Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: Los marginados

Publicamos el relato «Los marginados» de Uriel Velázquez Bañuelos

Uriel Velázquez Bañuelos

“Te enviaré, por un tiempo, un hijo mío, dijo él. Para que ames mientras él vive, y llores cuando muera. Pueden ser seis o siete años, o veintidós o veintitrés, pero lo harás. Y hasta que yo lo llame de nuevo, ¿Cuidarás de él, por mí?”

Un Hijo Mío, Edgar A. Guest

Comenzó por una voz…

—Y con ustedes, damas y caballeros, el mejor espectáculo del mundo —oí la voz del anuncio.

El anuncio se repetía. Con escucharla, una y otra vez, supe que eso no era una grabación. Continuó en bucle. La voz que salía del parlante era humana, lo juro, pero la interferencia, o quizá un cable mal conectado desde la cabina de sonido, la hacía sonar mecánica. Su respiración era estática, su voz arrastraba cada vocal a mis oídos:

Era enfermizo, me seguía causando el mismo efecto; esa sed que tenía durante décadas por encontrar a mi hija.

De pie, esperando a que alguien se asomase por la taquilla, observe mis alrededores. Afuera, los anuncios brillaban por su magia, impresa en frases y sonrisas. Me desilusioné al ver tal contraste de realidades.

—Oiga —expresé después de un rato— ¿Hay alguien ahí? Busco algo de información. —, solo el viento respondió, trayéndome un cartel a mis pies: la fotografía de una carpa de circo con payasos y magos riendo, era amarillenta como la madera hinchada, como las flores marchitas. El viento volvió a soplar dándole vuelta al cartel. En la otra cara estaba impreso:

“A cualquier duda o llamado, ponga a los ángeles de su lado”

El viento recogió la basura. En el interior de la taquilla se balanceaba de un lugar a otro una campana de plata que colgaba de un listón. “¿Si ya estoy aquí qué más puedo perder?”, me dije en un intento por justificar mis acciones. Mi brazo se adentró al interior de la taquilla, estiré cuanto los barrotes me permitían y con la punta de mis dedos tiré del hilo. La campana resonó como un fantasma por los pasillos. El altavoz se apagó.

—¡Ya voy! ¡Carajo!, ¡Denme tiempo! —sonó una vocecita gruñona—. Soy Terry, ¿qué chingados quieres?

—¿Disculpe?  —me llevé las manos a los bolsillos.

—No te hagas como la que no sabe qué vergas está pasando —respondió. Subió a un banquillo, observé su rostro arrugado como las pasas. Perlas amarillentas asomaban por unos labios partidos y sin color. Un par de ojos, sin cejas ni pestañas, trataban de mirarme—. Sí, usted tocó la campana, ¿qué chingados quieres?

—Disculpé la molestia —saqué un folleto de mis bolsillos—, vengo de afuera, pronto será el cumpleaños de mi hija —mentí—, y quería saber si usted tiene algún referente sobre su espectáculo.

—¿Referente? —preguntó mientras se rascaba la barbilla—. ¿Qué chingados es eso?

—Una muestra de su función —volví a mentir, necesitaba el cómo y el porqué de este lugar, de su gente. Llevaba días siguiéndole la pista. Era un circo vagabundo.

—¡Ah!, por ahí hubieras empezado, mendiga vieja. Ustedes los adultos complicando las cosas. Vete a tomar por culo, hoy no tenemos, hasta mañana a las ocho de la noche —y cerró la ventanilla de golpe.

—Oiga, ¿cómo me llamó? —pregunté con pocas esperanzas de ser escuchada. Tenía que mantener mi fachada si quería seguir con la investigación de mi hija— ¿Y mi ticket?

—Ah, sí —abrió ligeramente la ventanilla —, estira la mano, un poco pa’ca,  Ya me bajé de mi jodido banquillo y no alcanzó desde aquí.

Apenas metí la mano, Terry cerró con fuerza la puerta de metal, dejándome una marca. Era peor que tratar con un niño malcriado. Se fue junto con sus risas. Me esforcé para zafarme, cuando logré ya no sentía dolor. Miré de nuevo mi mano, y como si se tratase de una impresión en papel tal, y como ustedes ven ahora con esta tinta roja, se lee:

“08/07/1998 8:00PM”

Estaba a un día de esa fecha, pero había cierta trampa en el año. ¿Por qué grabar una fecha de hace treinta años? sí es que a eso se le puede llamar impresión. No lo llamaría casualidad; temerles a los patos y que alguien, casualmente, hiciera un estanque para ellos frente a tu casa, lo es. Lo mío era una broma de mal gusto por parte del destino. Cada dígito de esa fecha me decía algo. 1998: Una hija perdida, nueve casos de desaparecidos en nueve estados diferentes y llevados a la misma hora; las ocho de la noche. El chivatazo que recibí en el departamento era una sospecha. A estas alturas, no sabía si seguir con mi fachada o desenfundar mi arma.

En lo que llegaba la hora, me paseé por el vecindario, sin esperanza de recibir asilo. Los hogares carecían de ventanas y puertas. Sentía que me observaban desde la oscuridad, ahí donde el tiempo acortó la vida de los alrededores. Fue en una estación de ferrocarriles donde encontré refugio en un vagón. Una anciana, jorobada y de un solo ojo, me dio las llaves. No dijo mucho, por lo que no hablé con ella. Me dediqué a descansar. Solo Dios sabía la clase de función que vería.

Una campana me despertó de mi descanso. El sonido eliminó todo rastro de sueño, mas no liberó mi cansancio. Todo daba vueltas. Miré mi brazo derecho, y contemplé unas marcas de jeringuillas. Y por sus caras, deduzco que los científicos aún no saben qué sustancia era.

Todo me daba vueltas, había algo más que la sustancia corriendo por las venas. Escuché el metal oxidado; se arrastraba, como si alguien cargara su propia cruz. Busqué una salida en vano, la puerta estaba con candado.  También me di cuenta de que me despojaron de mi arma. Tomé distancia, recuperé mi equilibrio y di una patada a la puerta.

—Se despertó, ¡Corre, idiota, corre! —escuche a alguien hablar desde afuera de mi jaula—, déjalo ahí, Lily, señora mala se ha despertado, señora mala está muy molesta con nosotras.

Y dejaron de tirar. Di una última patada, y el candado salió disparado. Salí de mi cárcel; un vagón de hierro con apenas agujeros para respirar.  Miré la ruta, por la cual estaba, siendo trasladada: Las vías del ferrocarril se alineaban con la carpa del circo y sus alrededores. Quien tiraba del vagón apenas dejó un rastro, por lo que era imposible seguirle. Las huellas eran difíciles de reconocer. Un pie era enorme con un talón redondo, la otra solo un “punto”, como si se moviera con una pata de palo. Debía de haber algo más, solo “eso” no podía tirar con tanta fuerza y desde tan lejos, ¿o sí?

Recorrí el sendero a pie, mientras temía por lo peor.

El camino de piedras y vías oxidadas me guio a las afueras del circo. Las luces de los postes y una voz mecánica me dieron la bienvenida.

—Ven, divierte y ríe, la función de los marginados va a comenzar —dijo la voz mecánica, no sonaba fría como antes, se escapaba una risa entre sus diálogos. Se escuchaba cerca, sentía que su figura caminaba a mi lado, sosteniendo mi mano.

Me fui guiando por el sonido. Hasta que, finalmente, tomé una piedra del suelo y la arrojé contra una cabina. Los cristales se rompieron, la mujer de la habitación comenzó a gritar.

—Tú, maldita idiota —me dirigió la palabra. La mujer intentó levantarse de su asiento, pero su espalda estaba anclada; de su espina dorsal y de su cuello, salían cables de cobre con apenas cuero para forrar. Sus pies y manos estaban atados. Aún así, con toda la fuerza de su odio, con esa rabia que detonaba por el movimiento contenido de sus extremidades, no pudo librarse.

La mujer, en su trono de impotencia, dio un último grito. Su voz se agudizó y la estática salía de sus altavoces. Los audios parlantes explotaron. Por primera vez en todo mi viaje, el silencio de la noche me abrazó. Intenté entrar a la cabina, más la puerta estaba cerrada. Lo único que salía fue humo.

Recogí algunas piedras del suelo y seguí temerosa por mi camino. “Los marginados” me volvía a decir a mí mismo, parecía un apodo de primaria, uno de los malos. No quería estar más tiempo en ese lugar, pero era la única pista que tenía y esa corazonada; quizá podria encontrarla

Se escuchó una campanada. Volteé en dirección al sonido, con piedra en mano. Lo único que vi fue el letrero del laberinto de los espejos, me daba la bienvenida con su tinta fresca y madera podrida. Con pasos temblorosos, por el frío y el miedo en mi cuerpo, entré al laberinto.

Los muros, paredes estrechas, agrietadas y sin color. Esperaba estar rodeada de mi propia imagen, de mi reflejo distorsionado, mas los cristales yacían bajo mis pies. Crujían a cada uno de mis pasos. Cuando dudé del peso de mi cuerpo, me detuve. Un segundo después, alguien se detuvo. Miré a mi alrededor. Sin darme cuenta, ya estaba jugando al gato y al ratón.

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Recupere el ritmo.  Poco a poco, aceleré mis pasos y cuando estaba a punto de correr, me detenía en seco. Mi copia intentaba leer mis movimientos, predecirlos, pero en el último segundo se delataba por una pisada de más. Era como si su pie fuera de un mayor peso.

Mi movimiento fue más cauteloso. El laberinto era enorme y temía por toparme un callejón sin salida. A mi alrededor oscuridad, aunque la luz plateada de la luna saliera a relucir pobremente. Una silueta se movió entre las sombras, su respiración era brusca, como si tragara aire, como si escupiera el oxígeno de sus pulmones.

—¡Ahhh… Ahhhh…Aaahhh CHU! —estornudó mi cazador—. Ay, no, te dije que era mala idea salir sin camisa, me voy a enfermar —agregó entre llantos.

—Cállate, zoquete, nos va a escuchar —respondió, la voz provenía del mismo lugar que la primera.

—Ay, perdón, hermanito, te prometo que… —volvió a decir. Me guie por el sonido de su voz, aproveché la poca visibilidad; era un lienzo pintando de tonos negros y grises. y localizado mi objetivo arrojé la primera piedra.

—Ahh, mi ojo, me duele mucho, debemos volver con mamá, mami, me duele mucho ¿Dónde estás? Tengo mucho miedo.

—¡Que te calles! —su tono de voz pasó del llanto a la ira, con total naturalidad—. Todo esto es tu culpa, ahora ve tras ella, olvida lo que te dijeron, ella empezó.

El suelo tembló. Perdí un poco el equilibrio, pero me estabilicé pronto.  Me eché a correr, mientras me decía a mí misma que buscara la luz. Si todo a mi alrededor era oscuridad, era lógico que la luz debía de venir de afuera, de mi escape. Vi un pequeño destello, mera desesperación mía, o una estrella fugaz, la suerte estaba echada, era lo único que tenía. Corrí deprisa, hasta llegar al centro del laberinto; Las paredes formaban un círculo con una única entrada y salida, arriba, las nubes volaban en un manto negro.

Me acerqué al centro, en el suelo descansaba un espejo intacto, mirando al cielo, reflejando la luz crepuscular. Me miré en él leí las palabras que estaban escritas en lo alto del espejo: “Y con ustedes, el hombre moderno” Me hubiera reído de mis ojeras y mis ojos rojos, de no ser porque me venían persiguiendo.

No había caminos a donde ir. Me di la vuelta y lancé una piedra a oscuras, por mero instinto. Mas, mi perseguidor la atrapó como si se tratara de una bola de béisbol, y me la devolvió. La piedra me rompió una muela. De la sacudida, caí al espejo. Era mi fin, pensé, mientras veía como mi verdugo se acercaba. Era alto, corpulento. Aunque parecía cubierto de grasa, les juro que todo eso era músculo sin tonificar. Su pie derecho era enorme y cojeaba de su otra pierna, gracias a su pata de palo. Aunque desconozco si fue mi pánico, o la poca visión que tenía, en su rodilla izquierda creí haber visto el rostro deformado de un bebé.

Mi mi sangre se arrastró por mi reflejo. Mire su flujo que era anormal. Entonces, vino a mí una idea. El impacto agrietó el espejo, gotas caían detrás de él y lo que quisiera que estuviese allá, mi escape. Golpeé el cristal hasta que ya no soportó el peso de mi desesperación. Caí al alcantarillado del circo. Aunque puse las manos para amortiguar el golpe, me lastimé. Mi captor desde allá arriba en el laberinto. Se quedó eclipsando la luna llena.

Ahora bien, lo que viene a continuación son apenas pistas. El cansancio y lo que yacía en mis venas me estaba mermando.

Caminé bajo tierra y escuché a los marginados. Hablaban de mí, sobre la hora final por venir, sobre una máquina de viento; esa palabra tenía un nuevo significado para mí. Sin poder verlo, deduje que se trataba de una persona, deformada por los engranes y su propia naturaleza, que soplaba en todas direcciones, menos donde nace el viento.

De existir una segunda oportunidad, ¿Podrían volver a nuestra ciudad? ¿O es que este lugar es lo único que tienen; país de nunca jamás?

Intenté captar el hilo de la conversación, algunas voces las reconocía y otras no. Su conversación era de lo más extraña, se inventaban cosas, como si se tratara de un juego, gritaban para ser escuchados, y cuando perdían, hacían berrinches. Me sentí como en casa, escuchando a los hijos malcriados de mi hermano.

Llegué al final del túnel. Ahí bajo la carpa pálida del circo, sobre el polvo y la arena, escuché el hada de los dientes. La luz de plata se filtró por un agujero, dando vida a una mujercita; pálida como la leche, delgada como la línea que divide a los muertos de los vivos. Ella estaba ahí, encapsulada, danzando sobre su propio eje, con la gracia de un cisne, sin saber qué acontecía a su alrededor. Su rostro inexpresivo me entristecía, su piel cicatrizada y con los huesos marcados, cautivaron mi corazón. Y en sus ojos, azules como el cielo, despertaron en mí el recuerdo de la esperanza. Ella danzaba y su cuerpo rozó las sombras de donde salió. Ella besó el cristal y mi cuerpo ya no sintió la fatiga de un corazón abatido.

Y así como vino, se fue. Tenía más preguntas que respuestas y nadie para interrogar, ni pistas que seguir. Di con la salida con facilidad. Durante el trayecto sabía que estaba sola.  Eran las doce, la función terminó.

No tengo la certeza de a donde fueron y a dónde irán, pero por favor, se los ruego, déjenme continuar el caso. Sé que sin pruebas no podré seguir, solo tengo mi palabra y estas marcas sobre mi piel que confirman lo ocurrido. Aunque no se deba mezclar sentimientos y trabajo, necesito volver. En los ojos de aquella bailarina encontré a mi hija. Y si los sentimientos de esta madre no causa en ustedes la intención de otorgarme la libertad, ya nada lo hará.

FOTO: Imagen de Thomas en Pixabay

Uriel Velázquez Bañuelos

En 2015 salió su cuento Todos los días el mismo sueño en la revista de su preparatoria. Este sería el primero de muchas historias publicadas. Se ha manejado en la ciencia ficción y la fantasía. Sus relatos se han traducido correctamente de su cerebro a la novela, cuento, poesía y teatro. Se le ha visto en distintas antologías y revistas literarias, como lo son:

 Licor de Cuervo, Letras Raras, Diablo Negro, Revista Tlacuache, Revista Himen, Escrófula Revista, Maremoto Fanzine, Letrantes, El Narratorio, Golfa, Revista Yólotl, Luvina Joven Radio, Polisemia Revista, 9 editores, Grajuna Revista, Polisemia, Espejo Humeante, Revista Ultra, Editorial Ultra, Revista Palabrería y Engarce, El Nahual Errante, Letras y Voces, El Creacionista.

De sus trabajos más destacables está su cuento El muñequito de madera, de la antología Historias fantásticas para soñar despierto (2019),por parte de Mandrágora Ediciones. Su cuento Entre las luces y las sombras de la antología de Los mundos que se agotan (2021) por Fóbica Fest, Typo Taller y Paraíso Perdido. También, su microrrelato Negra Paranoia cuenta con un espacio en la antología La Amante y Otros Microrrelatos (2023) por Ediciones Rubeo. Y próximamente dos nuevos cuentos, para Editorial Sigel y Ediciones Claymore.

En 2022 decidido autopublicarse una antología de cuentos llamada Una botella de Ginebra. Forma parte de los Colisionadores de Textos, y es parte del equipo editorial de Revista Inéditos.

Facebook: https://www.facebook.com/UrielDosbe

Sitio web: https://urieldosbe.wixsite.com/uriel-dosbe

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