Por José Luis Barrera
Ray Bradbury nos amenazó en Fahrenheit 451 con una novela en la que los libros se incineran para evitar que la gente lea. En el mundo imaginado por el escritor estadounidense, el Estado se preocupa porque sus ciudadanos sean iguales, pero esto que a simple vista suena fantástico es en realidad una pesadilla.
Ser idénticos implica evitar que haya alguien que destaque, implica que la sociedad llegue a un punto tal que no haya entropía y que la gente se limite a cumplir una función sin cuestionarse siquiera su papel dentro del cosmos.
Por eso, en ese universo distópico, los libros son peligroso, pue obligan a cuestionar y a cuestionarse.
La mayoría de intelectuales coinciden, por raro que parezca, con los agoreros del New Age en preguntarse si eventualmente el mundo no se encamina a esa u otra distopía similar. Al fin y al cabo, la quema de libros, la censura, los odios de cualquier índole no son un fenómeno nuevo. Izquierda, derecha, religiosos y no religiosos, todos tienen en común cuando menos un par de décadas de intolerancia.

Los peligros, sin embargo, no solo vienen del Estado. Cada generación que pasa, sin el esfuerzo de político alguno y por su propia convicción, se encamina a su propio futuro incendiario. No serán necesarias las brigadas de bomberos pirómanos, sino que el abandono de los libros parece irreversible porque la comodidad de sentarse frente a una pantalla absorbiendo comida rápida (grasosa e insustancial) para el cerebro es el factor común del siglo veintiuno.
Aunque las líneas anteriores suenan devastadoras, el caso es que el tiempo nos está demostrando que, al menos en el área cultural, el futuro no es tan desolador como parece a simple vista.
Conviene retrotraernos para explicarlo hasta los años treinta del siglo veinte cuando el zoólogo holandés Nikolaas Tinbergen empezó a estudiar el comportamiento de los peces espinosos (Gasterosteus aculeatus) sobre todo en su proceso de apareamiento:El macho, luego de construir un nido en la arena del estanque, va en busca de una hembra y al encontrarla, hace una danza en zigzag asegurándose de que ella vea su vientre carmesí. Si logra seducirla, le guía, sin detener el baile, hasta el nido donde ella desova para que él finalmente fecunde los huevos.
Durante este tiempo los machos se tornan agresivos entre sí, pero Tinbergen se percató de que a cierta hora del día, en su laboratorio, su violencia era mucho mayor que la vista en otros lugares.
Por casualidad, pudo dar con la razón. La pecera estaba cerca de una ventana y el frenesí de las criaturas se desataba por el paso del camión de correos que era tan rojo como el vientre de los espinosos macho.
Este descubrimiento le empujó a fabricar réplicas de peces para ver cómo reaccionaban ante estímulos artificiales. No importaba la fidelidad de la réplica, aun deforme y poco parecida a la criatura real, si poseía el vientre de un rojo más intenso que el natural producía más atracción en las hembras y violencia en los machos. Por otra parte, un modelo muy fiel, pero sin el vientre colorado seguía el camino del olvido.
Estos estímulos “suprarreales” funcionan en todo animal. Incluso el humano. Y la tecnología es una fuente inagotable de esta clase de estímulos, pues ha trastocado, desde nuestros orígenes, la forma de relacionarnos con la naturaleza.
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El fuego, la escritura, la rueda y ahora la informática lo cambian todo. Así, comer alimentos preparados fue un shock para el hombre antiguo de la misma manera que lo es enviar un correo electrónico anunciando una catástrofe en Namibia a un ciudadano de Savanah, Georgia, en cuestión de segundos.
Probablemente el humano no es sapiens, pero si technological y en esa medida la pesadilla de Bradbury adquiere dimensiones insospechadas que, créalo o no, ya estamos viviendo.
Así como los peces de Tinbergen se apasionaban de los señuelos rojos brillantes, los humanos nos maquillamos con filtros de Instagram o transformamos la voz con Auto – Tune, enamorándonos de lo artificial hasta el punto de ser incapaces de comprender la realidad sin la ficción.
Pero eso no es todo: quemamos libros y, lo que es más sorprendente, a muchos lectores les encanta.
Esta apostasía se podrá comprender si usted toma su dispositivo electrónico favorito (puede ser una Tablet, un celular o, más apropiado aun, un Kindle) y se pone a leer sus especificaciones técnicas. En resumen, se tratan aparatejos que funcionan con la más sofisticada de las llamas: la electricidad.
Los libros se convierten en impulsos eléctricos ahora no solo en nuestros cerebros sino entre nuestros dedos.
Es el poder adaptativo del hombre manifestándose a través de la tecnología, pues si es difícil y caro adquirir gigantescas bibliotecas de papel, no es tan complejo hacerlo con bits.
De modo que los mundos de Bradbury o Wells donde la literatura y la ciencia se extinguen son posibles, pero no probables por el momento, dejando paso a los libros eternos de Borges que no hacen más que engordar con el paso de los siglos.
Si bien es cierto que el placer de tener entre manos un volumen con pasta cuero y papel Biblia nunca podrá ser superado por una computadora, el conocimiento incluido en él estará circulando en forma de fuego por aquí y por allá incluso cuando ya no haya quién pueda utilizarlo…
La distopía entonces no es la destrucción sistemática y alevosa del conocimiento, sino, como se dijo párrafos arriba, el abandono voluntario o, lo que es lo mismo, la estupidización por culpa del desinterés. O tal vez no.
Foto: Imagen de Free-Photos y Gerd Altmann en Pixabay

Quito, Ecuador 1983. Es narrador y periodista ecuatoriano. Sus crónicas y relatos han aparecido en medios como Mundo Diners o la edición digital de Revista Eñe de España, además de antologías de cuentos, por ejemplo: Minimal (Efecto Alquimia, 2011) y Nunca se sabe (Eskeletra y Cactus Pink, 2017). Fue miembro de varios talleres literarios, especialmente los impartidos en la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión” y los organizados por el escritor Huilo Ruales Hualca. En 2011, publicó su primer libro, El espejo de Mambruk (Editorial K-Oz), el mismo que compilaba una serie de relatos trabajados en los talleres de la Casa de la Cultura. Actualmente, prepara en un nuevo libro de cuentos, al tiempo que coordina talleres de escritura creativa, ejerce el heroico oficio de periodista freelance y sobrevive con oficios propios de un relato de Kafka. En su blog, La rue Morgue, se pueden encontrar sus artículos e historias, manifestaciones propias del herético intento de fusionar, sin miedos ni medias tintas, la literatura y el periodismo.
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1 thought on “DISCUSION ÓMICRON: Libros de llamas.”
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