Por Gema Mateo
Esa tarde de martes, había decidido remover un poco la pesada cortina metálica que cubría el interior de mi departamento. Hace más de un mes que no había visto la luz. Las tormentas de arena habían cubierto en densa polvareda la ciudad, pero de manera particular, ese día tenía un deseo ferviente de presenciar la aurora, de sentir sobre mi rostro pálido un rayito de vida.
Los noticieros informaron que la próxima tormenta tendría lugar en dos semanas. Las ciudades gozarían, de manera relativa, de buen clima. Así que me aventuré y decidí abrir la puerta. Caminé directo hacia la entrada, mi mano tembló, seguía sufriendo el hecho de que tuviéramos que permanecer guarecidos por prolongados periodos de tiempo en nuestras casas.
Sobre mi pecho tenía una carga pesada, un presentimiento de que al dar vuelta a la manija me encontraría con la calle poblada de escombros, autos y casas destruidas. O quizá descubriría los cuerpos muertos de gatos, perros, cacomixtles o aves que no lograron encontrar un refugio antes de la gran oleada de polvillo contaminado.
Al atravesar el umbral me encontró el sol enardecerte, el paisaje árido inundaba mis pupilas. No había edificaciones derrumbadas, así que tuve un primer alivio. A lo lejos divisé el vacío de la calle principal que llevaba hasta la autopista de alta velocidad. Tal vez mi entusiasmo había hecho que me despertara antes que todos los demás, comencé a caminar hacia la esquina de mi calle.
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La tranquilidad terminó cuando descubrí a un cacomixtle sobre el pavimento; era pequeño, con su pelaje plateado y su colita en una combinación de rayas blancas y oscuras. Estaba levantando su mano en un gesto de auxilio que, sin dudar, respondí. Cuando me acerqué, me observó con sus grandes ojos color carbón, me dijo que el viento le habló.
No comprendía lo que eso significaba, sobre todo, no comprendía cómo nuestros lenguajes se habían interconectado para entablar esta conversación. El viento me habló, prosiguió, ayer por la tarde. Era un silbido agudo que rebotó contra mi ventana, la primera vez no le hice caso, pero fue insistente. Cuando por fin presté atención comprendí que tenía que salir.
La tierra se está marchitando, le dijo, tienen que salir y volver a sembrar. Era el primero después de mucho tiempo que escuchaba su llamado, le contó que suele silbar cada día esperando encontrar un saludo, un cuestionamiento o un sobre salto, pero conforme se desgastaban los años, cada vez menos seres notaban su presencia.
En ese momento, el viento llegó, el cacomixtle me pidió tomar su manita. Le pregunté cómo podía ayudar, en mi mente, esperaba una respuesta sencilla, descubriría que pocas cosas lo son. Tenemos que volver a sembrar, me dijo, mientras el pequeño con cola anillada sostenía con sus últimas fuerzas mi mano derecha.
Por unos segundos nos quedamos en silencio hasta que volvió a silbar, llevándose mis lágrimas en el horizonte. Vamos a sembrar en los demás lo que hemos olvidado, me dijo. Pregunté cómo podría hacerlo si ya no lo recordamos, entonces fue determinante en su suspiro, lo hemos olvidado, pero no ha desparecido. Al mirar a los otros, dijo, en sus ojos también te verás a ti misma, recuerda la ternura. Y cuando el viento te hablé, presta atención, escucha.
Foto: Imagen de Vadym Sliusarchuk en Pixabay
Gema Mateo
Ciudad de Puebla, México, 1990. Licenciada en Ciencias de la Comunicación, Maestra en Opinión Pública y Marketing Político. En 2017 publicó en el libro colectivo “Jóvenes Escritores”, de la Editorial HAGO COSAS España. En febrero 2020, nació su primer libro de ciencia ficción y fantasía, “Camino a Apulia”.
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