Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: Pago en especie

Publicamos el relato "Pago en especie" de Daniel San Mateo.

Daniel San Mateo

Our machines are disturbingly lively,

and we ourselves frighteningly inert.

Donna J. Haraway

Se le hacía tardísimo.

Salió de casa acomodándose con la derecha el nudo de la corbata y con la izquierda

sujetando firmemente el portafolio con los papeles.

La junta era a las diez. Ésta era la importante, por la que había trabajado tantos años, cosa de decidir el futuro de la compañía.

El café sobre la barra de la cocina le vino a la mente de repente. Malditas prisas, ya lo tomaría durante la junta.

Desde el autobús mandaría un mensaje a su secretaria para que le tuviera listo una taza grande de arábigo, bien cargado.

Su jefe, la noche anterior, había repasado con él el tema de la junta. Era su brazo derecho, le había dicho. Sin él, la compañía no tendría buena conducción para el futuro. Además, los socios lo veían con buenos ojos. Un ejecutivo tan joven, tan dinámico, tan prometedor, tan leal, todo cada vez más difícil de encontrar. Algunas empresas rivales ya lo buscaban con cazatalentos, pero el jefe había logrado mantenerlo con promesas que ahora tendrían que cumplirse. La paciencia rendiría fruto.

Por eso lo apreciaban también, un ejecutivo de ese talante aseguraba la fusión. No habría nada que temer. Y también por eso, por ese futuro tan prístino que le pronosticaban, la compañía le había contratado el mejor seguro de vida. Incluía un apartado de gastos médicos mayores, el de mayor cobertura del mundo, y previsiones contra todo tipo de imprevistos, terremotos, huracanes y demás catástrofes naturales. Leía el apéndice siete, sección ocho de la póliza, los imprevistos de origen humano. Y una lista con los diferentes pagos que se harían en caso de ser víctima de uno de ellos. Y lo mejor es que en todos tenía la opción de dos tipos de pago: en metálico o en especie. De alguna manera eso lo tranquilizaba.

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Abordó el autobús con dirección al centro. Iba repleto de trajeados y mujeres que terminaban de maquillarse. También, en la parte delantera del autobús, centegenarios en su paseo semanal. Visitarían algún museo, alguna atracción, algo que tuviera entrada sin cobro, de las pocas ventajas de la vejez. Completaban los pasajeros varias madres con sus hijos uniformados para la escuela. Los terminaban de peinar y revisaban por última vez que el corbatín del uniforme quedara derecho.

En la primera parada bajaron bastantes, pero el autobús no desahogaba su pasaje. La gente concurría en el pasillo, tomados de los sujetadores del techo y pretendía no molestarse con el roce de los cuerpos, por el calor creciente, por las paradas que retrasaban su recorrido. Muchos venían conectados a la R.V., pequeños viajes virtuales en el metaverso para pasar el rato, otros miraban los mensajes en su intercomunicador de pulsera, o actualizaban su página personal, anunciaban al mundo, con la amplificación que daba la red, que estaban en camino al trabajo y que habían desayunado un tazón de fruta.

Miró su reloj. Las nueve con cuarenta. Tendría apenas unos diez minutos para alistarse y recibir a los socios con toda la parafernalia y el decoro posible. Pero se sabía capaz, conocía todos los pormenores de la fusión, así que no debía preocuparse más. Todo saldría de perlas y sería el nuevo presidente de la compañía. Tan merecido que lo tenía. Sólo que el autobús siguiera su marcha y recorriera las últimas cuadras sin percance.

Vibró su intercomunicador. Era su jefe.

—Estoy por llegar, señor, sí, entiendo, ahora mismo lo reviso, gracias.

El jefe estaba preocupado por unos datos de la última tabla. Un desajuste debido a las fluctuaciones del lantano. Lo minimizaría en la reunión y nadie se daría cuenta. Tenía que mostrarse lo más positivo posible, venderles la visión de mejores mañanas, la certeza de que el dinero fluiría y les llenaría los bolsillos con una lluvia de billetes. Qué importaba que ya todos fueran ricos, siempre se requerían unos millones más.

Miró la pantalla de su intercomunicador. Recordó que debía marcarle a su secretaria para que le tuviera listo el salón de juntas. Presionó el botón para llamar. En el acto sintió una onda expansiva en todo el cuerpo, casi como caer arrojado desde diez metros sobre una losa de cemento. El intercomunicador desapareció de su mano justo en el instante cuando su secretaria lo saludaba.

Cayó al suelo e instintivamente lo buscó entre los cuerpos volcados y el metal que se retorcía. Quiso levantarse, pero resbaló. Medio brazo derecho no existía más. De su hombro pendía el fantasma de un brazo. Miró con horror su hueso astillado, desprovisto de músculo, los flecos de piel sanguinolentos.

Un zumbido creció en sus tímpanos. Sintió una mano en el cuerpo. Volteó. Un niño se sujetaba de él con fuerza. Lo miró a los ojos, abiertos y cristalinos. El cuerpo del infante estaba reventado a la altura del pecho, ennegrecido por la metralla y por la sangre que le pintaba el uniforme como un cuadro expresionista. Sus ojos se empañaron sin final.

El autobús era una mole partida en dos, su panza cercenada por la bomba, humeando con negrura y apestando a piel y a grasa quemada.

El dolor cesó de pronto, los gritos callaron, no sintió más la vida. Cerró los ojos con el deseo de no abrirlos nunca más.

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Vio a su jefe que lo miraba con cierta ternura. Quiso hablar, pero no pudo, su rostro estaba totalmente vendado.

Bajó la mirada y miró su cuerpo. Todo su tronco repetía el vendaje de momia. De reojo vio que en el lugar del brazo derecho sólo había un vacío.

—No te esfuerces —dijo su jefe.

Su brazo izquierdo estaba canalizado y al moverse sintió la aguja delgada entre las fibras del músculo. El dolor fue insignificante comparado con el dolor que comenzaba a cercenarle la conciencia de la atroz realidad.

—Se pospuso la junta —dijo su jefe—, pero la fusión ya cuajó. Ahora toca recuperarte. Ya te esperamos para cuando estés bien.

Cerró los ojos.

—Fuiste de los afortunados —retomó el jefe—, sólo tres sobrevivieron. Dice la

prensa que ha sido el ataque terrorista más cruento de los últimos años.

Sus ojos se desviaron nuevamente hacia el hueco donde estaría su brazo derecho. Su

pupila se ensanchó y sintió pánico. Las imágenes de la explosión le regresaron de súbito y su respiración comenzó a agitarse.

El jefe puso la mano sobre su pecho. Eso lo tranquilizó un poco. Sentir el calor de otro cuerpo vivo, sano, completo. Recordó al niño. Recordó cómo sus ojos se cerraron, cómo su respiración cesó sin más.

—Ya tu nuevo brazo está en cultivo celular —dijo el jefe.

Su mirada mostró sorpresa.

—Sí, te harán un nuevo brazo, totalmente funcional, será como si nunca lo hubieras perdido, biotecnología de primera. Pago en especie, la cláusula sobre terrorismo de tu póliza. Reconstrucción total de cualquier miembro u órgano perdido en un incidente. Eres el primero del mundo que la hace válida.

Suspiró sin fuerza. El jefe continuó:

—Así las ventajas de trabajar para nosotros, no escatimamos en el bienestar de nuestros empleados. Un nuevo brazo con toda su mano y sus cinco dedos para mi brazo derecho. Recuerda que debes firmar el contrato. Necesitamos esos drones militares. Seremos la compañía número uno. Acabaremos con la competencia, acabaremos con nuestros enemigos, no quedará ni uno vivo. Nuestra seguridad lo amerita. Tu seguridad lo amerita, nunca lo olvides.

FOTO: ThisisEngenieringRAEng en Unplash

Daniel San Mateo

México, 1984. Autor de Luciérnagas en el desierto (Bambú, 2012), Los Ángeles es una escena del crimen (IMC, 2012), Nunca más serás tan joven como ahora (GYRE, 2016). Antologado en Antología Virtual de la Minificción Mexicana, Vamos al circo Ficción hispanoamericana (BUAP, 2016), Cortocircuito Fusiones en la Minificción (BUAP, 2017), Todo es nuevo bajo la luna (Anacreónticos, 2016), Libro de los secretos (Anacreónticos, 2021). He publicado narrativa y poesía en revistas como: Opción, Molino de Letras, Penumbria, Axxón, Teoría Ómicron, Nudo Gordiano o Luvina, entre otras. Edito el blog sobre poética: https://poiesisdesanmateo.blogspot.com/

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