José A. García
Al amanecer del día siguiente supe que algo había cambiado; se sentía como algo similar al rumor lejano de un dolor de cabeza que avanza poco a poco, al principio podemos engañarnos creyendo que no se encuentra allí o que es una molestia diferente, luego comienza a crecer y su presencia se vuelve innegable. Podía hacerme el desentendido, pero sólo estaría engañándome a mí mismo y, al igual que las veces anteriores, terminaría sintiéndome peor.
Todo había comenzado cuando separé apenas los postigos de una de las ventanas de la cabaña, oteé el aún oscuro amanecer y aspiré la brisa. Entre el aroma de la orina de los caballos en el corral, el de la madera cortada los días anteriores en la leñera, la tierra removida detrás del cobertizo, los últimos rescoldos apagándose en el hogar con la marmita, la fermentación de la levadura para el pan del día y la lluvia cercana, sentí su aroma. Ella regresaba una vez más.
No tenía tiempo para perder, si me era posible sentir su aroma era porque se encontraba demasiado cerca preparando su ataque mientras yo dormía desprevenido. Como pude, sin siquiera terminar de vestirme, huí de la cabaña para esconderme entre los árboles cercanos donde arrojaba la ceniza sabiendo que podía caminar sobre ella sin hacer el menor ruido. Allí, escondido en medio del sotobosque, la vi llegar.
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Llevaba el vestido blanco casi transparente que, aunque de paño suelto, le marcaba muy bien el cuerpo. Ella lo sabía, yo lo sabía. Completaban su atuendo el cabello enmarañado y el rostro apenas pintado para no distraer con minucias y concentrarse sólo en lo importante. El arco, el carcaj lleno de flechas y la ballesta no me molestaban tanto como los brazaletes de bronce. En verdad venía preparada y lo único que tenía conmigo era mi torso descubierto y una pequeña daga escondida en una de las botas. Con mis propios brazaletes olvidados en la cabaña llevaba todas las de perder. Y no sería la primera vez.
Se quedó de pie fuera de la cabaña, la puerta abierta le decía que yo ya no estaba allí; buscó las huellas que inevitablemente dejara en la tierra y que no llegara a borrar. Pero esa no era mi primera temporada de conquistas, por lo que cuando llegó a las cenizas no me encontró allí.
Creí estar conduciéndola hacia el pequeño arroyo cercano, luego supe que era lo que ella pretendía desde el principio, solo dejó que creyera que no era así. Caí en su trampa como un principiante.
Un poco de barro, cáñamo tensado a la altura de los pies, el golpe de una rama y pierdo el equilibrio cayendo al agua que se lleva las botas y la pequeña daga. Quedo a su merced, lo sé en cuanto logro salir de la corriente y la encuentro de pie en la ribera opuesta. Desde ese lugar me lanza una, dos, tres flechas de advertencia, una que no acepto y echo a correr nuevamente sin dirección entre los matorrales sintiendo como las piedras, las ortigas y cualquier otra cosa que hubiera por allí cortan las plantas de mis pies; su risa, diabólica, sensual, sugerente, también me persigue. No puedo volver a la cabaña que quedó del otro lado, no tengo armas, no tengo los brazaletes de conquista, no tengo más ideas, sólo me queda esperar a que mi resistencia física sea mayor que la suya. Aunque, sabiendo que ni siquiera pude desayunar y la noche anterior apenas sí cené alguna cosa, lo dudo.
De alguna manera surge d entre los árboles frente a mí, como si conociera los pasos que ni yo mismo sabía que daría, o hubiera corrido en círculos. Esta vez sus flechas no son advertencias, son heridas directas pero leves en mis brazos, en mis piernas. Su puntería es perfecta con la ballesta, lo sé, podría matarme más de una vez si así lo quisiera, pero no es lo que quiere.
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Nos enredamos en un abrazo que poco tiene de tal revolcándonos entre mordiscos, rasguños, sangre que mancha su vestido, cabellos que se meten en mi boca, entre hojas secas, tierra, barro e insectos que huyen de nosotros y, en medio de todo eso, uno de sus brazaletes acaba en mi brazo. Eso pone punto final a la lucha.
Regreso a la cabaña derrotado. Caminando unos pasos más atrás Ella no deja de sonreír.
Compartimos el pan, la cama, el día, la noche. Como ella fue quien logró la conquista es quien decido qué y cuánto hacemos, yo sólo puedo cumplir con sus demandas lo mejor que me es posible.
Al amanecer del día siguiente supe que algo había cambiado; se sentía como algo similar al rumor lejano de un dolor de cabeza que avanza poco a poco. Podría ser eso, o algo diferente, como la ausencia del habitual ardor de sus rasguños en mi espalda, pero esa, aunque mínima, no era la única. Su brazalete continuaba en mi mano, como una señal, una marca. Mirándolo supe que la temporada de conquistas se había terminado para mí, al menos hasta que acabara de engendrar nuestra próxima camada de cachorros.
Deberé buscar la forma de que la siguiente vez sea ella quien los engendre. Tengo varias lunas por delante para planear mi conquista, algo se me ocurrirá.
FOTO: David Mark en Pixbay
José A. García
Argentina, 1983. Escritor, guionista de historietas, blogger y profesor de historia. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014) y diversas colaboraciones en publicaciones literarias, tanto dentro del género de la ciencia ficción como por fuera del mismo, de Argentina y España en formato digital y en formato papel. Actualmente se encuentra preparando una nueva compilación de relatos de ciencia ficción pronta a editarse, en algún momento, en el futuro, quizá muy lejano.
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