Alejandra Inclán
Me dicen “Sembrador”, aunque soy ingeniero. Me llamo Reynaldo Condoy. Mi segundo nombre procede de una leyenda que mis abuelitos les contaron a mis padres y luego a mí. Yo he tenido el honor de poner el primer árbol en Marte. No es un árbol natural. Hacer eso sería un proceso lento para poder crear oxígeno en el planeta y no tenemos tiempo. Por eso creé lo que todos llaman de manera errónea: “árbol electrónico”. Y digo erróneo porque es un procesador, un convertidor y generador de O2. Necesitamos que Marte viva. La Tierra sigue muriendo y más vale crear las condiciones necesarias en un mundo que por sus siglos de muerte, se nos presenta como terreno virgen.
No fue fácil. Nadie quería financiar mi investigación. Quien menos pensé se acercó a mí. Un ambientalista al cual llamo “Loco”, porque no era ni aceptado entre los suyos, por siempre apostar por la amalgama tecnológica para crear el equilibrio en la naturaleza.
Así fue que el “Proyecto Tule” fue adquiriendo forma. Mis abuelitos fueron de un pueblo indígena de Oaxaca llamado Mixe. Bueno, mi abuelita perteneció antes al pueblo Zapoteca. De niño me contaban la historia de un rey que sembró un bastón del que surgió el majestuoso árbol del Tule. Esa leyenda poética me inspiró ya siendo adulto. Por mis raíces mexicanas no permití que se le bautizara como “Proyecto Baobabs”, como sugirió mi patrocinador. Esos árboles podían destruir un pequeño planeta como el asteroide de El Principito, y ese concepto inconsciente no quería nos llevara a algo diferente a mi objetivo: la creación de las condiciones perfectas para albergar vida en Marte. Sí, soy científico y un poco supersticioso ─no me gusta la palabra, porque es como desacreditar lo que aprendí de mis abuelos, sólo que no encuentro otra─. Sustituí la “magia” con la tecnología. Yo creo que Marte, así como la Tierra, tiene su propio espíritu, dormido, esperando despertar, y sé que mis árboles lo van a estimular.
Cuando invitamos a miembros del “Comité para la Colonización del Planeta Rojo”, los pusimos en una habitación hermética. Tuvimos que ser extremos. No nos creían, sólo aceptaron reunirse con nosotros porque el “Loco ambientalista” les hizo un fuerte donativo. Él, muy seguro, me dijo: «Ni creas que ese dinero se irá a la basura, así como se los doy lo invertirán en nosotros cuando vean el prototipo de tu creación».
Él los hizo esperar hasta la exasperación. Los encerró y creó un vacío en la habitación. Los dejó sin oxígeno. En el cuarto continuo los veíamos gracias a cámaras de vigilancia. El patrocinador les explicó la situación por medio de un micrófono conectado a un altavoz ubicado en donde estaban reunidos: «La única forma de que sobrevivan es creer. El macetón que está en la esquina tiene el prototipo del árbol electrónico en el que no quieren creer y que los salvará. Esto es muy sencillo, veo que ya se están ahogando, corran y opriman el botón rojo. Ese pequeño “arbolito” les dará el oxígeno necesario para vivir días en esa habitación».
Un gordo de lentes intentó llegar y se desmayó. Uno más corrió y se tropezó quedándose en el suelo. Fue un hombre joven y delgado que tratando de mostrarse sereno se puso en pie y logró tocar el botón rojo. El arbolito empezó a hacer el ruido como el de un ser vivo realizando una respiración y en menos de un minuto todos sintieron oxígeno en sus pulmones.
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Los que se desmayaron lograron despertar. Exigieron explicación a mi patrocinador y él con amabilidad les dijo que sólo así le creerían. Las negociaciones siguieron por medio de una proyección holográfica, donde el “Loco ambientalista” les aseguró que podían discutir por horas sin temor a ahogarse, pues mi dispositivo no dejaría de funcionar.
Creí que terminaríamos en prisión, y no. Nos llevaron a la ONU y luego a la Nasa. Triunfamos. Nos creyeron y nos darían todos los elementos para trabajar. El árbol electrónico sería uno más de los proyectos que se tenían para hacer habitable a Marte.
Y hoy estoy aquí, encendiendo a Tule. No sólo lleva el nombre de ese árbol legendario, copie todas sus dimensiones, sólo que no es tan bonito. Su diseño es igual al del primitivo prototipo que instalé en el macetón: cuatro pies en forma triangular, lo suficientemente largos para sostenerlo; ellos simulan las raíces externas, aunque también de ellos salen las internas, pues para el proceso es necesario contar con lecturas del suelo y extraer el agua necesaria para crear oxígeno, porque Marte tiene grandes cantidades de agua subterránea, fue esa noticia la que me dio la idea. El tronco es donde se colocan químicos, el laboratorio interno que va extrayendo el oxígeno del agua, ciclando el hidrógeno que será remitido por medio de una extensa tubería a laboratorios, donde le darán diversas utilidades. No estamos para desperdicios. Finaliza con las ramas, cuatro tubos con un diámetro de cincuenta centímetros, por los cuales se esparce el oxígeno.
A pesar del éxito falta mucho por hacer. Millones por invertir. Bosques electrónicos por crear. Cubrir los cuatro puntos cardinales del planeta con mis árboles. Seguir mi labor de “sembrador” hasta que podamos quitarnos los cascos y los trajes espaciales. Ser libres, correr por esta tierra roja sin temor a morir de asfixia.
Calculo cincuenta años o un poco más. La primera pieza está puesta. Mi patrocinador y yo estamos felices. Ya no somos ciudadanos terrestres, somos marcianos, bueno, yo lo soy, porque no abandonaré Marte, en mi contrato está el trabajar aquí con los otros equipos de colonización. El “Loco ambientalista” sí puede ir y venir, dice que tiene que seguir buscando nuevos talentos. «Tengo que irme y encontrar otros como tú, hay dos proyectos con grandes expectativas, se llaman “Diluvio universal” e “Insectos de Noe”. Necesitamos lluvias y también insectos que polinicen las plantas, verás que en medio siglo el planeta rojo contrastará con lo verde». Se dio la vuelta luego de decirme esto y buscó que lo acomodaran en el vuelo junto con el presidente del comité.
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Han pasado cinco años terrestres. Me es imposible medir el tiempo en años marcianos.
El país de Mitla se vistió de fiesta ─así bauticé a nuestra primera nación marciana─, pues el “Loco ambientalista” vino a ver la inauguración oficial de “El bosque de los Binigulaza”. Binigunaza es un vocablo Zapoteca, el cual mi abuelita me enseñó, y se refiere a “Los hombres que descienden de los árboles”. Su pueblo venía de ellos según la leyenda ─a mí abuelita no le gustaba esa palabra, porque le sonaba a invento o mentira, y para ella y su pueblo era una verdad ancestral─. Al usar esos nombres les rendía tributo a mis queridos abuelitos.
«¿Te quedarás por fin a vivir en Marte?», le pregunté al “Loco”. «Tienes la nacionalidad marciana, deberías ejercerla un par de años». No me contestó. El entusiasmo que le vi las dos últimas veces que viajó se había esfumado. Se mantuvo en silencio todo el rato. Miraba y su vista se perdía. Era como si estuviera arrepentido.
Una vez que se inauguraron los nueve mil 834 millones de km² de bosque y país, se activaron los árboles. Estos compartían espacios con plantas naturales, una al lado de cada árbol electrónico. Mi patrocinador lo exigió y me pareció una buena medida. En algún punto los árboles de verdad tenían que sustituir a mis creaciones.
El domo que nos protegió desde nuestra llegada, cuando sólo éramos cerca de trecientas personas trabajando, se fue extendiendo con los años. Cada que ponía un árbol nuevo, significaba poder extendernos más y más metros, hasta llegar a la magnitud a la que estábamos. Las dimensiones de los “árboles electrónicos” ya no se hicieron a tamaño del árbol de Tule. Con cuatro metros de altura y troncos con un diámetro de cincuenta centímetros era suficiente. Teníamos más árboles de los que necesitábamos para vivir dentro del domo, sin embargo, ese día el domo sería plegado poco a poco, para que el oxígeno fuera esparciéndose en todo el planeta y se construyeran otras ciudades y países para que más terrícolas se mudaran con nosotros. Confiábamos que el “Mar rojo” llevara más rápido el oxígeno a los confines de Marte, esto gracias a la brisa que provocaba. Un colega fue el encargado de crear ese mar artificial, el cual contenía los microorganismos necesarios para la aparición de la vida a futuro. Le apodaron “Moisés”, otros le decían “Poseidón”. Siempre había disputa por ello. Él sólo sonreía, pues era ateo, así como el “Loco ambientalista”.
Para el final del día el domo sólo era un techo, todos podíamos respirar sin problemas. Habíamos triunfado. Vivíamos. El oxígeno, al menos en el bosque y en Mitla, era una presencia constante. Si las predicciones no estaban mal tendríamos pronto nuestra primera lluvia natural, en lugar de aquella lluvia artificial de 40 horas que logró el proyecto “Diluvio Universal”, el cual trajo mi patrocinador.
«¿Qué tienes?», le pregunté por la noche luego de que pasó todo el tiempo esquivándome. «Me equivoqué», me contestó y se perdió sin darme oportunidad de volver a conversar. Al día siguiente lo encontramos muerto. Se suicidó. Jamás había pasado nada similar en Marte. Sí hubo decesos, mas nunca suicidios. No dejó ninguna nota que respondiera nuestras preguntas. La inscripción que talló con una navaja en una de las paredes de su cuarto sólo decía: «Soy la Tierra, decidí morir». No entendimos.
El patrocinador era muy querido, sin él muchos proyectos nunca hubieran llegado al comité. Todos los marcianos le debíamos algo. Se declararon tres días de luto nacional e inauguramos la capital del país con su nombre. Era una sorpresa que se le daría, lo cual no pudimos. Esa semana que debió ser sólo de fiesta, fue nuestra primera gran tristeza como sociedad marciana.
***
Cincuenta y dos años luego de “sembrar” el “Tule electrónico”, el planeta estaba oxigenado por completo, tal y como lo predije.
No nos hemos atrevido a desmontar el bosque electrónico. Si pasa lo que ha ocurrido en la Tierra siempre será bueno contar con un soporte.
Ya no soy un joven, tengo ochenta años, aun con ello me han permitido “sembrar” el último árbol electrónico. No es necesario, pero es algo simbólico por el cincuenta y dos aniversario del proyecto.
Lo hago de forma mecánica. Me es difícil, no por mi edad. La ciencia está tan avanzada que mi fuerza sigue siendo la misma que tuve a mis sesenta años. La nostalgia es lo que me gana. Por fin entendí al “Loco ambientalista”. «Soy la Tierra, decidí morir…», todos somos la Tierra, o fuimos… Hoy por la mañana en mi planeta de nacimiento se abordó la última nave con los que decidieron quedarse y luchar por mantenerlo con vida. Muchos de ellos compatriotas de los pueblos de mis abuelos.
Los ahora gobernantes de Marte no querían invertir en el rescate. Por un “favor” a mí es que procedieron a hacerlo. El asunto se politizó. Soy una figura de respeto entre los marcianos, el realizarlo fue para evitar revueltas.
Cuando me entregué de lleno a la tecnología dejé muchas de mis raíces. No basta con sembrar un árbol. Hay que regarlo. Y la sabiduría de los sobrevivientes de los pueblos de Oaxaca era para mí esa agua, porque de sus leyendas me nutrí. Soy el Rey Condoy de este planeta. El que sembró el Tule y creo Mitla. Pero al final de cuentas soy un rey fallido…
Me olvidé… nos olvidamos de un planeta por poner atención a otro.
Hoy pongo el último árbol electrónico en Marte, mientras que en la Tierra murió el último árbol natural. El que fuera mi planeta ya no es habitable. Ya no hay mares, ya no llueve, no hay insectos, y el árbol del Tule en Oaxaca, el original, hoy, dejó de proporcionar oxígeno.
Soy la Tierra, y decidí morir cuando aposté todo por revivir a un planeta muerto, dejando morir el mío en el proceso. Sí, cometí suicidio, casi todos lo cometimos.
FOTO: bess.hamiti@gmail.com en Pixabay
Alejandra Inclán
Nació en Veracruz, Veracruz, México, en 1977. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Veracruzana (UV) y Especialista en Promoción de la Lectura, también por la UV. Tiene diplomados en Literatura mexicana en lenguas indígenas, por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), y en Ciencia ficción latinoamericana, por la Cátedra Carlos Fuentes de la UNAM.
Ha incursionando en los microrrelatos en las antologías Microfantasías (2015), Microterrores II (2015), Microrrelatos Libripedia (2016), Pluma, tinta y papel VII (2018), de la editorial Diversidad Literaria, de España.
En 2016 publica su primera novela: No era quien me dijeron ser, con la editorial Bellaterra, de Barcelona, España. La pieza que me faltaba en el 2018 bajo el sello de Amazon. En agosto de 2019 publica Sentirte de a poco, el erotismo de las cosas, por Amazon, un libro de prosas poéticas, microcuentos, reflexiones y cuentos. En 2022 pública el libro de cuentos de ciencia ficción Un tiempo mejor, también por Amazon.
En el 2021 gana un lugar en la antología digital de microficciones LGBTTI+ Diversidad(es). Ha participado con cuentos en diversas revistas literarias digitales, como Anapoyesis y El Espejo Humeante.
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