RS Martínez
Las velas finalmente impregnaron la habitación con un suave aroma a lavanda. Judith White yacía tumbada de espaldas, disfrutando del primer momento de soledad en toda la noche. Permaneció con los ojos cerrados durante un minuto.
Aquel hotel había sido una buena idea, desde luego mucho mejor que el de la última vez; un horripilante motel a orillas del Camino Circundante al que ingresaron en un impulso erótico potenciado por las incontables copas de vino consumidas en la boda de su prima Ruth.
La velada que comenzó con una elegante ceremonia y una fastuosa recepción en uno de los jardines más exclusivos de toda Ciudad Equis -tratándose de la boda de Ruth no podía ser de otra manera- terminó en ese sitio decadente y que, sin embargo, cumplió el propósito de proporcionar unas horas de privacidad para que Judith White y Sebastián Arroyo, su acompañante, dieran rienda suelta a sus impulsos.
A la mañana siguiente, consciente de la precariedad del sitio y avergonzado por haberlo sugerido, Sebastián le prometió que, si le daba otra oportunidad, la próxima vez la llevaría a un lugar que fuese digno de ella.
Judith, enternecida por el gesto, aceptó. Sebastián era un espécimen muy interesante. Llevaban meses saliendo y apenas ahora había decidido presentarlo a su familia como un amigo. Le gustaba muchísimo. Si bien su apariencia física era considerada por Judith como apenas por encima del promedio, lo compensaba con la frecuencia en que la hacía reír, su adaptabilidad a todos los escenarios sociales en los que Judith solía moverse y por supuesto, su desempeño a la hora del sexo. Nunca se lo compartió a Sebastián y mantuvo su papel de indignada hasta el final de su tiempo juntos, pero habría disfrutado esa noche igualmente de haberse hospedado debajo de un puente o en el palacio del emperador de San Arnulfo Cuatro. Lo verdaderamente importante, pensaba Judith con irritante cursilería, era que estaban juntos.
No es que tuviese quejas de ese pequeño y exclusivo hotel, en lo absoluto. Se trataba de un establecimiento recién inaugurado en el Barrio de la Intersección, un antiguo edificio de al menos cien años de antigüedad – en realidad eran trescientos, pero Judith era pésima para la Historia- propiamente restaurado y amenizado con la tecnología más avanzada y las más lujosas comodidades en la industria de la hospitalidad. Sebastián se había lucido.
Decidió incorporarse y beber del vino que apenas había tocado. Apuró todo el contenido de la copa, dejando una marca de labial sobre el borde y decidió servirse más. Incluso en esos detalles había pensado el bueno de Sebastián. Examinó la botella concienzudamente; se trataba de un Petite Syrah producido por una poco conocida casa vinícola de Tierra Dos que había sido visitado por Judith y sus amigas durante sus años de universidad. Se le enterneció el corazón ante aquel detalle. De verdad se había esforzado para que la noche de viernes resultase inolvidable para Judith, quien a pesar de disfrutar de la compañía de Sebastián jamás formalizaría una relación con él.
Frunció los labios, contrariada. No es que hubiera nada malo con Sebastián, pero ella era una White y el apellido de Sebastián era irrelevante no sólo en Ciudad Equis, sino en toda la Federación galáctica. Además su trabajo, aunque digno, no le proporcionaba los ingresos necesarios para que la familia lo aceptara.
Aunque fuese parte de la rama menos acaudalada de la familia, aún se esperaban ciertas cosas de ella. Después de todo, no quería terminar como otra de sus primas, Teurgia, trabajando en el mostrador de una insulsa florería, desperdiciando sus talentos.
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Desde la partida de la abuela Suntuosa, la gran matriarca White, las finanzas de la familia atravesaban una etapa particularmente difícil y todos debían cumplir su parte para fortalecer su nombre y su posición en la alta sociedad de Ciudad Equis.
La intestada muerte de la abuela Suntuosa fue considerada como una acción egoísta por la mayoría de sus descendientes, quienes llevaban semanas en abierta disputa para ver quién se quedaba con tal o cual parte del patrimonio de la abuela. Pero no era momento de pensar en aquello. Era viernes, acababa de terminar una increíble sesión de sexo con Sebastián en un hermoso lugar, el vino era delicioso, el aroma a lavanda contribuía a crear la atmósfera perfecta y lo mejor de todo es que la noche apenas comenzaba. Decidió rellenar su copa de vino y encender la pantalla frente a ella. El murmullo de la ducha le indicó que Sebastián pasaría un rato dentro del baño. Le pareció ideal. Quiso relajarse y disfrutar aquel oasis de calma antes de que volvieran a estar juntos en la cama. Se estiró hacia el buró para tomar el control, apuntó a la pantalla y fue en ese momento cuando realizó que el fantasma de la abuela Suntuosa la miraba fijamente con una mirada inquisitiva.
Por instinto y en un solo movimiento, Judith White se cubrió el pecho con las sábanas. Tenía la boca completamente abierta y el agradable sopor en el que un par de orgasmos, una copa de vino y el aroma a lavanda la habían situado, la abandonó por completo.
—Abu, abu, abu… —titubeó Judith al ver a su abuela sonreírle apaciblemente. Detrás del fantasma traslúcido de Suntuosa White, la pantalla ofrecía El baile del vampiro, una película de Wilhem Barceló y una de las favoritas de Judith. En ese momento, sin embargo, la atención de Judith estaba completamente concentrada en su abuela.
—Judi, qué alegría verte, hijita, ¿cómo has estado?
Escuchar la profunda voz de la abuela Suntuosa le devolvió algo de calma. No era la primera vez que Judith White veía un fantasma, desde luego. La gran mansión White, en la Arista Poniente albergaba a varios de ellos; antepasados que por voluntad propia habían decidido convertirse en fantasmas de tiempo completo y así ayudar a los vivos para asegurar el legado de la familia. Desafortunadamente, los White que elegían esa existencia no eran los más brillantes ni exitosos del clan. De todas maneras, se agradecía su ayuda y la poca sabiduría que habían adquirido durante sus años de vida siempre era bien recibida en las reuniones familiares. Además, los poderes arcanos a los que la gran mayoría de las mujeres White eran propensas, les otorgaba fácil acceso al plano ultraterreno, siendo capaces de observar espíritus que para el ciudadano común y corriente resultaban completamente invisibles.
El caso de la abuela Suntuosa era diferente. Después de su muerte, ocurrida un mes atrás, durante el clímax de la planeación de la boda de Ruth, nadie fue capaz de establecer contacto con su espíritu a pesar de que todas las mujeres White lo intentaron individualmente e incluso en una ocasión, de forma grupal en una infructuosa sesión espiritista.
Las razones por las que la abuela había evadido los intentos de comunicación por parte de su familia eran un misterio. En vida, Suntuosa White disfrutaba pasar tiempo con sus vástagos, entre las que se contaban las madres de Judith y Ruth e incluso solía organizar tertulias cada domingo en la mansión donde agasajaba a todos sus descendientes con los mejores manjares y bebidas de todo el sistema solar. Ahora, sin embargo, silencio.
La familia entera estaba decepcionada. Incluso molesta. No entendían la despreocupación de la abuela Suntuosa por su familia una vez habiendo arribado al Más Allá. La incertidumbre que se cernía sobre el patrimonio y sobre quién heredaría qué, contribuía a que todos los miembros de la familia permanecieran cordialmente alertas. En aquella tensa atmósfera fue que Ruth White se unió en matrimonio con Isaac Nero, descendiente de una de las familias de mayor tradición en la clase política del sistema solar. La única noche en un mes en la que hermanos, primos y nietos convivieron en relativa armonía, aprovechándose de la barra libre y luciendo sus mejores atuendos.
Judith pensó en todo aquello antes de responderle al fantasma de su abuela.
—Muy bien, abu, ya sabes, sobreviviendo, ¿qué dice el Mas Allá?
Suntuosa White pareció no notar la pésima elección de palabras.
—Han sido las mejores semanas que he tenido desde que tenía tu edad, mi cielo. Veo que tú no la has pasado mal, tampoco. Muy guapo, tu amigo, ¿cómo se llama?
Ruth titubeó antes responder. La abuela Suntuosa siempre había sido tan linda como estricta con ella, comportamientos pasivo-agresivos, había explicado alguna vez Miriam Cervantes, amiga de la infancia y terapeuta de profesión, y todo mundo sabía de dónde venía aquella conducta: la deshonra que su madre había traído a la familia al haberse casado por amor con alguien que no estaba a altura del apellido White. Se ruborizó de la vergüenza que la invadía.
—Sebastián, abu.
Suntuosa White la miraba fijamente. Ni siquiera parpadeaba. Quedaba claro que para ella la respuesta aún no había sido contestada a cabalidad. Judith puso los ojos en blanco y se estiró para tomar de nuevo la copa de vino.
—Arroyo, —finalizó y le dio un largo sorbo a su copa.
—Qué bonito nombre. Sebastián. Cuando era joven conocí a un muchacho que se llamaba así. También era muy guapo. Solíamos pasar los veranos en la bahía del Cuarto Menguante antes de que se convirtiera en el vertedero industrial que es hoy en día. Una vez, me llevó unas flores que…
—Abu, ¿qué haces aquí exactamente? —interrumpió Judith, arrepintiéndose casi de inmediato.
No había querido ser grosera, pero el tono condescendiente de la abuela White la irritó. Como siempre, menospreciaba sus decisiones y por lo tanto a ella. Lo había hecho con su madre al haber escogido a su padre. Lo hizo con su prima Teurgia, por quien Judith sentía una mayor afinidad que con el resto de sus primos y ahora lo hacía con ella misma.
—Es la Jornada de las ánimas, hijita. La noche en que las almas de los difuntos vuelven a la Tierra para compartir con sus seres queridos, ¿recuerdas?
Judith abrió mucho los ojos, parpadeó dos veces y luego frunció el ceño. Era cierto, aquella noche todos en Ciudad Equis estarían en sus casas, alrededor de los tabernáculos-guía que dedicaban a sus queridos difuntos para así convocar sus espíritus y pasar con ellos una nostálgica noche familiar.
Esa era la razón por la que Sebastián había escogido esa fecha para llevarla a aquel sitio, concluyó Judith.
Todos los White estarían ocupados -Sebastián sabía que se tomaban muy en serio aquella festividad- y nadie pondría atención en la ausencia de la menos sobresaliente de las nietas. Ahora, a pesar de que Judith no había erigido ningún tabernáculo guía en honor de su abuela, un prejuicioso fantasma criticaba de manera pasivo-agresiva sus decisiones mientras el hombre del que probablemente se estaba enamorando tomaba un baño a un par de metros de distancia.
Judith sonrió ligeramente. Primero, al notar una vez más la atención que Sebastián ponía a los detalles para garantizar que todo fuese perfecto. Segundo, porque imaginó a su familia, sanguínea y política, alrededor del magnífico tabernáculo-guía de cuatro niveles que habían mandado a construir en la estancia principal de la mansión, frustrados. La Jornada de las ánimas, habían acordado una semana antes, durante la tregua que significaba la boda de Ruth, era la oportunidad perfecta de invocar a la abuela y resolver de una vez por todas el tema del testamento para así volver a la normalidad y a la opulencia que los caracterizaba.
—Ya sé, abu. Pero, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás en la mansión? ¿No ves que estoy ocupada? Preguntó señalando con la cabeza en dirección al baño.
—Eso veo, hijita. Y muy bien acompañada, además. No quiero quitarte mucho tiempo, pero es la Jornada de las ánimas. La conexión entre ambos planos es estable y no puedo esperar al siguiente año.
—Hubieras hecho una aparición en la boda de Ruth, abu. Hiciste falta —contestó apresurada Judith. Necesitaba seguirle el juego a Suntuosa White y resolver el asunto pendiente cuanto antes para evitar que Sebastián saliese desnudo del baño, probablemente con una erección sólo para encontrarse con un fantasma de pie frente a él. Arruinaría la noche.
Desde el baño podía escuchar el agua corriendo y la melodiosa voz de Sebastián Arroyo entonando una antigua y cursi melodía de amor.
—Dame un segundo, abu. —pidió Judith, —¿Cómo vas, corazón? —gritó al tiempo que evitaba el contacto visual con su abuela. Le daba pena ser tan cursi frente a ella.
—Bien, muy bien, guapa, pero no entres, estoy preparando algo especial para ti —contestó Sebastián con un canturreo.
A Judith aquello le pareció fantástico, necesitaría relajarse de nuevo después de la conversación que estaba teniendo.
—Me avisas, ¿vale? —pidió y volvió a mirar a su abuela.
—Disculpa, abu, me da mucho gusto que estés aquí, pero la verdad no es el mejor momento, ¿por qué has decidido visitarme a mí? —preguntó de nuevo.
—Porque el resto de cabrones llevan semanas invocándome y peleándose entre ellos por el testamento. Llevo un mes de muerta y te juro, hijita, que aquella frase de descansa en paz, nunca había tenido tanto sentido como ahora. Pasé tiempo con mis amigas de mi infancia, mis padres, tu abuelo, recorrí la galaxia, ¿sabías que no salía de Ciudad Equis desde que nació Ruth? No quería que la avaricia de mis vástagos arruinara mi paz mental.
—Qué considerada de tu parte, abuela —contestó con sarcasmo.
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Por primera vez en su vida, pareció como si las palabras hirieran los sentimientos de Suntuosa White.
—Tienes toda la razón en estar molesta, hijita. Fui egoísta y por ello la familia ha pasado un mes terrible. Pero tú y yo lo vamos a arreglar. El nuevo testamento ha sido resguardado por mi viejo amigo, Eurípides De la Costa, el abogado familiar y tiene la instrucción de revelarlo hasta que alguien de la familia le muestre la contraseña —apuntó, satisfecha de sí misma.
Judith comprendió perfectamente e intentó que la siguiente pregunta no fuese tonta.
—¿Y cuál es la contraseña?
—Abre el cajón a tu izquierda.
Judith extrajo un anillo de oro que mostraba el escudo de armas White* y en la parte interior de la banda rezaba el lema oficial de la familia: nunca confíes en el rey.
—Muéstraselo a Eurípides y él hará afinará todos los detalles, me parece que toda la familia será gratamente sorprendida —afirmó Suntuosa. —Hay otra razón por la que decidí visitarte, hijita. Ese Sebastián, muy guapo el joven. ¿A qué se dedica?
Judith exhaló sonoramente por la nariz. Lo sabía, ahí venía el regaño. Ni la muerte podía cambiar a la prejuiciosa y elegante abuela White.
—Es ingeniero, abu, es supervisor de línea en el sistema de Transporte Multidimensional. Muy inteligente.
—Ya. —replicó. No estaba impresionada en absoluto y Judith lo sabía. —¿Y lo quieres?
¿Qué tipo de pregunta era esa?, pensó Judith. Jamás había hablado de sus sentimientos con la abuela. Con nadie de la familia en realidad.
—No sé, la verdad. Me parece un poco pronto para saberlo, abuela. —contestó intentando que no le temblara la voz ante lo que creía que era una respuesta sincera.
—Creo que ya lo sabes, hijita. Llevan seis meses viéndose a escondidas, que lo hayas presentado a la familia en la boda de Ruth no engañó a nadie.
Judith dejó escapar un leve gruñido, no sabía ni por qué se había esforzado tanto en aquella farsa si la clarividencia era una habilidad que poseían seis octavos de las mujeres White.
—¿Veredicto? —Judith quería que el juicio terminara lo más rápido posible. Ya no se escuchaba el agua correr, Sebastián saldría del baño en cualquier momento.
—No vengo a pasar sentencia, hijita. Ya estoy muerta, mis opiniones ya no importan. Pero aún puedo ayudar a la familia. Abre el otro cajón.
Judith miró a su abuela, francamente sorprendida. Suntuosa White ayudando a la menos preferida y más pobre de sus nietas desde el Más Allá era algo inaudito.
Del cajón extrajo una tarjeta con un nombre desconocido, un número muy largo y que no tenía ningún sentido para ella y una palabra subrayada enfáticamente en tinta roja. Judith miró a Suntuosa, desconcertada.
—En mis viajes astrales conocí a otro fantasma. El conde Don Rodolfo Sevilla De la Concordia y Quevedo, el último de los nobles de Ciudad Equis, muerto hace más de trescientos años. Este hotel fue su casa, de hecho. Un viejo muy miserable, en realidad. Cuando murió donó toda su fortuna al gobierno de la ciudad, dejando en la calle a todos sus vástagos. Un viejo muy estúpido, también. Mira que donar tus bienes al gobierno, con lo que ya nos roban de impuestos…
—¡Abuela! —interrumpió Judith. No sabía cuánto tiempo le quedaba antes de que Sebastián abriera la puerta y una vez que Suntuosa comenzaba a hablar sobre política fiscal, nadie podía detenerla.
—Lo siento, tienes razón. Pues el conde Don Rodolfo Sevilla De la Concordia y Quevedo era un viejo estúpido, pero no tanto. También era un alma en pena, llevaba tres siglos vagando por la galaxia incapaz de ayudar a su familia, que ahora es más pobre que tu padre.
—¡Abuela!
—Tienes razón. No es que no lo haya intentado por supuesto, pero ninguno de sus descendientes quiere saber nada de él. Pobre, no tiene ninguna casa a la cual visitar en esta noche. Por eso, cuando le conté que tenía una nieta en situación de precariedad financiera y enamorada de un tipo más pobre que ella, no me costó nada de trabajo convencerlo de que te hiciera un bien y te regalara la única parte de su fortuna que no regaló a esos ladrones del ayuntamiento. Una caja fuerte repleta de lingotes de oro. Adivina: ¿dónde está esa caja fuerte?
Judith no podía creerlo. Nunca se había sentido tan insultada ni tan querida por su abuela en sus veintinueve años de vida.
—¿Aquí? —balbució.
—Naturalmente. No tienes que reclamarlo ahora, puedes venir cuando quieras por el oro. En la tarjeta está el nombre del administrador del hotel, la contraseña y la clave para abrir el candado. Quiero que seas feliz con la persona correcta. Y si a alguien de la familia no le parece, incluyendo a tu presumida primita Ruth, pueden comer un plato de caca. Salúdame a Teurgia, por favor. Nos vemos el próximo año.
—¿Estás lista, guapa? —Sebastián abrió el baño de un portazo, haciendo que Judith se sobresaltara.
Suntuosa White ya no estaba en la habitación. Y qué bueno, de entre una nube de vapor que le daba una apariencia fantasmal, Sebastián emergió completamente desnudo.
FOTO: Imagen de Webandi en Pixabay.
RS Martínez
Escritor mexicano de Ciencia Ficción y Fantasía. Publicó su antología Ahora tenemos vino y otros cuentos (Acento Editores 2020) y está trabajando en su primera novela.
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