Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: La niebla que vino desde el mar

Publicamos el relato "La niebla que vino desde el mar" de Danny Navarrete.

Danny Navarrete

La mañana transcurría con normalidad en el puerto de la ciudad. Las gaviotas sobrevolaban la caleta graznando a la espera de las sobras de las pescaderías, mientras la gente se agolpaba para examinar la mercadería y escoger los mejores productos, o bien, seguir su camino hacia la arena bañada por los primeros rayos del sol del verano.

 Era un microambiente particular, en el que se mezclaban los botes de los sacrificados hombres de mar con locales comerciales de comida y artesanía, y una variopinta fauna de transeúntes y turistas que ululaban de un lado a otro desde muy temprano hasta altas horas de la noche. A pesar de lo pequeño de la caleta, la hermosa ciudad en la que estaba inserta, sus tranquilas playas y la lejanía con la capital la convertían en el lugar preferido por muchos para pasar un fin de semana de relajo y desconectarse del caos de la metrópolis.

Esos eran los planes de Alberto y su familia: llegar a la cabaña que habían arrendado, dejar atrás sus rutinas y descansar del tenso año que acababa al fin.

Pasaron cerca de diez minutos esperando que se desocupara un estacionamiento para bajar los cuatro: Daniela, su esposa, y los gemelos, Antonio y Patricio, y saborear el inconfundible aroma costero del Pacífico Sur.

Era un día soleado. Se pronosticaban altas temperaturas durante todo el fin de semana y a esas horas de la mañana ya se hacía notar el calor que dominaría aquel viernes.

Después de poco menos de dos horas en la carretera, los niños partieron casi a la carrera hacia el puesto de artesanías que les daba la bienvenida a la caleta, momento que Alberto y Daniela aprovecharon para caminar abrazados como en sus mejores tiempos de noviazgo. A pesar de que los hijos de ambos estaban por cumplir diez años, eran tan inquietos que demandaban una constante atención y vigilancia de sus padres, por lo que todos estos pequeños instantes de intimidad eran altamente valorados por la pareja.

Claro que eran tan lejanos como breves.

En un parpadeo, los gemelos ya habían llegado a un puesto de mariscos y se entretenían dando pequeños golpes a la hermosa pecera que el dueño tenía sobre el mostrador, ignorando por completo el letrero de “no golpear”. Alberto se apresuró a imponer orden e impartir la sanción correspondiente a la falta, sacrificando el contacto con Daniela para cada uno tomar de la mano a uno de los niños y proseguir el paseo bajo una atenta custodia.

Entonces, de la nada, un frío viento llegó a ellos desde el mar, seguido de un súbito silencio que llenó el aire de una extraña tensión.

Todos y cada uno de los veraneantes se quedaron inmóviles por unos instantes, mirando a su alrededor con desconcierto. Para nadie pasó desapercibida la ausencia del barullo de las gaviotas y todos se sorprendieron al comprobar que no había ninguna ave sobrevolando la playa. Todas ellas se alejaban en dirección a los cerros en desordenadas y silenciosas bandadas.

Pero eso no era lo más inquietante.

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Uno de los salvavidas fue el primero en dar la alerta. El mar comenzaba a recogerse con rapidez, signo inequívoco de que un tsunami se acercaba.

―¡A los cerros! ―gritó a viva voz―. ¡Maremoto!

El caos se apoderó de la pequeña caleta cuando la gente emprendió la estampida hacia las zonas de seguridad demarcadas por la autoridad regional. Los dueños de los locales comerciales abandonaron sin pensarlo sus mercancías y se lanzaron a la desesperada carrera por dejar atrás lo más pronto posible la zona costera. Muchos llegaron a sus vehículos e intentaron arrancar cuanto antes, provocando una cacofonía de bocinazos y gritos entre quienes trataban de despejar las atiborradas calles circundantes y enfilar cerro arriba antes de que las olas alcanzaran la costa con su furia devastadora.

Nadie reparó en la densa nube que crecía en el horizonte, reptando sobre el océano con malignidad.

Alberto corría cargando a Patricio y tirando de la mano a Daniela, quien, a su vez, jalaba de Antonio. Luchaban por abrirse paso entre la multitud aterrada, chocando en más de alguna oportunidad y recibiendo varios empujones mientras buscaban con desesperación llegar al auto. Una vez consiguieron abordar el vehículo, serpentearon entre colisiones y atochamientos hasta tomar la calle que debían seguir para alcanzar la zona segura demarcada por encima de los treinta metros sobre el nivel del mar.

Sin embargo, se vieron atrapados en el infernal atasco de los muchos automóviles que se agolpaban en la angosta ruta. Vieron a varias personas descender de sus vehículos sin siquiera preocuparse de apagar los motores con tal de seguir subiendo a la carrera y Alberto y Daniela intercambiaron una breve mirada que bastó para ponerse de acuerdo en imitarlos.

En el mismo momento en que él accionaba el freno de mano y se disponía a girar la llave de encendido hacia la posición de apagado, ocurrió algo que nadie podría haber esperado.

Una fuerza invisible, algo parecido a lo que podría ser la onda de choque de una explosión, llegó desde el mar y se extendió en todas direcciones, sacudiendo con inusitada fuerza cada cosa que encontraba a su paso e inutilizando cualquier aparato electrónico, incluyendo la totalidad de vehículos que se esmeraba por subir hacia su salvación.

―¡Dios mío! ―exclamó Alberto al ver con impotencia que el auto inmediatamente frente a ellos retrocedía sin control y los impactaba con violencia, empujándolos hacia atrás―. ¡Salgan ya!

Daniela se apresuró a bajar antes de que ellos mismos chocaran con el minibús a sus espaldas. Soltó un grito al escuchar el estruendo de la colisión, pero no se detuvo hasta abrir la puerta trasera y sacar a Antonio de un tirón.

Mientras tanto, Alberto forcejeó con la puerta del lado de Patricio, viendo con desesperación que estaba trabada.

―Debe ser por el golpe ―trató de tranquilizar a su aterrado hijo―. Baja por el otro…

No alcanzó a terminar la frase. Un sonido indescriptible, proveniente del océano, le hizo voltear la cabeza, igual que el resto de la gente que se había detenido al escuchar ese ruido demencial, solo para contemplar el voraz avance de una oscura niebla que se arrastraba hacia ellos engulléndolo todo, seguido del aterrador crepitar de fierro, madera, concreto y todo lo que caía en sus fauces.

Al borde de la locura, vieron desaparecer la caleta y todo lo que había en ella, sin que la niebla detuviera su paso y se lanzara hacia peatones y vehículos que trataban por todos los medios de escapar de ella. Los gritos ensordecedores de quienes eran atrapados por lo que fuera que había salido del mar, repletaban los cerros con sus ecos desgarradores.

―¡Por la otra puerta! ―gritó Alberto para que Patricio lo escuchara por encima del ruido que los rodeaba.

Daniela, al ver la turbación de su hijo, saltó dentro del automóvil, lo agarró por un brazo y empezó a tirar de él. Ambos niños, aterrados, comenzaron a llorar y Alberto se apresuró en brincar por encima del capó y correr a consolar a Antonio, mientras su esposa luchaba por sacar a Patricio, quien, dominado por el miedo, se había enroscado sobre sí mismo, incapaz de reaccionar.

―¡Hijo, por favor! ―gritó la mujer, al borde de la histeria, pero nada de lo que intentaba daba resultado con el muchacho.

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La niebla seguía avanzando hacia ellos. El estruendo de las casas destruidas a su paso era tan monstruoso como el quejido de las carrocerías de los vehículos destrozados entre sus garras vaporosas. Y ya estaba a alcanzando el minibús contra el que su propio auto había sido empujado.

―¡Mamá! ―gritó Antonio y quiso zafarse del abrazo de su padre.

―¡No! ―Alberto se agachó para mirarlo a los ojos―. Necesito que te quedes aquí, ¿me oyes?

Esperó a ver que el pequeño comprendía sus palabras y asentía con la cabeza para luego ir en ayuda de su esposa.

Sin embargo, la niebla ya devoraba el minibús, tirando de él como si no pesara nada, lo que provocó que el automóvil de la familia retrocediera calle abajo un par de metros antes de detenerse cuando los neumáticos traseros chocaron contra la solera. La puerta se cerró por la inercia y golpeó la pierna de Daniela, quien soltó un grito de dolor. Alberto contempló a su esposa encerrada junto a su hijo y se dispuso a correr hacia ellos, pero se vio obligado a detenerse cuando un poderoso tentáculo nebuloso se extendió por encima del vehículo y lo aplastó sin la menor contemplación.

Únicamente el alarido desgarrador de Antonio lo sacó del estado de estupor en que se vio sumergido al contemplar la pila de metal y vidrios rotos en que se convirtió el automóvil familiar, en tanto que era consumido por alguna sustancia corrosiva que lo reducía rápidamente a un informe amasijo palpitante.

Alberto se obligó a sí mismo a volver sobre sus pasos y coger sobre sus hombros al pequeño para correr cerro arriba. La adrenalina, la tristeza o el instinto de supervivencia le dio la fuerza que sus piernas necesitaban para sortear todo obstáculo que tuviera por delante y alcanzar a la aterrada masa de personas que se esmeraba por alejarse de ese monstruo infernal que iba tras ellos. Corrió cegado por las lágrimas que inundaban sus ojos, aferrado a su único hijo con vida como si fuera el tesoro más precioso del mundo. El ruido de la destrucción a sus espaldas le provocaba un horrible dolor de cabeza que se forzó a ignorar, en tanto concentraba toda su voluntad en llegar lo más lejos posible, aunque eso significara pasar por encima de todos.

Lo único que tenía en mente era salvar a Antonio a toda costa.

Sin mirar atrás, avanzó como un vendaval por el medio de la multitud y siguió corriendo incluso después de pasar los letreros que demarcaban la zona segura. Dudaba que esa criatura se detuviera pronto, aunque tenía la esperanza de que la cima de aquel cerro estuviera más allá de su destructivo alcance.

Ignoró los gritos de ayuda de quienes iban quedando a merced de la niebla y también el eco de la ciudad al ser triturada por el ser que se ocultaba entre la bruma. Apenas prestaba atención a las quejas y gritos de Antonio, pues tenía fija la vista en el punto más alto del cerro, donde se alzaba la deslucida cruz de un santuario popular. Sus músculos protestaban por el esfuerzo, pero no le importó. No podía darse el lujo de tomar un respiro o él y su hijo terminarían devorados también. Al menos le debía ese último esfuerzo a su esposa y su valiente intento de salvar a Patricio.

Cuando ya estaba a una cuadra de alcanzar su meta, se permitió albergar una leve luz de esperanza. El estruendo de la ciudad al ser devorada se oía lejano y pensó que tal vez había conseguido llegar más allá del alcance de la niebla.

Sin embargo, cuando al fin se detuvo a los pies de la cruz y dio una mirada a los alrededores, todo rastro de esperanza se esfumó. Él, al igual que el puñado de personas que lograron alcanzar la cima, sintió que su cordura explotaba en pedazos ante el paisaje de locura que se extendía frente a sus ojos.

Dejó a su hijo en el suelo y volteó a ver el mar, ya resignado al cruel destino que le aguardaba.

La niebla ocultaba por completo el océano y se extendía hacia el continente rodeando la ciudad a través de las múltiples quebradas que corrían entre los cerros circundantes. Y de ella emergía la colosal figura de una ser que parecía ser capaz de acariciar el sol. Era una criatura correosa, de figura humanoide, aunque de extremidades largas y delgadas, demasiado desproporcionadas respecto a su cuerpo fibroso y macizo. Tres pares de alas membranosas salían de su espalda y se extendían hasta cubrir el horizonte, proyectando su sombra monstruosa sobre el litoral.

Aunque lo más espeluznante era su cabeza repleta de tentáculos y con unos enormes y siniestros ojos que miraban directo hacia donde ellos estaban.

Mientras los demás se postraban de rodillas delante de la cruz para implorar piedad, Alberto tomó a su hijo en brazos y le pidió que lo mirara. El pequeño no paraba de sollozar, con la boca y los ojos bien abiertos, en una triste expresión de terror.

―Tranquilo, mi amor ―le susurró al oído―. Todo saldrá bien.

Antonio lo miró sin comprender, pero Alberto solo se limitó a abrazarlo con fuerza contra su pecho.

Cuando la niebla estaba por llegar hasta ellos, cerró sus ojos y se concentró en sentir el rápido palpitar del corazón de su hijo una última vez.

FOTO: Rolanmey en Pixabay

Danny Navarrete

 Santiago de Chile, 1983. Casado y padre de dos hijas. Autor de la serie de fantasía paranormal Réquiem de los Cielos, la novela de ciencia ficción Sumer y la novela de acción Venganza – Astrea. Se adjudicó el Fondo del Libro que otorga el Ministerio Nacional de las Culturas, las Artes y el Patrimonio en 2017 y 2020 por Sumer y un proyecto titulado Xalpen. Ha publicado relatos en las revistas literarias El Narratorio, Letralia, Teoría Omicrón y Espejo Humeante. Obtuvo medalla de oro en la categoría de mejor novela de aventura/drama en español de los International Latino Book Awards 2021 por Venganza – Astrea.

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