Jorge Ibarra Ricalde
Sin exagerar. Ninguno se lo pudo haber imaginado. Es decir; hubo señales. Suficientemente obvias para algunos. Mas para la mayoría solo fueron asteriscos en la vida diaria. Quizá alguien lo escribió como un breve comentario en la red social menos usada de uno de los usuarios menos leídos de un lugar con apenas cobertura satelital, pero en cualquier caso, solo fue una nota fugaz: en algún lugar olvidado por Dios, un pueblo indigno de la atención mundial, registró un par de muertos por una enfermedad. Sin fotos, sin cifras oficiales, sin diferencia entre esa nota y un rumor escrito en la pared de un baño, solo era una enfermedad, como todas, pues ¿acaso no son todas iguales?
Es poco probable que se haya seguido la noticia. Así que nadie sospechó cuando otros enfermos aparecieron en otra aldea cercana. Una más y otra. No se puede culpar al mundo, pues no era gente la que moría, sino números, pequeños, poco relevantes en una gráfica que nadie se molestaba en revisar hasta que hubiera alguna cumbre por la salud de la sociedades. Así fue, al menos hasta que algún fotógrafo a sueldo –tan curioso como ambicioso– escuchó que los pescadores de la localidad se negaban a ir a ciertas aldeas porque la muerte negra las rondaba. Él tampoco vio a sus congéneres muriendo, solo una nota.
La infalible ambición humana: cuando todo falla, siempre se puede confiar en ella. Así que el fotógrafo de una revista que es más importante por su compra que por su contenido, decidió irse a “investigar”, llegando hasta el puerto donde los pobladores envolvían en lienzos a sus muertos para despedirlos en el río. Pensó en la gran foto que sería. Pensó que la toma a nivel del agua sería perfecta. Pensó que la herida en la pierna con un guijarro era irrelevante. Pensó mal.
El fotógrafo no llegó muy lejos. La diarrea le impidió desplazarse rápidamente mientras que el sangrado lo mató sin pena y ciertamente sin gloria. Ahí pudo haber terminado, pero la “novia” celosa que conoció en Praga y que sospechaba de tórridos idilios entre viajes, comenzó a preguntar a la redacción de la revista por el fotógrafo, por lo que ante la insistencia, ellos a su vez usaron el teléfono satelital solo para escuchar de algún acomedido reportar el deceso.
Comenzó un trámite burocrático complicado, pero razonablemente sencillo para una revista que tendría al menos una columna sobre el fotógrafo caído en acción. Se buscó repatriar los restos y las autoridades locales estuvieron deseosas de ayudar. No hubo dolo al respecto, no podían saber que con aquel fiambre enviaban una sorpresa, y quienes lo recibieron, siendo compañeros de oficio recibieron una historia. La heroica vida de un colega que pereció en el cumplimiento de su labor. La crónica se armó con testimonios, fotos, anotaciones y el parte médico. Y a diferencia de los primeros muertos, esta historia le dio la vuelta al mundo, captando con aquel “entre espasmos y sangrados negros afluentes” la atención de un desesperado médico que deseoso de explorar terreno virgen puso atención a los detalles.
No pudo contactar al médico legista que practicó la autopsia antes de que lo regresaran a Ámsterdam. Así que se acercó a las autoridades locales para preguntar sobre la segunda autopsia que se debió practicar al llegar, sin embargo, confundida como una sepa poco conocida de malaria, se le dejó pasar gracias a la insistencia de la revista, que aprovechaba para variar, ser noticia y no medio. El cuerpo era la clave. Así que el doctor convenció al decano del hospital-escuela que presidía para financiarle el viaje y las investigaciones. La sorpresa fue que el cuerpo había sido incinerado y con él toda posibilidad de reconstruir lo que podría ser una buena justificación de su puesto, por lo que invirtiendo su aguinaldo, viajó a aquellas tierras remotas para encontrar el sueño de su vida: una enfermedad infecciosa de rápido contagio con altísima tasa de mortalidad. El temor de los epidemiólogos, el premio nobel de un doctor ambicioso.
El sueño duró poco, pues buscando entre muertos al huésped incomodo, no notó lo que sucedía en el mundo de los vivos. Pueblos enteros migraron evitando la terrible “sangre negra”, pero ya que el dialecto y la geopolítica del lugar escondían a un montón de guerrilleros sedientos de sangre con nombres faramalleros, aquel simplemente se dedicó a enviar sus resultados para que se publicaran en lo que la diarrea le dejaba hacer el viaje de regreso a casa. El artículo fue interesante, pero lamentablemente los ojos de la comunidad médica estaban más preocupados por el brote de una diarrea sangrienta en Ámsterdam, así que realmente nadie le prestó la atención que hubiera merecido, menos aún al hecho de que fue publicado póstumamente.
La atención de los medios fue crucial. Aunque solo hubo un par de muertos, estos eran ciudadanos del primer mundo, por lo que el mundo tomó enserio a la enfermedad llevando las medidas necesarias del control sanitario; y se dice que incluso hubo gobiernos que astutamente usaron aquella crisis aislada para hacer control creativo de su prensa. Lo malo es que también hubo otros que creyeron que evitando que la noticia saliera a la luz, evitarían que el contagio se saliera de control. No fue así.
Ahí donde comenzó todo, los gobiernos estaban fracturados y las comunicaciones eran un chiste a la merced de mejores espacios publicitarios. Así que cuando la gente que se movía evitando a la enfermedad dejó de llegar, se asumió que todo estaba bien. Nada más lejos de la realidad. Poblaciones enteras habían sido eliminadas por completo, y aunque los pobladores que huían de sus tierras carecían del know how para moverse en los pocos lugares que aún podrían llamarse ciudades, eran más que expertos para recorrer grandes extensiones de tierra, esparciendo al huésped cuya sombra asustaba tanto a quienes le conocían que les daba tiempo de seguir adelante antes de matarles.
Justo ahí entre los que nada tienen, siempre hay alguien que tiene todo lo que los demás no. Así que un actor acostumbrado al trabajo de beneficencia, al enterarse de que esta vez no se tratabade repartir balones entre niños con hambre sino lidiar con personas que cagaban y vomitaban porquerías abominables, este regresó a su patria, con fotos y buenas intenciones.Inmediatamente se hizo un fondo monetario de ayuda humanitaria. Hubo conciertos, parafernalia y una legión de artistas grabando pautas comerciales que abrieron el corazón y las carteras de sus mecenas. Pero aunque todos hablaban de la enfermedad. Aunque cada diario o programa televisivo le daba su atención, la humanidad ya había perdido un continente.
La tragedia moderna como fue llamada, comenzó no con un continente enfermo, sino con un continente tratando de salir de él. Las fronteras que eran una transición entre el primer y el tercer mundo trataron defenderse con leyes y con armas. Así que el mundo entero se les fue encima cuando se publicaron fotos de los soldados disparando a los enfermos, hasta que los enfermos ya no querían cruzar fronteras políticas sino geográficas, ahí nadie -salvo los más hipócritas- se quejó de las medidas que se tomaron.
Luego un actor con consciencia murió y el mundo enteró enloqueció cuando varios de sus compañeros mostraron los perversos síntomas. Porque ahí, pese que los cercos sanitarios se creyeron inexpugnables, los más famosos son amigos de los ricos y los ricos, amigos de los poderosos. Así que por amistad, compañerismo y familia, hubo excepciones. Excepciones que llegaron a los aeropuertos.Terrible combinación porque aunque “la enfermedad negra” tardaba en mostrar síntomas, en todo momento, sin ninguna consideración, se mantenía capaz esparcirse.
Las gráficas se volvieron escandalosas: los muertos se contaban por miles, y eso solo porque los del primer continente se consideraban estimados aparte. Grupos religiosos llamaron a la unidad, gobiernos tomaron “medidas necesarias” y la gente estuvo alerta. Pero ya no podía frenarse. “La negra e inevitable muerte” se volvió famosa. Con un nombre tan pegajoso y la eficiencia que la humanidad no mostró, avanzó solo más rápido que las noticias de su llegada.
La enorme e invisible telaraña que eran las comunicaciones globales se iluminaron como el árbol de navidad que ya no verían. Una adecuada metáfora, pues era en la comunicación constante entre diferentes escuelas médicas, hospitales, agencias gubernamentales y unidades especializadas de control epidemiológico, que se esperaba se pudiera producir la cura a aquella enfermedad, pues de menos, gracias a microscopios y a otros aparatos menos conocidos pero mucho más eficaces lograron ver la cara de su enemigo.
Las micrografías demostraron que se trataba de virus ARN aparentemente de la misma familia que la gripe. Sin embargo, tenía dos trucos que la hacían particularmente peligrosa: primero,no mostraba ningún síntoma durante la etapa inicial, pero durante ese tiempo, todas las secreciones corporales eran capaces de transmitir el virus, momento en el que el huésped comenzaba a disminuir el HDL, o mejor conocido como colesterol bueno, quien pese su malentendida fama producto de la industria médica relacionando al huevo con los infartos, era el responsable de defender al hombre de todas las otras enfermedades sencillas que siempre lo rondaron, una de ellas, la gripe, que con estornudos convertía a cada pulmón en un aerosol de pequeñas esferas que transmitían al mortal primo. Luego, unos 15 días después venía la diarrea, 12 horas después las hemorragias internas manifestadas en constantes arcadas con sangre. Atendido con coagulantes, el paciente podía durar 12 horas más, con suficiente dinero y un protocolo de internamiento, se podía llegar al mes, pero nadie cruzó aquel umbral, porque la mortalidad era del 100%.
Así que siendo un virus nuevo sin población inmune a él, capaz de matar con brutal eficiencia y con una forma eficaz de desplazarse, la Organización de la Salud Mundial, la declaró una pandemia, dando fondos, cerrando aeropuertos e imponiendo cuarentenas a la buena o a la mala. Pero aunque era parte de los protocolos, nadie contó con el fómite, es decir, los objetos inertes que podían mantener al virus y esparcirlo resistiendo temperaturas bajas en donde esta enfermedad producía priones, que en vez de tener material genético, solo tenía aminoácidos por lo que podía formar películas resistentes al detergente. Entonces, la logística internacional de los envíos y la eliminación de las barreras gracias a la maquina aceitada y perfecta que eran las soluciones internacionales de envío mundial, corrió el nudo. Porque aterrados y aislados, a ellos les gustaba consumir.
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La densidad poblacional se invirtió; dónde más gente hubo, más rápido murieron todos. Desesperados combatieron con todo lo que se les ocurrió. Mejores detergentes, mejores antivirus. Rayos capaces de matarles las células tanto como a la muerte negra. Pero al final, cercados, los más listos, los mejores, entre los millones muertos, alguien finalmente pensó, “esto no puede ser solo un accidente” así que reunieron lo que les quedaba e idearon un plan. Una máquina sencilla pero de ninguna forma simple, pues con chips moleculares insertados en los aminoácidos, los representantes de la humanidad establecieron comunicación con el virus, y considerando el esfuerzo, estuvimos dispuestos a negociar.
No fue sencillo. Querían nombres, agendas, explicaciones e intenciones, y la verdad no teníamos nada de eso. Éramos lo que éramos. Nos esparcíamos porque teníamos como y al hacerlo destruíamos lo que tocábamos. Los vimos llegar ¿sabes? Aparecer. Evolucionar, como prefieras llamarlo, el punto es que la primera vez que vimos al hombre, supusimos que era algo que entendían. Existíamos para vivir sin importar nada ni nadie más.
Así que mientras aprendíamos las reglas de la comunicación, y nos forzábamos a entender sus razones, cambiando, hicimos un cese al avance que nos costó miles. Ninguno que importara para nosotros, pero de nosotros, y así, mientras nos contaban esta historia, prepararon un mejor antivirus a traición y lo usaron para matarnos. Pero nosotros no estamos vivos. No somos bacteria, protozoario, hongo, planta o animal. Somos cadenas de código programados por nadie para replicarse, y con el entendimiento que nos dieron, aprendimos a usar sus máquinas. Experimentamosmejorándonos. Nos completamos para ser más efectivos, pero sobretodo, como virus en la red, pudimos ver toda su historia y todas sus razones; cada logro, cada fallo. Palabras inmortales endiscursos inspirados. Vimos sus teorías, presenciamos su astucia, escuchamos sus ruegos y cuando finalmente los comprendimos como mucho más que un animal atrapado en el cuerpo de solo un animal sin la dignidad del ser parte del todo, precisamente por lo que fueron, eran y pretendían ser, los matamos a todos.
Cuando el último de los humanos murió entre estertores, sin más nos fuimos a dormir. Hubo entre nuestras nuevas voces quien dijo que debimos haberlos mantenido en granjas, a la mano, para podernos perpetuar. Para acumular. Pero al final somos asesinos. Solo que a diferencia de ellos, no pretendemos más; solo destruir, sin mentirnos diciendo que es por el futuro, llamándolo legado. Sin transformar recursos. Solo desechando.
Ambiciosos nos llamarían.
A mí en lo personal me gusta la palabra “humanidad”, porque siento que resume como llegamos a ser. Y por tanto, como dejamos de serlo.
FOTO: Mario Hagen en Pixabay
Jorge Ibarra Ricalde

Jorge Armando Ibarra Ricalde (1983), a.k.a. El Master, es un escritor mexicano, cronista, conferencista, diseñador de juegos, máster profesional e investigador de juegos de rol especializado en el diseño de procesos lúdicos para la transmisión cultural directa a través de la oralidad.
Su trabajo se divide en dos; el diseño lúdico e investigación, ambos orientados a explotar los sesgos narrativos para producir inmersión e intercambio de experiencias como un frente para defender el ocio opuesto al valor mercantilista del tiempo, y los relatos que resultan de estar experimentando con los argumentos en tiempo real. Publicado en español, inglés, eslovaco y esperanto con La verdad detrás del honor. Ha tenido el honor de tener espacio en diversas publicaciones.
Revisa en: https://www.facebook.com/jorgearmando.ibarraricalde/
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