Vlad Martínez Cruz
1957
(En una Tierra parecida a la nuestra)
–Verás, Pereira: tengo una rata amaestrada. Una bestia albina, con una cola de siete pulgadas que describe un tirabuzón perfecto –declara Nunzio, examinando una tenaza a la luz de la única bombilla. Vuelve a colocarla sobre el banco de trabajo y se inclina hasta que sus ojos y los del prisionero quedan al mismo nivel.
Prosigue: –Es una criatura asombrosa. Toca el piano como un ángel. Rita, mi hija menor, suspira al escucharla.
El sujeto atado a la silla se retuerce e intenta hablar, pero los muchos golpes recibidos en la boca reducen sus palabras a balbuceos. Lágrimas rojas fluyen por sus mejillas.
Nunzio retrocede con languidez. Se sienta en el borde del banco y enciende un cigarrillo turco. Sopla el humo en dirección a la silla, cuidando que la ceniza no ensucie sus pantalones, y exclama:
–¡Pero las ratas, al igual que las nenas, crecen! En un santiamén dejan atrás los juguetes de sus primeros años. Es deber de los amos, o padres, cuidar que siempre estén confortables. He notado que las teclas del viejo piano ya no son aptas para las garras de mi mascota. Debo facilitarle otras, más amplias. Oh, sería preferible que fueran de marfil, como las bolas de billar. Dado que en Brooklyn no hay elefantes, habrá que conformarse con un material más modesto. Y tú, mio caro amico, eres el donante ideal.
A una señal de Nunzio, dos matones (uno flaco, regordete el otro) salen de las sombras y flanquean al cautivo. Sujetan sus hombros y cabeza mientras el jefe, blandiendo la tenaza, le lanza a la cara lentos anillos de humo como quien prodiga besos.
Introduciendo la herramienta entre los labios de Pereira, tantea hasta localizar la muela más floja. Comienza a tirar, retorciendo la pieza para vencer la resistencia del tegumento que la adhiere al alvéolo. Los aullidos de la víctima, de una imponencia casi melódica, hacen tragar saliva a los custodios.
El jefe habla de medio lado, esparciendo pavesas en el piso de concreto donde hay un charco de orina en expansión:
–Nadie, ni siquiera un tenedor de libros tan astuto como tú, podrá jactarse de haber malversado el dinero de Barry Nunzio y seguir luego tan campante, ¿eh, Pereira?
Su sonrisa se dulcifica cuando el cilindro de hueso cede por fin.
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1962
(28 de octubre)
El dueño del edificio, un tal Alexakis, abre con dificultad la doble puerta de metal que da acceso al sótano. Grandes escamas de óxido llueven sobre la escalinata. Se vuelve hacia su acompañante con un gesto de disculpa.
–Cerrado por años, como podrá suponer… –dice, enjugándose el sudor.
El hombrecito de las gafas se quita el sombrero y desciende con rigidez. Cubre la mitad inferior de su cara con una bufanda y lleva alzadas las solapas del sobretodo. Erguido en el centro del recinto, tira del cordón que activa la única bombilla. A su luz examina las paredes desnudas y el rocío que acumulan las tuberías.
Al fondo, junto a cajas rebosantes de botellas vacías y periódicos, descubre un banco de trabajo con su respectiva silla. Palpa ambos objetos con una morosidad cercana al cariño. Se vale del sombrero para desempolvarlos. Gira sobre sus talones para congelar al dueño con su mirada miope. Levanta una ceja.
–Verá… –murmura el griego, rascándose la barriga–. No es tan húmedo como parece. Con una capa de pintura y algunas reparaciones, hasta puede resultar acogedor… El precio que mostraba el anuncio podría bajar si negociamos una estancia prolongada… ¿Dos años, tal vez?
El otro ladea la cabeza y levanta la zurda con los dedos separados. Para asombro del dueño, la mano abierta gira dos veces.
–¡Tanto…! Bueno, no pongo objeción… Puede instalarse ya mismo, si quiere…
El flamante inquilino saca un envoltorio del bolsillo y, en perfecto silencio, lo agita delante de Alexakis. Éste se apresura a cogerlo: baraja con destreza el mazo de billetes de cien y sonríe. Carece de incisivos.
Por fin a solas en su cueva artificial, el hombrecito de las gafas se despoja del abrigo. Está a punto de retirar la bufanda cuando algo, en el piso, capta su atención. Se inclina para levantarlo.
Es un pequeño cilindro de hueso, medio roído por las ratas.
Sus ojos se humedecen.
1963
(22 de noviembre, por la tarde)
La radio anuncia, con mucho bombo y platillo, que el presidente sobrevivió al intento de asesinato en Dallas. Pero también hay malas noticias: la inminencia de una contienda con potencias enemigas. La voz del locutor se esfuma. Últimamente las transmisiones se ven afectadas por la estática: demasiadas pruebas nucleares en el Círculo Polar. El hombrecito se planta frente al receptor y pacientemente busca una estación que ponga música relajante, bagatelas que disimulen el eterno corretear de los roedores por las tuberías.
Estalla una escalada de metales. ¡”Frenesí”! Lo más reciente de Ray Conniff.
Frotándose la calva con satisfacción, el sujeto vuelve al banco de trabajo. Lo rodean, en cordilleras sucesivas, las cajas de raciones y los barriles de agua que viene acumulando desde que estalló la crisis de los misiles. Tiene tantos que bien podría resistir, atrincherado en el sótano, hasta que deje de llover fuego y los primeros gladiolos alcen sus corolas sobre la ceniza.
Extrae de un saco una bola de billar (una entre tantas) y la estudia como si fuera una manzana podrida. Pasándose la lengua por las encías despobladas, encaja el objeto entre las abrazaderas de un soporte. Toma el cincel y un martinete. Golpea la superficie de marfil siguiendo unas líneas trazadas con crayón.
A un lado, formando una pirámide, yacen sus experimentos previos: todo un catálogo de blancas herraduras fracturadas.
Está dando los últimos toques a su creación cuando un coro de sirenas anuncia el primer ataque aéreo.
Sin fecha
El Gordo Negroni despierta con un berrido. Oculta bajo una funda de almohada, su cabeza palpita al ritmo de tambores inexistentes. Gradualmente recobra la memoria de sus recientes desventuras: el acoso sufrido durante la noche, su fuga a través de bancos de niebla radiactiva, la garra de un endriago agitándose a sólo centímetros de su garganta… Y el resbalón final, la caída desde la cumbre de una colina de escombros, rebotando hasta perder la conciencia.
Se percibe en cueros, sentado a horcajadas en una silla cuyo respaldo sirve de anclaje a las cuerdas que lo inmovilizan.
A sólo unos pasos, alguien tose con delicadeza. Negroni se agita, jadeante. Le arrancan la capucha.
Lo primero que atrae su atención es el laberinto de cajas abiertas a hachazos, con el contenido desparramado sobre el piso: comida enlatada, sin duda estropeada por oleadas de rayos nocivos.
El siguiente objeto de interés es un personaje pequeño y fornido que, cruzado de brazos, parece deleitarse con el pavor de Negroni. Una profusión de vendajes cubre su piel ulcerosa. Su calva brilla a la luz rojiza de unas velas. Tiene la boca cruzada de costurones y sus ojillos miran sin parpadear detrás de gruesos cristales sujetos con alambres en sustitución de unas gafas corrientes.
Algo en el hombrecillo pone en guardia al Gordo: un recuerdo borroso…
Semejante al clamor de una rata atrapada en una trituradora de basura, el chirrido de una tiza crispa el aire: el calvo se ha puesto a escribir en un pizarrón portátil. Tarda lo suyo en modelar cada palabra. Finalmente encara a Negroni, dejando a la vista estas líneas:
SALUDOS, CLEM.
QUÉ SUERTE ENCONTRARTE.
Una certeza cobra sustancia en la mente del prisionero: está en manos de un viejo enemigo. Al principio le cuesta unir los puntos, completar el perfil de la bestia. Pero esa cara de bulldog miope ya estuvo antes a merced de sus puños. Y en un sótano muy parecido a éste.
–¿Mugsy? ¿Mugsy Pereira? –, masculla.
El aludido disipa las marcas de yeso con el puño. Escribe de nuevo, cubriendo con su espalda el rectángulo negro. Cuando se aparta, el mensaje proclama:
TU SUPERVIVENCIA ES UN AUTÉNTICO MILAGRO.
COMO LA MÍA.
Antes que el hombre de la silla diga algo, el otro borra los trazos y vuelve al ataque:
NO ERES UN HUÉSPED PERMANENTE.
SERÁS LIBRE SI ACEPTAS MIS CONDICIONES…
Negroni comienza a temblar. ¿Qué planea este loco? A estas alturas, con el planeta ardiendo en torno a ellos, ¿qué importan las rencillas del pasado? Al demoler la mandíbula del contador, él sólo obedecía órdenes. Lo hizo con muchos hombres (¡y mujeres!) a lo largo de los años, sin sufrir represalias. Pero, ahora…
Otra nota lo aguarda al final de la reflexión:
A: ME DICES DÓNDE SE ESCONDE NUNZIO Y, AL ENCONTRARLO, TE SUELTO.
B: SI TE NIEGAS, O ME MIENTES, TE MOSTRARÉ MI VERSIÓN DEL MILAGRO.
El ex gánster gimotea sin apartar la mirada del pizarrón:
–¡Olvídalo, Mugsy! El jefe murió… ¿Has visto las sombras en los muros? ¿Las siluetas de los transeúntes vaporizados por las explosiones? ¡Así está Barry Nunzio! De él sólo quedó una columna de hollín cubriendo los azulejos de un meadero… Lo sé… Lo reconocí por el porte… Por la mascota en su hombro… ¡Maldita sea, Mugsy, déjalo ya! ¡Suéltame…!
Mientras habla, intenta aflojar las ligaduras con disimulo. En vano: los nudos son endiabladamente sólidos. Pereira lo mira en silencio. Luego sonríe. Algo brilla entre sus labios. Se inclina sobre el pizarrón y hace danzar la tiza:
NO TE CREO.
UN HIJOPUTA TAN ASTUTO COMO NUNZIO DEBE SEGUIR VIVO.
SERÁ LA OPCIÓN B PARA TI.
Derriba el tablero de un puntapié y se acerca despacio al prisionero. Bordeando la náusea, Negroni reprime un alarido: ya distingue con claridad el artefacto encajado en la boca de Pereira.
Cualquiera diría que el bastardo se las arregló para miniaturizar una trampa para osos. Cada pieza dental superior es un triángulo isósceles que encaja perfectamente en el valle de abajo. Pero, a diferencia de las trampas, esa cosa que Pereira abre y cierra con chasquidos ansiosos parece hecha de una materia blanquecina, como hueso.
Cuando el calvo salta sobre su víctima, la silla pierde balance y cae de costado. Negroni se zarandea como una anguila en tierra firme, mas Pereira logra imponerse: sujetándole el cráneo hasta hacerlo crujir, hunde los triángulos de marfil bajo la papada del otro y masca vigorosamente para desnudar la carótida, abriendo la fuente de la vida con un tajo preciso.
Antes de beber, Pereira se quita la dentadura y contempla con orgullo el reflejo de sus encías pútridas en las pupilas, cada vez más opacas, de Negroni…
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Días, meses o siglos más tarde
Un silencio repentino cubre el estadio de béisbol. La Cosa que chillaba deja de agitarse. Con un suspiro, Pereira repite por enésima vez el ritual de retirar sus bisturíes maxilares como preparación a la ingesta de ambrosía.
La Cosa tiene el aspecto general de un chimpancé, salvo por el pelaje rubio que la cubre. Exhibe, además, un doble rostro de bebé. A Pereira le desagrada esa clase de presa: sus jugos saben a isótopos de plutonio y otras porquerías. Pero apenas quedan auténticas personas en estos parajes. Resignado, admite su responsabilidad en semejante alteración demográfica.
Ya saciado, descarta el cadáver y se lanza a recorrer las graderías. Imagina que escucha las ovaciones de una multitud. ¿A quién celebran?, piensa. No a mí, se responde. Y prosigue, como hablando con el sol oculto por las nubes del invierno nuclear: Festejan la muerte universal.
Como ya es costumbre, va en busca de los baños para caballeros. Se ha calzado de nuevo la dentadura y hace que su mecanismo flexor resuene (chask chask chask) mientras cojea por una galería mal iluminada. A su derecha están las puertas que conducen a los palcos. A la izquierda, una abertura grande muestra el sitio donde se ubicaban las instalaciones sanitarias. La explosión debió machacar las paredes instantáneamente. Sólo perdura el área de los meaderos, con todas las superficies cristalizadas por la onda calórica. Pero ahí, sobre los azulejos…
Tres figuras. Tres siluetas castigadas por los elementos, aunque suficientemente legibles. La del centro es más alta, ostenta aires de gran señor y porta en su hombro el croquis de una bestezuela con cola de tirabuzón. Pereira sonríe y se sienta en el polvo, entre los cascotes.
Hola, jefe, piensa. Planeaba incluirte en mi dieta, pero…, ya ves…
En algún momento lo vence la fatiga. Duerme y despierta varias veces, arrullado por un viento que casi suena a música de piano.
A punto de entrar en el nuevo día, sus párpados se abren a la realidad de la figura central. No se ha movido, gruñe con alivio.
Se levanta. Golpea el lugar donde se ubica la cabeza de la sombra. Las losetas se desprenden y él se las lleva a la boca con desconfianza, mas al comprobar que la dentadura resiste (es marfil de calidad, después de todo), mastica y traga esa especie de pasta como si fuera un atracón de hostias.El vómito carmesí lo toma por sorpresa. Cuánto desperdicio de fluidos, piensa. Le cuesta respirar. Su cara luce congestionada y las venas de su cuello abultan como raíces muertas. Separa las mandíbulas. La dentadura cae despacio.
Al llegar la noche, las ratas se disputan el trofeo.
FOTO: Gerd Altmann en Pixabay
Vlad Martínez Cruz
El Salvador, 1970. Fanático de la ficción especulativa desde tiempo inmemorial. Creativo publicitario por necesidad; soñador (¿vago cósmico?) por vocación o manía. Una timidez sobrehumana lo llevó a evitar por años la palestra literaria y escribir sólo para sí, para las sombras, para la noche. Pero el acoso de sus demonios, cada vez más agobiante, lo impulsó a probar fortuna en el ámbito de las revistas digitales (Penumbria, Anapoyesis, Alas de Cuervo, El Axioma…). ¿Proyectos en marcha? Varios, que es como decir: ninguno. Y sin embargo, algo se mueve en el fondo del pozo: pequeñas historias de fantasmas, ciencia-ficción y fantasía heroica (o, como diría el tío Leiber, espada-y-brujería) que, si el Hado y los equipos editoriales lo autorizan, irán apareciendo en diversas publicaciones a lo largo de la red. Vlad suele rodearse de libros, música y películas. Lo acompaña Max, un can mestizo que practica el arte de la danza marcial.
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