Miguel Sancho Cebrián
Desde que Llâvn interceptó aquella pequeña sonda espacial en su ronda de reconocimiento, la preparación del viaje había acaparado todos los esfuerzos. Y no sólo los suyos, sino los de cualquiera que estuviera en disposición de contribuir al éxito de una empresa que podía cambiar el destino de su civilización. La conmoción era lógica. El hallazgo suponía que existía vida en el exterior. Vida inteligente que provenía de otro sistema estelar. Y eso lo cambiaba todo. Los cálculos sobre su trayectoria situaban el origen en una estrella cercana, reforzando la idea de que el universo estaba repleto de vida. Pero todos reconocían que la constatación de este hecho había sido un milagro. Aun en el supuesto de que el espacio albergara un sinfín de astronaves, la probabilidad del encuentro, o de hallar un simple rastro, era inconcebible.
Llâvn se postuló de inmediato para emprender la travesía en solitario, pero no se lo permitieron. La comunidad entera se reunió para evaluar cuál era la forma idónea de actuar ante ese acontecimiento. ¿Debían tratar de contactar con ellos? Esa era la primera pregunta que había que responder. Y muchos se postularon a favor. Propugnaban la oportunidad de alcanzar un intercambio cultural sin precedentes. O adquirir conocimientos tecnológicos, incluso médicos. Pero hubo quien no ocultó otros posibles beneficios: la colonización de un exoplaneta podía proporcionar combustibles fósiles, terrenos para despojarse de residuos energéticos o simplemente un destino al que acudir en caso de un colapso en su sistema. Estas pretensiones afloraban bajo el manto de una cuidada tutela; de una lógica dominación sobre estos nuevos y lejanos vecinos. ¿Sería esta opción factible? A tenor del desarrollo técnico de la sonda espacial, muy inferior al suyo, sí que lo parecía. Solo alguna voz se mostró temerosa, pues era de suponer que la nave llevara surcando el ignoto universo desde tiempos remotos. Y nadie podía asegurar que aquellos seres extraños no hubieran alcanzado, en la actualidad, cotas tecnológicas inimaginables. De ser así, establecer contacto podía exponerlos ingenuamente. Pero nadie tomó en serio estas amenazas.
Pronto se extendió la noticia de que el dispositivo artificial contenía diversas imágenes. Mensajes que, a todas luces, trataban de proporcionar información sobre sus creadores. Lo que les dejó consternados fue su complexión. Esta era sorprendentemente parecida, con la simetría bilateral como principal característica. Ojos, boca, brazos, piernas. La coincidencia anatómica certificaba que la evolución tomaba un camino único en su máxima expresión. Y afianzaba la idea del viaje pues, en caso de que tuviera éxito, era indudable que serían capaces de comunicarse.
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Las siguientes cuestiones a resolver versaban sobre la manera de afrontarlo. Por fortuna, recientes descubrimientos tecnológicos otorgaban un conocimiento suficiente para generar agujeros de gusano estables. La precisión de estos instrumentos se suponía portentosa, con capacidad para alcanzar al instante cualquier punto de la galaxia. Para ello, no era necesario consumir combustible alguno ya que los desequilibrios gravitatorios actuaban a modo de propulsor interestelar. Esa era la teoría, al menos. Nadie los había atravesado, y no por falta de voluntarios. Se presentaron innumerables candidatos deseosos de ser los pioneros, aun siendo conocedores de que la pasarela artificial solo resistiría un viaje. Una vez transitado, se extinguiría, y el regreso sería inviable. Muchos alertaron de la situación. Aunque el elegido conociera su destino, aquello iba a ser un homicidio. Así que finalmente la comunidad intervino, y suspendió la convocatoria. No obstante, lo que se planteaba en este momento era distinto, pues la supervivencia era posible. Todo pasaba por establecer contacto y construir en aquel planeta un nuevo agujero de gusano que permitiera el regreso. Era evidente que las probabilidades de éxito eran reducidas, pero el hecho de que existieran, por remotas que fueran, evitaron su desaprobación.
Se convino que Llâvn encabezaría la expedición, al ser la piloto más aventajada, e iría acompañada de dos desarrolladores espaciales. El transbordador en el que iban a viajar disponía de los últimos avances científicos. Su estructura era esférica y podía desplazarse rápidamente dentro del sistema gracias a un motor de fusión magnética. Esta tecnología en ningún caso facultaba un viaje interestelar de regreso, pero aseguraba llegar al planeta con independencia del extremo de la órbita al que les arrojara la garganta artificial. El habitáculo interior, al igual que el exterior, era circular y circunscrito a una sola estancia. Por ello, sus componentes eran modulables, para organizar el espacio según la actividad. No era necesario disponer de una cabina principal. Cualquier punto de la enorme cápsula estaba habilitado para observar el exterior. Y también para dirigir la navegación, pues el control se ejercería gracias a un lector cerebral. La complejidad del dispositivo había requerido de un arduo entrenamiento mental para que la sincronización fuera integral.
Otro aspecto a considerar era el autoabastecimiento. Se necesitaba que fuera por tiempo prolongado. Los alimentos no eran el inconveniente, puesto que la crio-preservación era eficaz para largas exploraciones. Pero hubo que desarrollar un exhaustivo sistema de reciclado para conseguir que todos los gases y líquidos generados fueran transformados en agua potable y oxigeno limpio. Además, la astronave, iría provista de una sonda de reconocimiento con capacidad para cuatro tripulantes. Así que no habría impedimentos para que el equipo al completo descendiera, llegado el caso, e inspeccionara el nuevo mundo.
No obstante, ahora que se encontraba frente a la boca del agujero de gusano, Llâvn se sentía insegura. Insignificante a pesar de la preparación. Y aquel no era un miedo concreto, como el que le podría generar la rotura del motor o el impacto con el polvo estelar. Temía la lejanía del objetivo. La inmensidad del espacio. Y constatar, una vez allí, lo irrelevante de su destino. Pero ya no había marcha atrás. La luz del túnel se activó. Y tuvo que avanzar la nave con lentitud. Al llegar a la entrada, apagó el motor, y con la propia inercia, se adentró.
Lo primero que experimentó fue una violenta sacudida hacía el respaldo. La presión iba directa al pecho y dificultaba la respiración. El único sonido perceptible consistía en un silbido, muy agudo, que se instalaba directamente en el cerebro. Enseguida desapareció y la nave se mostró ligera. Llâvn sentía que toda la energía del universo oprimía su cuerpo y se apoderaba de ella. Bajo esas circunstancias, el control cerebral de la máquina era inútil. Luchaba por sobrevivir. Pero la batalla se libraba en silencio, sin posibilidad de gritar. Ni tan siquiera pensar. Hasta que, de repente, dejó de percibir señal alguna del exterior. El tiempo se detuvo dentro de su mente. Ya nada le subyugaba. Nada temía. Advirtió cierta autonomía sobre su cuerpo. Pero la ausencia de estímulos a su alrededor, le hicieron creer que la navegación se había frustrado. Y que se hallaban atrapados dentro del conducto artificial. Apenas llegó a comprender que no era así. Y se desmayó.
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La vibración del tejido espacial había lanzado la nave hasta el final de la garganta, alcanzando velocidades súper-lumínicas. Llâvn nunca supo el tiempo que estuvo inconsciente. Al recobrar el sentido, creyó que despertaba de un sueño eterno, pero la situación a su alrededor indicaba lo contrario. Lo primero que constató, para su desgracia, fue el fallecimiento de sus dos compañeros. El estado de los cuerpos revelaba que su muerte había sido reciente. Sus expresiones faciales le impactaron. Mostraban el desasosiego de los ahogados. Y no pudo resistirlo. Sin más indagaciones, registró las bajas y los lanzó al exterior.
Al verlos partir, sin nadie con quien compartir la multitud de sentimientos que se acumulaban en su interior, su aislamiento le aterró. Y más aún cuando observó, dominando con su luz, la nueva estrella. Muchos describen con emoción el impacto que supone contemplar por primera vez tu propio planeta desde el espacio. Otros, más veteranos, rememoran el primer paseo interplanetario. Pero nadie está preparado para asimilar que la esfera de plasma sobre la que se orbita no sea el de tu propio sistema. Y que tu hogar se reduzca a un destello más del firmamento.
Llâvn se alejó del cristal. Ahora debía centrarse en salvar su vida. Las cifras que arrojaban los dispositivos del transbordador indicaban que el armazón no había sufrido daños; la limpieza concienzuda del conducto había dado sus frutos. Tras comprobar que el lector cerebral transmitía correctamente las órdenes, examinó su nueva ubicación. El análisis previo llevado a cabo durante la preparación evidenció que se encontraría una estructura planetaria muy similar a la de su sistema, con gigantes gaseosos en el exterior, y pequeños rocosos en el interior. Como era lógico, el origen de la sonda espacial provenía de uno de los astros cercanos a la estrella. El agujero de gusano la había situado en la zona periférica, pero aquello no suponía ningún inconveniente. Programó el objetivo y se dirigió como una exhalación. No encontró obstáculos en el camino, más allá de cierta actividad rocosa detectada por los sensores que fácilmente pudo evitar.
Al localizar el planeta, detuvo la nave y se aproximó con la sonda de reconocimiento, obviando un pequeño satélite estéril que lo acompañaba. Enseguida supo que aquello no iba bien. La atmósfera era ligera, sin la densidad conveniente para salvaguardar el interior. Pero una vez sobre el terreno constató la más atroz de las realidades. Flujos de lodo y ceniza se extendían en todas las direcciones. Multitud de cráteres asolaban una superficie seca y castigada por los rayos estelares. Si algún día se levantó allí una civilización capaz de lanzar un mensaje interestelar, o bien ya se había extinguido, o bien hacía tiempo que había abandonado aquel inhóspito lugar. En todo caso, ambas opciones condenaban a Llâvn a una muerte segura.
No tardó en retornar a la nave nodriza. El fracaso de la misión había quebrado su psique. Sin apenas meditarlo, programó una nueva ruta. En esta ocasión, una a la que nunca sobreviviría: de regreso a casa. Después se tumbó. Necesitaba descansar. Pero ya no pensaba en su fatídico destino. Era demasiado certero. Sentía rabia por todo lo que nunca llegaría a conocer. Cómo serían aquellos seres, qué anhelaban, cómo se comunicaban, qué tecnología poseían, a quién odiaban, a quién querían. Por alguna extraña razón, recordó la inscripción situada en la cubierta de la sonda espacial interceptada. Nunca conocería su significado. Tal vez fuera un mensaje de auxilio, puede que una advertencia, o simplemente, el nombre de la nave: <Voyager>.
FOTO: Tomas Budach en Pixabay
Miguel Sancho Cebrián
Huesca, España (1982). Su producción literaria se centra en los relatos, publicados en diferentes revistas y antologías literarias. Ha obtenido el segundo premio internacional de ciencia ficción en Carbono Alterado; el primer accésit en Tórtoles de Esgueva; y el tercer premio en Sur Monfragüe. También ha publicado microrrelatos con Ediciones Alborismos y Dispensario.
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