Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: Sosol es la solución

Publicamos el relato "Sosol es la solución"

C.M. Federici

TODO anduvo relativamente bien durante las primeras semanas. Pero alrededor de mes y medio después de firmado el contrato de tenencia a prueba, Umberto perpetró un acto de agresión en perjuicio del Sosol.

—¡Fuera de mi vista, montón de chatarra! —graznó, con escape de saliva pulverizada a través de las mellas de la gastada placa Dentosint. Y lanzó furibundo puntapié, obteniendo en pago un sonido metálico, más un leve zumbido de reconvención.

El incidente no dejó de alarmarlo. ¿Sería posible que le estuviese a­quejando el ominoso Síndrome de Soledad III, sobre el cual leyera en la hoja Infogar? Por lo general usaba el periódico de marras como envoltura de desperdicios; pero algunas veces, en la cúspide del aburrimiento (dado que el Holovisor seguía estropeado y sin posibilidad de refacción), la única alternativa era la hojita de información, incluida sin cargo en su pensión del gobierno.

Le había llamado la atención la gacetilla relativa a la soledad en la Edad Crítica, porque supuso que debía referirse a individuos de su clase; esto es, enfermizos, depauperados, cuasi centenarios y sin alma viviente a quien le importase un ardite su existencia. Sin embargo, no fue a­quel texto de divulgación lo que habría de colocarlo en el brete donde finalmente se encontró, sino un pequeño anuncio a dos columnas por seis centímetros, recuadrado en rojo. Rezaba así:

SOLUCIÓN PARA SOLITARIOS

         ¿Sin compañía? ¿Su presupuesto no le permite

                                       afiliarse a Clubes de Amigos?

                                 ¡Tenemos la solución a su problema.

C. P. 997/ABC – Absoluta Reserva

Le había estado dando vueltas a la idea por algún tiempo, sin resolver­se en definitiva. Pero una tarde en que el caduco revestimiento plástico de su habitación mostraba unas grietas más deprimentes que nunca, Umberto ahogó el postrer bostezo del día y llenó uno de sus últimos cupones personales con nombre, código y dirección. Puso una “X” grande en el renglón de “Estoy interesado”; tras observar su obra con alguna satisfacción introdujo el pa­pel por la ranura postal. No le dolió en exceso el trozo de cupón que debió sacrificar para costear el envío.

Cuarenta minutos más tarde, el titilar de la diminuta bombilla roja le avisó que llegaba la respuesta. Una blanca lengua oblonga emergió de la a­bertura.

No había más que una dirección en le tarjeta, aparte de un “¡Bienvenido!”” escrito en menudos caracteres fluorescentes. Umberto se sintió intrigado.

—¿Y si se trata de otro de esos “Erosex”? ¡Hasta los setenta y ocho me habría servido, pero a estas alturas…!

Sin embargo, nada indicaba algo por el estilo. ¿Por qué no sacarse la duda de una buena vez? Quedaba algo alejado de su barrio; pero su bono de transporte todavía era válido para seis viajes más durante el mes… Fue.

El local le gustó. No tenía aspecto de Erototel ni de Discosex; tampoco parecía una de esas clínicas naturistas tan en boga. El plástico de las paredes lucía alegres tonalidades, que se alternaban cada cuatro o cinco minutos, y la iluminación era discreta. Había hologramas móviles aquí y allá… Umberto contempló interesado las imágenes nostálgicas que represen­taban cosas de otrora, como bosques y pájaros, que é1 apenas conocía de oídas.

—¡Eh! ¡Eso es un perro! —exclamó de pronto, con risita complacida—. Igual a la holofoto que tenía el abuelo, blanco y negro… ¡Qué bicho simpático!

Repentinamente sonó la voz del recepcionista cibernético:

—Sírvase pasar por la puerta de la izquierda. Le atenderemos al instan­te. Su preferencia nos honra.

Al obedecer, Umberto se halló en un agradable gabinete, todo cubierto de moquetas en tonos púrpura, inclusive los muros. El techo emanaba un sedante resplandor azulado, suavizando los contornos y difuminando las sombras. Los cansados ojos de Umberto distinguieron a un funcionario, sentado tras un escritorio de acrílico negro.

—Adelante, señor Umberto D-2 —dijo el individuo, con gentil ademán de bienvenida—. Por favor, acomódese.

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Era un hombrecito de baja estatura, tocado por uno de esos gorritos cilíndricos, bicolores, que acababan de pasar de moda. Su traje consistía en una sola pieza, color naranja con ribetes negros. Muy burocrático.

—Me llamo Salvatore T-6 —se presentó—. Es un privilegio poder ayudarlo con su… este, problema de soledad—. Viendo que Umberto iniciaba un gesto de protesta, levantó la mano, con afable sonrisa, y añadió—: ¡Créame que sé cómo se siente, amigo mío! Pero no se preocupe: aquí tenemos lo que usted necesita.

Umberto enrojeció y se agitó en su asiento neumático.

—Supongo que no será… —empezó.

—¡Oh, no, no, no! Somos una empresa seria. No trabajamos con sucedáneos, señor D-2, sino con soluciones auténticas… Nada de compañía ocasional, ¿me comprende usted?, sino la mayor fidelidad y constancia que pueda imaginar. ¡Satisfacción garantida!

—¿Mascotas? ¡Pero tenía entendido que…!

—¡Por desgracia, amigo D-2 —suspiró Salvatore—, los animalitos no han sobrevivido a los vientos del cambio! Ni a la polución atmosférica progresiva, que acabó inclusive con muchos de sus dueños, antes de que comenzaran a usarse los filtros nasales implantados… No, lo nuestro no es nada tan efímero. Le brindamos compañía permanente…, al menos tan permanente como usted lo desee. Un instante: voy a presentarle a su Sosol.

Presionó un botón por debajo de su escritorio. Diez segundos más tarde, Umberto pudo verlo.

Se movía sobre pequeñas ruedas silenciosas; era articulado, pulido, y poseía cuatro brazos. Una esfera facetada, arriba, giraba pausadamente so­bre el erguido cuello. De su centro brotó una voz de precisa modulación:

—Honrado de conocerlo, señor D-2. Soy su Sosol personal, y me gustaría mucho residir en su casa para acompañarlo y servirlo. ¿Quiere llevarme, por favor?

Umberto estaba atónito.

—¡Un robot! —balbució—. Pero creí…

—Sí, señor —asintió Salvatore—. Por cierto que habían dejado de fabricarse después del Armisticio del 86, por Decreto del Consejo Mundial… Pero esa decisión fue derogada el año pasado.

—¿De veras?… —musitó Umberto, solo por decir algo.

—Se autorizó la producción de cibombres con fines estrictamente civiles e industriales… —Sonrió, con un guiño amigable—. ¡Le aseguro que estamos dentro de la ley, amigo mío! Y ese es su beneficio, créame —agregó.

—Pero… ¡Una máquina como esa!No sé si…

—Le diré lo que vamos a hacer, señor D-2. Usted se lleva a su Sosol (ya está programado para usted, ¿o acaso no ha oído cómo lo llamó por su código patronímico?); lo toma en carácter de prueba, por tres meses. Solo una mínima cantidad, deducible de su pensión, validaría el contrato… Si al término del plazo estipulado no está satisfecho, deshacemos el negocio usted sin que usted deba abonar un centavo más… ¡Creo que son condiciones muy ventajosas para usted! ¿No le parece?

El tal Salvatore siguió hablando por algunos minutos más. Servía para lo suyo, sin duda: al cabo del proceso, Umberto se halló fuera del establecimiento, dueño de una unidad Sosol por el período de prueba de tres meses, y habiendo firmado un contrato cuya letra menuda se escurrió bajo sus gastadas retinas.

Así había comenzado. Y si bien al principio funcionó de maravillas —Umberto se sintió incluso relevado de los molestos menesteres domésticos a que le condenaba su soledad—, más adelante la relación con el Sosol comenzó a deteriorarse.

Primero fue aquella silenciosa obsequiosidad, que por repetida llegó a hacérsele empalagosa a Umberto. ¡Y esas apariciones súbitas, que le ponían los nervios de punta!

—¡Avisa antes de entrar, sobre todo de noche! —graznó, irritado—. Toca un timbre, zumba, ¡cualquier cosa! ¡Pero no irrumpas como un montón de hu­mo inodoro! ¿Entendiste, pedazo de…?

Desde entonces el Sosol se hizo preceder de un penetrante timbrazo, tomando invariablemente desprevenido al viejo. Umberto decidió que era preferible cancelar la orden hasta tanto se le ocurriese algo menos drástico.

Luego estaba la conversación del Sosol. Lo sabía todo de todo; inclusive de los “buenos viejos tiempos”, con lo que frustraba la afición de Umberto a discursear sobre sus años mozos. No demoró mucho en incubarse un sordo sentimiento de encono en Umberto, focalizado sobre el suave matiz de la voz del Sosol, jamás alterado por la más leve traza de emoción. Él nunca contradecía, por intragable que fuese el disparate que se le dijese.

Acababa por hartarse uno con eso de tener eternamente la razón… Tampoco era nada divertido verse obligado a rogarle al Sosol que lo derrotase de vez en cuando en alguno de los múltiples videojuegos que contenía su programa.

Umberto hubiese deshecho el convenio. Solo habría bastado una llamada; pero el videófono no funcionaba, por estar impago su mantenimiento desde hacía un semestre. Dejó las cosas como estaban. Quizás, se dijo, cuando ambos se conocieran mejor…

Fue poco después del famoso puntapié que Umberto se permitió una parranda. Se las arregló para obtener un adelanto de su pensión, mediante la impúdica falsificación de varios datos, y se compró una caja de Martinis en barra, para chupar.

Era un 24 de diciembre, estaba solo y se emborrachó como una cuba.

—Antes festejábamos en familia la Nochebuena, ¿sabías? —dijo melancóli­camente.

—Víspera de Navidad o Pascua del Señor —repuso el Sosol—, celebración relacionada con rituales misticorreligiosos un tanto arcaicos. La simbología contenida en la comilona nocturna asociada al recuerdo del padecimiento de la figura central de la trilogía divina, indica con claridad…

—¡Basta! ¡Enfermarías a un Geosenador! Limítate a escuchar y no escupas una sola palabra más por esa boca de micrófono, ¿me oíste?

Pero al momento halló que el silencio del Sosol lo exasperaba todavía más; de modo que le lanzó una orden de retirada que sonó como un tiro.

Solo para romper en llanto a los dos minutos, quejándose a gritos:

—¡Soy un pobre viejo abandonado, que no tiene con quien pasar la Nochebuena! ¡Sosol! ¡Sosol! ¡Ven enseguida!

El efecto del Sintetílico obraba por acumulación.           Todos aquellos años perdidos, reme­mo­­ró, las oportunidades que ya no se le presentarían… Intentó explicárselo al Sosol, pero se halló contemplando una esfera inexpresiva y oyendo una voz sin vibración humana, más fría que caliza de Umbriel.

A las dos y cuarto de la madrugada llegó a la conclusión de que había un solo remedio.

—No eres… una persona —barbotó, con los enrojecidos ojillos fijos en el Sosol—. Tienes que desaparecer…, ¡finis!

Era más fácil disponerlo que llevarlo a cabo. El Sosol era punto menos que indestruc­tible; pero Umberto, bajo la influencia del Sintetílico, resultaba más pertinaz que de costumbre.

Al fin lo consiguió. Conectó una terminal de la unidad de limpieza en falso circuito con la salida del termorregulador, y obligó al Sosol a colocarse en medio.

Resultó espectacular, con chisporroteos, chasquidos y ahogadas explosiones, más el agónico gemido del complejo neurocibernético del Sosol al extinguirse.

—¡Viva! ¡Hurra! —aplaudió el viejo, entre hipidos—. ¡Me encantan los juegos pi… pirotécnicos! ¡Uuu-laláaa! ¡Vivaaa!

Sin embargo, el epílogo lo impresionó. Ennegrecido y fláccido, el Sosol se desplomó al ceder sus articulaciones; la oscura esfera golpeó el piso con ominoso sonido. Casi sobrio a la sazón, Umberto sintió que las entrañas se le contraían. ¡Cielos! ¡Era prácticamente un asesinato!

—¡Oh, Dios! ¿C-cómo pude…? —y sepultó la cara entre las manos.

Pero ya no había forma de remediarlo… Tampoco podría mantenerlo oculto, según comprobó enseguida. Aparentemente el Sosol había sido provisto de un emisor automático, conectado con la casa central. Cincuenta segundos después de su destrucción, se encendió la bombilla postal.

Umberto temía leer el texto de la tarjeta recién expelida. Pero comprendió que no podría evadirlo.

—“Agradeceremos su visita a esta” —leyó, con voz trémula— “en el día de mañana a las 1000 horas. Tema: cumplimiento de las cláusulas de seguridad de su contrato. De no acudir, será transferido el caso a las autoridades competentes. -SOSOL, S. A.”

¡Trabajaban incluso en Navidad!… Umberto parpadeó. Se había malquistado con una Empresa de las mayores. ¡Vaya a saber en qué terminaría esto!…

No podía oponerse, razonó, en sus circunstancias. ¿Qué recurso le que­daba? ¡Más valdría acabar de una buena vez! Aunque no iba a negar que estaba aterrado. ¡Las cláusulas de seguridad del contrato!… Sabía que existían, desde luego, pero no tenía la menor idea de su texto. Los tipos más pequeños que el cuerpo 10 le estaban vedados, ya que no había podido costearse el último ajuste ocular indicado en su ficha de salud.

A la hora en punto estaba sentado frente a Salvatore.

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Tenía la boca reseca y un nudo en el estómago, pero se mantenía rígido en su silla. Le tranquilizó un poco el que Salvatore no diera muestras de enfado.

—De manera, amigo mío —dijo el funcionario, con la urbanidad de siem­pre—, que decidió acogerse a los artículos 20 y 21… ¡Bien! ¡Una deci­sión muy acertada, si me permite indicárselo!

Umberto pestañeó. Los cojines del asiento parecían ceñirse en torno a sus huesudas caderas, como apresándolo.

—¿Los… artículos veinte y…? —insinuó.

—¡Su Cesión Personal! Muy atinado, amigo mío, habida cuenta de su… situación. Permítame buscar los formularios… —Extrajo una delgada carpeta de un cajón; la abrió y extendió ante Umberto un documento rematado por una línea de puntos—. Ahora, si tiene la bondad…

Umberto estaba aturdido. La comisura izquierda de su boca cedió a un tic espasmódico. Su mano, salpicada de puntos marrones, tembló al tomar la ho­ja de papel.

—¿No están… enojados conmigo? —balbució—. No fue mi intención…

Salvatore esbozó una sonrisa.

—En “Sosol” nos preciamos de ser comprensivos… Por cierto —añadió—, el hecho de suscribir el presente documento lo exime a usted de la… ¡jum!, considerable compensación económica que nos habría adeudado en otras circunstancias…

El desventurado Umberto, vadeando entre lúgubres premoniciones de una atroz indigen­cia senil, ni siquiera oyó el resto. Casi sin darse cuenta, aferró el termoscript que le habían puesto entre los dedos y lo sostuvo sobre el papel. Un rasgo imposible de duplicarse por cualquier otra mano, ya que lo determinaron diversas constantes propias de Umberto, como temperatura promedio de la piel, presión sanguínea e impulsos nerviosos, se estampó indeleblemente sobre la línea punteada. El anciano experimentó una sensa­ción similar a la que le habría causado una enorme puerta cerrándose a sus espaldas…, pero todo parecía preferible a la sanción económica, o al menos así lo supuso el propio interesado.

—¿Parientes cercanos? —inquirió la voz de Salvatore—. ¿Empleo vigente?

—¿Eh? N-no. Nada de eso… Yo…

—¡Perfecto! —Salvatore oprimió uno de sus botones ocultos, y un hueco se abrió en la pared del fondo—. Puede pasar al sector de fusión… De hecho —agregó, como al acaso—, ya le están esperando.

Posiblemente, se dijo Umberto, en tanto se ponía de pie sobre rodillas vacilantes, el efecto de los Martinis persistía aún. Todo parecía bastante claro para la otra parte, pero é1 se sentía igual de mareado que el día en que se bajó de la calesita nulgrav, años atrás… Sus pasos lo llevaron hacia la abertura.

El resplandor lo deslumbró; luego se le acostumbró la vista. Había un gran despliegue de acrílico blanco, mucho cromado también, extraños aparatos… Y dos ojazos de cielo en un bonito rostro auroleado de cabellos verdemar.

—Por aquí, señor. —La voz de la chica, enfundada en un enterizo platea­do, era tan cautivante como la rosada boquita de la que brotara—. Tome a­siento allí… Sólo es cosa de minutos.

Su toque era tan suave, al conducirlo… Dócil, dejó que ella le ajus­tara un casco y sendas abrazaderas en      muñecas ytobillos.

—Ahora, tranquilo, señor. ¡Relájese! No hay de qué preocuparse, ¿sabe?

Salvatore sonreía cuando vio en su pantalla la delgada silueta del viejo que se marchaba a casa. Las cámaras persec le permitieron seguirlo en un trecho de su camino a través de la avenida. Luego dobló una esquina y salió del campo de visión. Con leve soplido, Salvatore extinguió la imagen.

—Todos seremos más felices de aquí en más —musitó.

Umberto seguiría su monótona existencia, y era improbable que nadie, entre la multitud urbana, advirtiese diferencia alguna, a no ser que observase con excesivo detenimiento. La pérdida de seis octavos de las neuronas de un solitario no significa gran cosa para el resto del mundo. Con la venta­ja, además, de que un solitario con seis octavos menos de neuronas deja de padecer por sus carencias, que ya no le preocuparán.

Entre tanto, aquel ingrediente inapreciable complementaría con insusti­tuible eficacia el software de una nueva unidad Sosol…, el más perfecto compañero para un solitario. Porque los Sosoles, gracias a su complejo neurocibernético, casi poseían sentimientos, y desde luego conservaban la con­ciencia del donante de neuronas. Integrada a una unidad concebida para acom­pañar, esa conciencia jamás volvería a sentirse solitaria.

—¿No es la perfecta solución? —murmuró Salvatore, sonriente.

FOTO: Imagen de Steve Bidmead en Pixabay

C.M. Federici

Montevideo, Uruguay, 1941.
Escritor profesional desde 1961. Publicaciones en revis­tas nacio­nales, americanas y europeas, desde la legendaria “Nueva Dimensión” hasta las más recientes “Próxima” y “Planetas Prohibidos”. Traducido a varias len­guas. Participé en antolo­gías internaciona­les, entre ellas “Lo Mejor de la Cien­cia Ficción Latinoamericana”, “The Penguin World Omnibus of Science Fic­tion”, “Tales from the Planet Earth” y “El Futuro es Ahora”. Tengo 12 libros publicados. También incursioné en la Historieta, como dibu­jan­te y guionista. Se me otorgaron diversos premios en certámenes nacionales e internacionales.

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