Benjamín Román Abram
Era una noche de primavera con el cielo nublado. El primogénito de la familia volvía a su hogar tras una rutina de ejercicios en el gimnasio municipal. Al abrir la puerta de su casa, halló debajo del dintel un volante publicitario, lo recogió, este anunciaba la inauguración de una peluquería masculina. Le llamó la atención, no por los servicios, sino por el costo de un platinado extremo de cabello, sensiblemente menor si se comparaba con las tarifas de las grandes cadenas. Así que pensó que ya no siendo ni púber ni adulto, podía arriesgarse, era un buen momento para lucir distinto. Acto seguido pidió la siempre valiosa opinión a su madre, oyó la respuesta, pero cualquier cosa podría negarlo y decirle que creyó notar que con la mirada su aprobación con lo que se haría. Ya podía imaginarse con su nuevo aspecto, «combinaría con su outfit».
En su cama, en medio de la madrugada, lloró. Recordó sus carencias económicas, a veces de afecto, pensó que él no tenía cómo pagar ese procedimiento capilar mientras muchos de sus amigos estaban sobrados de recursos económicos. Decidió hacer uso de un dinero que venía ahorrando hacía un tiempo para su sueño de unas zapatillas geniales, sueño al fin porque con lo que tenía al momento no podría costear ni los pasadores. Sueños, sueños, como el de ser un gran empresario, pero había una verdad, se tenía a él mismo. La decisión estaba tomada, solo tenía que ir a Max Coiffure. Temprano estuvo en un mercado, era un centro de abastos a veinte minutos a pie desde su casa, falto de techo noble, con muchos olores, algunos agradables como de las frutas y otros menos, como de los vegetales que no estaban frescos y un piso de cemento sin pulir, pero eso era algo que a su cabello no le preocuparía.
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Lo atendieron pronto. En un espejo vio cómo el estilista le aplicaba el primer químico; luego, que envolvía su cabeza con papel de aluminio y bajo una calurosa lámpara. Comenzó a arderle el cuero cabelludo, entendía que era parte del proceso. El estilista levantó el pulgar hacia arriba y él, nervioso, hizo lo mismo. Estaba dispuesto a dejar ese color negro, es más, en la foto para el pasaporte saldría con sus cabellos albos, no le preocupaba si en unos meses o años migraciones comparara aquella imagen con la apariencia que tendría en ese momento, seguramente con pelo negro y un peinado adulto y le pidieran explicaciones por lo que sería una falta de parecido físico. El ardor era inaguantable y el estilista ya no estaba, se levantó de la silla.
El sábado, a los dos días de interrumpir el doloroso proceso de platinado, la inquietud por el ardor no era lo peor, ya que ahora lucía una tonsura, tal como la de san Francisco de Asís (aunque sin su simetría circular), y su calva estaba agrietada y rojiza. Además, había endeudado a sus padres por el tratamiento de emergencia que posteriormente tuvo que seguir por la quemadura química de segundo grado.
Cuando alguien le preguntó: «¿por qué lo hiciste?», replicó «no lo entenderías, es estilo», pero ahora estaba seguro de que no había valido la pena. ¿Era un tonto?, ¿regresaría el cabello?, ¿ya no era guapo?, ¿cómo salir con ese corte?, ¿demandaría a un peluquero sin recursos para indemnizarlo?
Seguían pasando los días, la infección desapareció, pero el cabello no daba indicios de retornar. Ya ni se veía en el gran espejo de su cuarto, que ahora estaba cubierto con papel. La situación era desesperante, su galanura no podía perderse, menos antes de los veinte años. Ridícula o no tenía que aplicar la asquerosa receta que le había entregado el estilista para subsanar su error, un emplasto de huevo, limón, heces de gorriones y otros ingredientes que no le dijo, sin embargo, luego de tres días de usarlo no sucedió nada.
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Esto no podía quedar así, había cuentas que saldar, aunque le daba miedo ser descubierto por la policía y además esta vez ya no quedar medio rasurado, con una calva, sino brutalmente rapado, según las normas de la detención. Para estimularse, tomo solo un trago con alto grado alcohólico, pero en un vaso pequeño, y se atrevió a salir de noche. Esperó con paciencia en la parte externa del mercado, y lo vio, para luego seguirlo por cuadras y cuadras, hasta llegar a una zona desolada. Amparado en la penumbra, se acercó a él y rápidamente levantó un martillo para acertar de lleno en la parte posterior del cráneo, con lo que desplomó al estilista. Lo tocó y gritó, este no reaccionaba, lo pateó con fuerza y tampoco mostró reflejo alguno. Con un poco esfuerzo retiró la herramienta, ya que se había insertado profundamente. Luego, a la mejor usanza de un indio americano, y, gracias a las antiguas películas del género western estadounidense, con un afilado cuchillo, desprendió en unos segundos el cuero cabelludo para llevárselo como un trofeo. El ultraje estaba vengado. Nadie sospecharía de él, ya que nunca reclamó públicamente lo que le había ocurrido.
Unos días después notó que su cabello crecía de manera espectacular, y poco después era una melena tupida y brillante, un negro azabache mayor que una oscuridad sin estrellas, una textura lacea u ondulada según quisiera. Igual no podía dormir, ahora el insomnio era por saber que había eliminado al poseedor de una pócima única, que si hubiera llegado a un acuerdo con él hubiese logrado conocer su composición exacta o al menos robado la fórmula. Ese emplasto hubiera sido un éxito de ventas y él un emprendedor millonario. Volvió a llorar como un niño.
FOTOS: Jaylyn Brice en Pixabay
Benjamín Román Abram
Lima-Perú, 1970. Es escritor del género fantástico. Abogado con posgrados en administración y seguros. Sus cuentos y reseñas se han publicado en diarios y revistas nacionales e internacionales. Es autor de los libros de relatos En “Envase Pequeño” y “Bioficciones”. También cultiva la poesía.
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