Víctor Lowenstein
Rigger se revolvía incómodo en el sillón que ocupaba frente al escritorio del Dr Renni. No era un mal sillón. De hecho, estaba acabado en fino cuero y, si bien llevaba décadas cumpliendo su función, se hallaba en perfecto estado. En ese mismo sillón se habían sentado los peores criminales del estado, pero eso no llegaba a alterar a alguien como Rigger; llevaba casi veinte años como prisionero modelo del asilo Hoffman para criminales peligrosos.
Del otro lado del escritorio, Renni formulaba preguntas entre largas pausas y esperaba pacientemente las respuestas del recluso. Eventualmente echaba una mirada indiscreta sobre Rigger. Pura formalidad. O hábito. Como cuando quitaba imaginarias motas de polvo de sus hombros, o alisaba su corbata, cosa que hacía constantemente. Desde luego, desconfiaba de todos los reos, no obstante nada temía del que tenía enfrente. En todos esos años había aprendido a comportarse, refrenar sus impulsos mórbidos y hasta ganarse la confianza de algunos guardias y enfermeros, por lo que se sabía que en su celda no faltaban los fármacos que lo mantenían feliz. El mismo Rigger se jactaba de su felicidad, cuando, en sus momentos gozosos gustaba de remembrar sus tropelías de cuando se hallaba en libertad… (Si usted supiera, doctor…cómo chillaban esos pequeños cuando los enculaba… ¡jajaja! pequeños cerdos…me excitaba todavía más, su dolor…)
Dentro de sus límites la pasaba bien. El Dr. Renni lo sabía demasiado inteligente como para permitirse un brote siquiera mínimo de violencia. Rigger sabía contenerse, de igual modo que sabía conversar con propiedad y hasta hacer chistes. Si se mostraba cínico, lo hacía por satisfacción personal; era su modo de sentirse superior a los demás, incluso al Dr. Renni, a quien no en pocas ocasiones había acusado de ser inepto para comprenderlo, objeción que el doctor seguía tomando como un desafío en el afán por penetrar en su mente, ese oscuro antro cuyas maldades podían visualizarse en recortes de periódicos y leerse en incompletos informes clínicos, sin llegar más que a rozar el misterio de su psicopatía profunda.
La disciplina del dr. Renni era el pilar de la institución. Después de todo era tanto médico como guardia; la seguridad dentro del asilo también era su responsabilidad. Su trato horizontal hacia la población de reclusos garantizaba en buena medida el orden interno de la misma. Nunca se dejó alterar ni por el eventual ataque de algún violento, ni por la apatía de aquellos pacientes que se negaban a hablar durante las sesiones, rutina habitual en el asilo. Se limitaba a tratar a todos con la misma fría suavidad. Las preguntas brotaban de sus labios con flemática y parsimoniosa voz. Si había o no respuesta, si recibía súplicas o escupitajos, simplemente anotaba las reacciones hasta llenar sus formularios. Los guardias esperaban sus órdenes tras la puerta de su oficina para llevarse a cada reo a su respectiva celda.
No le inquietó, por ende, la incomodidad manifiesta del veterano interno. Lo conocía lo bastante bien para entender que, esas actitudes nada novedosas eran formas de llamar la atención, de decir veladamente: “Eh, soy Rigger el psicópata, escuchadme” aunque intentara en vano y patéticamente, ser valorado por lo que era, en su peculiar escala de valores. Claramente se trataba de un criminal narcisista, orgulloso de su historial.
Tras completar y dar vuelta la hoja del cuestionario habitual, Renni le anunció la segunda ronda de preguntas, la que sorpresivamente rechazó con grandes ademanes y alzando el tono de voz.
—¡Ah, usted y sus segundas rondas, segundas fases y segundas cantinelas! ¡La misma manía por entrometerse en mi vida y mi pasado! ¡Hasta cuándo repetiremos las mismas preguntas, una y otra vez!
Involuntariamente Renni sufrió un tic nervioso en uno de sus ojos, y se alisó la corbata por vigésima vez. Lo de la reiteración del interrogatorio habitual era cierto; una rutina a menudo cansadora, pese a lo cual jamás Rigger había reaccionado de esa manera. “Usted bien sabe -se apresuró a aclarar el doctor- la importancia de explorar el pasado, para que del inconsciente…”
—…afloren aquellos traumas ocultos que revelen la naturaleza de nuestros conflictos; ¿verdad, doctor?
Renni sintió el calor anegando su rostro. Se cubrió la boca con una mano para toser protocolarmente. Hubo otro tic. Rigger permanecía tranquilo, mirándolo a los ojos. Lamentó que pudiese notar su sonrojo.
—¿Y si le dijera -prosiguió- como ya le he dicho en otras ocasiones, que no me creo nada de esa basura freudiana? Por mí, que lo que esté oculto en el inconsciente siga estando ahí; no tengo prisa ni necesidad de ir por ello.
Renni dejó transcurrir un tiempo más, que ocupó en hacer garabatos en los espacios en blanco de su planilla. Finalmente atacó, eligiendo cada palabra.
—La relación con su padre, sr. Rigger…
—La relación con mi padre -repitió el paciente- es algo a lo que no podemos sacarle más jugo con sus preguntas o mis respuestas. Usted sabe todo al respecto. Las borracheras, las palizas, los abusos a mis hermanos y el asesinato de mi madre. ¿Qué más cree poder obtener?;¿nuevas perspectivas, otra mirada de los hechos? No lo creo…me parece mucho más interesante analizar cada uno de mis logros…
—Querrá decir crímenes, señor Rigger.
El paciente y recluso hizo como que no lo escuchaba, y siguió hablando.
—…como el de aquellos niños que violé en el orfanato de Bahía Blanca. La maldita enfermera tuvo que verlo todo, atada a una silla. Por mirona debí cortarle toda la cara. —Aún me hace reír…
—Es todo por hoy -dijo el psiquiatra.
—Y yo creo que no. Es usted un cobarde, Renni.
—¿Lo soy?
—Lo es, le diré por qué: no tiene usted las agallas para cruzarse hasta este lado del escritorio. Sentarse en esta misma silla de la que pronto me levantarán los guardias. Carece de cojones para hacer algo así de simple. Nunca estuvo aquí sentado; ¿verdad, doctor?
—El sillón que ocupo es bastante cómodo, Rigger.
—Ese no es el punto. Tengo el culo en el mismo lugar donde lo tuvo alguna vez Bautista Suárez, el torturador de Villa Luro. O Eleuterio Rodríguez, asesino de prostitutas. Y yo mismo, el pedófilo sin cura. Toda gente sin alma, me incluyo. Gente sin miedo al subconsciente, sin patrones morales, sin límites para odiar. A usted y su comodidad burguesa le aterra la sola idea de ser tan libres, tan sabios y atrevidos como lo somos nosotros, criminales sin alma, y secretamente nos envidia.
“Usted me hace sentar aquí cada semana, doctor, no para ayudarme ni para comprenderme, sino con la malsana pretensión de hacerme comparecer ante el tribunal de su sola persona, cual juez privilegiado”.
—¿Comparecer, ha dicho?
—Sí, doctor. Comparecer. Y permítame una pregunta: ¿se atreverá, algún día, a ocupar este lugar? Es casi un privilegio ocuparlo, desde mi punto de vista.
—Proposición tonta, Rigger. Me daría igual estar en ese sillón como lo estoy en el mío. Seguramente son igual de confortables. Ahora, si me permite, pediré a los guardias que lo conduzcan a su celda.
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Ya en soledad, el doctor Renni se tomó largos minutos para reflexionar acerca de lo ocurrido. Las palabras de Rigger solían dejar huella en su conciencia, cosa que le disgustaba pues no debía permitir que le afectara el discurso de un psicópata. Aquella mirada desafiante era imposible de desatender; era un demente, un total inadaptado que merecía en nombre de la ciencia atención y estudio constantes. Inclusive aquellas bravuconadas sobre desafiarlo a ocupar su lugar por unos instantes… ¿a qué lugar se estaría refiriendo?;¿al del pervertido que busca saciar su morbo con víctimas indefensas, o al del oscuro ser que rehúye de su psiquis? Uno y otro eran parte del mismo: máscaras con que un infeliz cubre su rostro para evitar ser reconocido.Se puso de pie. Sacudió la cabeza, aturdido, como para sacarse de encima esa mirada perturbadora con la que le recluso lo provocaba de ordinario. Por el contrario, a menudo le hacía reír la seriedad con la que Rigger se tomaba a sí mismo, siendo lo que era, lo que ignoraba ser; un enfermo incurable. Encerrado de por vida.
Renni caminó alrededor de su escritorio y, al quedar frente al sillón destinado a los reclusos, se sentó en él, y miró hacia adelante, a su lugar habitual. Nada tenía que probarse, pero se sentía mejor después de haber aceptado el reto. Del otro lado del escritorio le sonreía con laguna timidez su padre, quien, al notar que ya contaba con la atención de su hijo, se ajustó las gafas como hacía constantemente y tomó su lapicera y planillas. Renni quiso devolver el gesto, sin embargo, se sentía incapaz de sonreír. Por otra parte, su progenitor ya le lanzaba una seguidilla de preguntas que exigían respuestas. Renni carraspeó ligeramente, y se dispuso a contestar el cuestionario.
FOTO: orzalaga en Pixabay
Víctor Lowenstein

Nació en Buenos Aires, Argentina, un 19 de enero de 1967. Algunos de sus libros son: “Paternóster” novela corta, ed. Fscm 2014, y “Artaud el anarquista” De los cuatro vientos, 2015. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E). Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Víctor escribe textos ficcionales y ensayos sobre literatura moderna.
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