Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: En la tierra del sol muerto

Publicamos el cuento "En la tierra del sol muerto".

José A García

Llevábamos meses en aquella granja; fuera donde fuera que se encontrara, porque no podría señalarla en mapa alguno. Se nos había enviado allí para controlar el cultivo de minerales y la extracción de alimentos para los sobrevivientes de la reciente deflagración cósmica. Aunque pensaba que era una mera formalidad el seguir hablando de ese evento como algo reciente cuando las estrellas llevaban milenios apagándose una detrás de otra, todos se referían a ello de esa manera. Por lo que, para no tener que discutir casi que a cada paso, también lo nombrada de ese modo: la reciente deflagración cósmica.

            Al igual que las estrellas, una a una las colonias desperdigadas por los satélites de los planetas exteriores comenzaron a quedarse sin recursos y a desaparecer dentro de la negrura, dentro del olvido. La certeza de la casi olvidada segunda ley de la termodinámica era innegable: la entropía no dejaba de crecer y expandirse. Quedaba poco por hacer en medio del m – irremediable ocaso eterno, en medio de la completa y total ataraxia, en aquella falta absoluta de impulso para continuar. Si todo acabaría perdiéndose, carecía por completo de sentido pensar en seguir esforzándose por sobrevivir.

            Sin embargo aún quedaban quienes se aferraban a la idea de la vida. Lo que nos devolvía a la situación en la que de momento me encontraba, lo quisiera o no. Formaba parte de uno de los tantos grupos de mantenimiento que cuidaban que las máquinas autónomas no dejaran de funcionar y cumplieran con sus tareas. También preparábamos los embarques requeridos para ser enviados donde se nos indicaba y atendíamos al agotamiento del suelo en aquel sector, bajo los rayos de los soles artificiales que reemplazaban al verdadero sol y que alguien instalara allí antes de nuestra llegada.

            Pero a pesar de todo cuanto podíamos hacer, de seguir todas las indicaciones, el suelo se agotaba, las máquinas se estropeaban, los sueños de rompían y no podíamos regresar. 

Y no solamente porque no hubiera dónde.

            La oscuridad de hoy se mezclaba con la oscuridad de ayer formando una perfecta continuidad con la oscuridad de mañana. Nada en aquellla tierra del sol muerto marcaba alguna diferencia.

Una lámpara, aunque arda eternamente en la altura, nunca reemplazará al sol, al verdadero, ese del que hablan las leyendas. El que alguna vez iluminó la Tierra toda y no sólo un retazo de ella como un leve resplandor. Cualquiera de nosotros lo sabía, aunque nunca lo dijéramos en voz alta.

            —¡Despierta! —grita junto a mi oído otro de los condenados de aquella granja chasqueando los dedos frente a mis ojos.

            Lo miro sabiendo que expresión alguna se refleja en mi rostro. No me queda odio, no me queda desesperación, no me queda nada por sentir.

            —La excavadora norte volvió a estropearse —dice extendiéndome una llave de tuercas pesada, oxidada, manchada de grasa y estropeada casi por completo—. Es tu turno de revisarla.

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            Sigo mirándolo sin responderle, sin pensar en gastar saliva ni palabras en él.

            —Lo dice el superintendente. Si fuera por mí la dejaría así cómo está, ese cascajo apenas funciona. Pero… órdenes —explica dice encogiéndose de hombros.

            Tomo la llave de tuercas y, para cumplir con el protocolo, le sumo un casco de seguridad antes de salir del pañol. No tengo interés en que se note que no quiero hacer lo que se me indica, lo cual es claro, pero el disimulo es la clave para sobrevivir, y no sólo en la granja.

            Camino en la semipenumbra en dirección a la excavadora norte siguiendo la senda que apenas se adivina bajo el lejano resplandor de las lámparas. Estamos en plena la fase diurna, al menos es lo que se supone, no es necesario todavía encender la luz del casco. Por otro lado, la distancia no es tanta y no hay posibilidad de perderse. Todas las cosas quedan relativamente cerca en la granja; a no más de un cuarto de hora caminando a buen ritmo, media hora caminando con desgano. Y, siempre, dentro del resplandor de las lámparas. Siempre bajo ese manto de protección más supuesta de real que la luz siempre es para nosotros.

Nadie sabe lo que hay allí donde no llegan a iluminar las lámparas, nadie quiere saberlo. Nadie se atreve a alejarse siguiendo por el sendero más allá del límite del resplandor, donde las lámparas fundidas se pierden en la nada. Y eso mismo es lo que se intuye: la nada, el vacío y la oscuridad que lo cubrirá todo en algún momento. Intentamos no pensar en ello pero en algún momento del día todos lo hacemos.

            Estoy cansado de estar aquí. Estoy cansado de reparar la misma falla, en la misma máquina, con la misma llave de tuercas, una y otra vez. Estoy cansado de la oscuridad tan real y la luz tan irreal. Cansado de la humedad siempre presente y del hambre que nunca se deja de sentir a pesar de que pasamos la mayor parte del día rumiando nuestro alimento. Cansado del ardor en mis ojos y la constante picazón en la garganta. Negarlo cualquiera de estas cosas carece de sentido.

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            El agotamiento va más allá de mi resistencia. Sabía que este día acabaría llegando en el mismo momento en que llegó el anuncio de que sería enviado a la granja. Tenía la leve esperanza de que fuera evacuada antes de ser llamado al servicio pero, como siempre, la esperanza es el peor de los males. Esperar demasiado solo conduce a una única decisión, a una única y última posibilidad. Y como no tenía la posibilidad de negarme al servicio, porque no cumplía con los requisitos de las pocas excusas válidas para ello, mi única opción era aceptar el traslado y esperar el tiempo que fuera necesario.

            Al llegar junto a la excavadora encuentro la pila de alimentos en el suelo; levanto solo los que se encuentran más arriba, el resto quedará, ya inservible, en el barro. El chirrido de metal contra metal me indica cuál es la falla y lo que debo hacer. Al igual que las veces anteriores son suficientes dos, tres golpes, para que la máquina retome su normal funcionamiento. Algo se atasca en su interior pero nadie conoce el funcionamiento exacto de estas cosas, por lo que evitamos desmontarlas para no tener que reconocer después que no podemos volver a ensamblarlas. A los golpes todo se soluciona y nadie tiene que hacerse responsable.

            En aquel rincón de la granja la oscuridad luce más cercana, más profunda, más real, incluso más que uno mismo. Lo había notado en cada una de las veces anteriores que me tocó reparar esa misma máquina, pero hasta ahora no le había dado importancia.

            Miro en su interior, el de la oscuridad, y siento que ella también lo hace. Siento que la oscuridad mira en mi interior y que, tal vez, de alguna manera, me reconoce. De la misma manera en que yo lo hago.

            Dejo la llave de tuercas sobre la máquina, junto al incómodo casco que me quité al llegar. Sé que no se perderá ya que alguien la encontrará cuando sea momento de recoger los alimentos, cuando la máquina vuelva a atascarse, o cuando noten mi ausencia. Lo que ocurra primero. Aunque dudo que alguien note que ya no estoy allí; en todo el tiempo en la granja evité conocer los nombres de los demás y que ellos supieran el mío y creo haberlo logrado bastante bien.

            El frío lame mis dedos y es la primera cosa real, además de la noche, la oscuridad y la soledad, que reconozco en aquel sitio. Sé que si me detengo a pensarlo demasiado no tomaré ninguna decisión.

Cierro los ojos y doy el primer paso fuera del resplandor de las últimas lámparas.

            Y ya no me detengo.

Sigo caminando y descubro que allí, en medio de la nada, la oscuridad y el vacío, el viento es indiferente a cuanto mueve con su paso. Comprendo, entonces, que debí haber hecho lo mismo, hace tanto tiempo, con tus palabras. Pero, de haber sido así no estaría aquí.

            Y ahora, que por fin y definitivamente no me queda nada, puedo caminar libremente.

NOTA

Este cuento se publicó en la antología peruana “Y se hizo el caos: Antología del cuento hispanoamericano sobre mundos distópicos”, en enero de 2021.

FOTO: Imagen de ChadoNihi en Pixabay

José A García

Argentina, 1983. Escritor, guionista de historietas, blogger y profesor de historia. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014) y diversas colaboraciones en publicaciones literarias, tanto dentro del género de la ciencia ficción como por fuera del mismo, de Argentina y España en formato digital y en formato papel. Actualmente se encuentra preparando una nueva compilación de relatos de ciencia ficción pronta a editarse, en algún momento, en el futuro, quizá muy lejano.

Página web personal: www.proyectoazúcar.com.ar


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