a ver, espera.

            Juan Carlos cerró los ojos y se quedó petrificado. Dominga lo miró expectante. Le bastaron cinco segundos para ponerse nerviosa. Era cierto que llegaba tarde, pero tampoco era que le gustara. Había costumbres, simplemente, que se le hacían difíciles de cambiar.

            —La tengo —le respondió, dos segundos después.

            —Ya, dime, ¿qué pongo?

            —Cinco, cinco, veinte, veinte.

            —¿Veinte, veinte? —dijo ella y fingió un tiritón. Era un número que zamarreaba a cualquiera. Todavía parecía una fecha cercana. Y quizá por siempre lo parecería.

            —Sí, concuerdo —y él tiritó también, aprovechando de espabilarse.

            La puerta se abrió. Era la correcta. Dieron un vistazo rápido al interior y corroboraron que era el lugar indicado. Se quedaron al fondo, tratando de pasar desapercibidos. Allá al frente estaba el profesor, el doctor Valenzuela.

            —Permiso —dijo Dominga—, permiso. 

            Y se ubicó en la esquina trasera opuesta a la entrada, al lado de un compañero que miraba hacia afuera, hacia la cordillera. Le armó también un espacio a Juan Carlos.

            —¿Y ese? —le dijo él, apuntándole al del rincón.

            Dominga se contorsionó para mirarle la cara.

            —No está —respondió.

            —Bah —dijo él—, ese sí que es barsa.

            —Yo ya te lo he dicho. Es mucho más elegante llegar atrasada.

            —Dada esta ocasión, estoy de acuerdo.

            En unos puestos más adelante, un cuello largo de jirafa se extendía casi hasta el techo.

            —Hablando de barsas —dijo Juan Carlos.

            —Pintamonos nomás —corrigió Dominga.

            —Eh, chistosito. —Era el doctor Valenzuela—. Ya estamos en la hora, así que puedes sacar tu jirafa. ¿Donoso? Me imaginaba.

            Se escuchó un murmullo que mezclaba tanto risas como fastidios.

            Ya iban a comenzar. Dominga sintió algo en su interior: la verdad era que estaba orgullosa de llegar a la hora, puntual, y había sido gracias al latero de Juan Carlos. Era un buen cabro, lo sabía.

            —Bueno, muchachos —comenzó el profesor adelante—, hoy día nos toca revisar dos temas: bioenergética y enzimología. ¿Se leyeron los…?

            Cual roca quedó el profesor. ¿Los?

            —¿Profesor? —dijo alguien de los puestos delanteros.

            No hubo respuesta. Estaba completamente congelado. Al rato comenzó a escucharse un zumbido desagradable.

            —Muchachos, ¿me escuchan?

            «Sí», respondieron todos. Casi todos, claro; todos menos el que Dominga tenía al costado que aún no parecía querer inmutarse.

            —Les pido mil disculpas —continuó la voz del profesor, que no provenía de su cuerpo paralizado frente al pizarrón—, estoy con problemas de conexión —agregó—, mi internet está medio malo desde ayer. Denme unos quince minutos y vuelvo. Pueden tomarse un café.

            —¡Qué! —clamó Dominga y Juan Carlos, a su lado, tan solo le entregó una risotada.   

            —Perdón —le dijo.

            —¡Oy, viste! Más lo que me apuraste y más encima partimos tarde.

            —Pero la intención es la que vale.

            —No puedo creer que la única vez que de verdad me alegro de llegar a la hora, pasa esto.

            —¡Ah! Pero te alegraste, ¿viste? Era una buena intención.

            —Supongo —dijo ella.

            —Claro que —agregó Juan Carlos—, quizás el universo nos está dando una señal.

            —¿De que no deberíamos llegar a la hora?

            —Quizás —respondió—, y para compensar, te invito un café.

            —Qué chistoso.

            —Bueno, pero me entiendes. Nos salimos unos segundos, nos hacemos un cafecito y los proyectamos aquí para tomarlos juntos. Y si quieres —continuó— molestamos a ese barsa de al lado, que ni siquiera sabe en la clase que estamos.

            Dominga sonrió.

            —Si me salgo de la simulación para hacerme un café, no te puedo asegurar de que vuelva a la hora. Con esto me queda bien claro que no vale la pena apurarse por nada.

            —Volvamos en un minuto exacto —dijo él.

            —Te acabo de decir.

            —Un minuto, Dominga, y nos tomamos el café. No me dejes plantado.

            Juan Carlos cerró los ojos y dejó de moverse. En algún lugar, en su casa, se estaría yendo a preparar su tazón respectivo. Era fácil después proyectarlo; incluso ella sabía hacer eso.

            —Un minuto —dijo ella, hablando ahora consigo misma—. Así que un minuto te atreves a darme. Bueno, Juan Carlos, lo intentaré —y cerró, también, ella sus ojos.

Foto: Cristian Londoño Proaño

Leonardo Espinoza Benavides