Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: La bruja de Marte

Publicamos el relato “La bruja de Marte” de José Luis Ramírez.

José Luis Ramírez

Era un desierto ocre, frío e inhóspito. Ya le parecía a John-Michael que no podía resultar un buen trato, aunque tampoco era como si le hubieran dado opciones de dónde elegir.

Se habían aliado con los extranjeros para que su propio gobierno no los expropiara, ganaron, pero igual los habían sacado de sus tierras. Unos las querían para sobreexplotarlas y los otros para convertirla en una reserva ecológica; por supuesto, nadie les había dicho que el santuario estaría vedado a todo humano, incluidos ellos.

Así fue como John-Michael llegó a Marte.

Trajeron un cohete al poblado de Creel donde los juntaron, y ahí mismo, la avanzada de PR de alguna empresa aeroespacial privada, los mandó al espacio sin más.

Trabajaban de forma rápida y eficiente pues estaba por cerrarse la estrecha ventana de lanzamiento. Los viajes entre vecinos se hacían cotidianamente, sí, pero cada par de años se agradecía la oposición de los planetas en sus utilidades.

John-Michael ya no tenía memoria de lo que sintió cuando despegó el cohete, tampoco qué pensaba durante las 27 horas del viaje a la estación orbital de la ISRO, ni su primera sensación en microgravedad.

Recordaba que se había formado con los otros afuera de unas carpas enormes, una vez dentro debió desnudarse, las ropas quedaban en unas cajas de cartón donde después las incineraban; lo siguiente era ducharse haciendo espuma con la pastilla de jabón en el pelo, las axilas, los huevos y el culo, se enjuagaban, los secaban con aire caliente para luego ponerse un pañal con un uniforme de papel encima y sandalias plásticas.

Esa parte era fácil de recordar porque había sido igual cuando, 6 meses después, llegaron a Marte; sólo que en vez de carpas los metieron en unas bodegas estancas enterradas bajo la superficie.

Le revisaron los dientes, los oídos, el reflejo pupilar y finalmente les inyectaron algo en el cuello con una pistola, John-Michael no sabía que eran supresores de apetito, entonces salían de la carpa para formarse ante el ascensor por donde subían hasta la escotilla del cohete.

Era todo.

Tras enseñarles a usar el compartimiento higiénico de residuos, les habían dado su primera comida sólida en la estación espacial, pues sólo habían bebido sorbitos de agua vitaminada durante el trayecto.

Aquella estadía de 3 días en órbita fue todo el entrenamiento que tuvieron para aprender a usar las instalaciones, vestirse un traje extravehicular o trabajar en el vacío. Luego los subieron al transbordador y tuvieron 5 meses más para practicar en el trayecto. Repartiéndose las tareas diarias por equipos durante la órbita de transferencia.

Al llegar a la esfera de influencia de Marte, el proceso había sido el inverso exacto. El transbordador atracó en una estación orbital operada por los chinos y desde ahí los arrojaron a la superficie marciana en cápsulas reutilizables tipo Shenzhou.

El amartizaje sí lo recordaba bien, se sentía como si lo hubieran metido en una sonaja y luego la hubieran sacudido recio durante 7 minutos, se veía fuego en las ventanas y se olía el aire a pólvora sin quemar, todo temblaba como si fuera a desarmarse en cualquier momento, pero la cápsula aguantó y ya todos habían perdido el conocimiento cuando botó el escudo térmico, por lo que no sintieron el tirón del paracaídas ni el rebote de los retrocohetes.

Los fueron a recoger otros, John-Michael sabía bien que los sacaron cargándolos por los hombros y llevándolos a cuestas hasta el rover. Él debió hacer lo mismo meses después con los recién llegados. Algunos despertaban en el camino a la base, otros hasta que estaban ya todos en la cámara de descompresión.

Una vez presurizada la cámara, entraba alguien de la base a la bóveda estanca y les pasaba su llave por el candado del casco y los guantes, para que pudieran quitárselos.

Los nuevos iban a las duchas y el examen médico, los del equipo de bienvenida, casi siempre directo al bar de la base para cobrar su cheque.

John-Michael ya no era un novato, llevaba 365 soles en Marte y este era su doceavo encargo en el comité de bienvenida. Ignoraba por qué no las llamaban misiones de rescate y recuperación, pero tampoco importaba porque las salidas a la superficie eran siempre los trabajos mejor pagados.

Su compañera de este último comité, Kaia, pagó la primera ronda de cervezas. Era una Maorí hecha toda de músculo que había enviudado nada más llegar pues, según decían, el difunto había salido varias veces con un sensor descompuesto y la radiación lo mató. Gracias a esto, se habían hecho obligatorios los recambios del sensor en cada salida y no tuvieron nunca más una muerte por envenenamiento.

A John-Michael le gustaba emparejarse con Kaia, no sólo en el trabajo donde lo hacía todo más fácil, sino también en el bar. Se habían ido a la cama ya una vez, cuando su segunda salida juntos y por iniciativa de ella, aunque por alguna razón no se había repetido.

—Este es nuestro cuarto comité juntos, John-Michael —dijo poniendo dos cervezas alemanas sobre la mesa, parecía borracha, pero era la adrenalina—, ¿sabes lo que eso significa?

Significaban cuatro rondas a partes iguales, si el número fuese impar, la última debía ser a cuenta del líder, que era siempre quien tenía más salidas en su registro.

Podían embriagarse, porque no tenían permitido hacer ningún otro trabajo en todo un Sol.

—Por tu tierra, Maorí.

—Por la tuya, Rarámuri.

Tras tomarse cada uno cuatro cervezas, pagaron a partes iguales y, con su equipo a cuestas, caminaron juntos por los ductos desde el bar hasta sus barracas, que estaban desiertas porque todos debían estar en las áreas de trabajo.

La base en sí era muy similar a una estación espacial modular, pero enterrada a 8 metros de profundidad para protegerlos de la radiación y con las ventajas de tener el material de construcción a mano; se habían impreso en total 24 edificios, cada uno del tamaño de un pequeño centro comercial, todos estaban interconectados en distintos niveles con túneles iluminados por luces de un blanco azulado muy intenso, y había un tren perimetral para las distancias más largas o la carga pesada, aunque en la práctica nunca nadie lo utilizaba.

—Deberías besarme, Rarámuri.

—Maorí, esa sería una violación al código de seguridad e higiene.

—Con gusto lavo las letrinas si me comes el coño.

—¿Estás loca? Si me mandan a letrinas, de menos me da ese culo.

Kaia rió empujándolo con su cadera contra una de las paredes del túnel, dijo:

—No te van a dejar salir en 24 horas —tiró su equipo al suelo para poner sus dos brazos alrededor de John-Michael—, 39 minutos —y así acorralado, se dispuso a besarlo todo lo largo que le viniera en gana—, 35 segundos…

Entonces sonó una alerta estridente y las luces cambiaron a un amarillo limón. Kaia dio un salto hacia atrás para tomar la mochila que había dejado caer al suelo; ninguno de los dos tardó nada en cerrarse el traje, para enseguida colocarse casco y guantes bien sellados.

Supieron que no era una alerta de derrumbe ni descompresión cuando vieron al comisario pasar a toda prisa en uno de los rovers, pero no imaginaron qué podía ser tan grave para urgirlo a conducir dentro de los túneles peatonales.

Segundos más tarde, la sirena se apagó y las luces dejaron de parpadear en estroboscopio para volver a su tono normal.

Kaia y John-Michael se abrieron el visor del casco, pero sin quitárselo, siguieron caminando por el pasillo hasta encontrarse más adelante con el vehículo detenido a mitad del camino, junto con el comisario y otros dos guardias quienes, presumiblemente, habían llegado a pie por el otro extremo. Había algo más entre ellos, no alcanzaron a distinguirlo sino cuando el comisario les ordenó detenerse ahí mismo e identificarse.

—Kaia, NZ08.

—John-Michael, MX11.

Lo que había en medio del comisario y el guardia era una gallina muerta.

Los interrogó el comisario, en su oficina y por separado, oficialmente no estaban detenidos ni eran sospechosos, la bitácora de video los tenía registrados a ambos en todo momento, desde la mañana en que salieron de las barracas para desayunar, cuando se presentaron en el comité de bienvenida, salieron al trabajo, regresaron, pasaron al bar y después dieron una larga caminata por el pasillo de vuelta a las barracas, donde no se encontraron con nadie más que él mismo en su vehículo eléctrico.

Al comisario no parecía importarle que sus versiones divergiesen llegados al punto cuando se activó la alarma. De acuerdo a Kaia iban a besarse, pero según John-Michael sólo estaban tonteando. El comisario estaba seguro que ella decía la verdad, pero no tenía manera de comprobarlo porque justo en esa sección del túnel se habían apagado las cámaras.

No se los dijo, pero fue por esa falla que los dos guardias se adentraron al pasillo e hicieron el descubrimiento; en ese momento lo llamaron y como la única ruta de escape posible era esa, desenganchó uno de los vagones autónomos del tren perimetral para atravesar el túnel desde el lado donde las cámaras indicaban que no había nadie, como si fuera el maletero pitando a los transeúntes en un pasillo de aeropuerto.

Al final del día, los sentó a ambos en su oficina y pidió disculpas, dándole a cada uno su tarjeta impresa “Georges, FR03”; en cuanto lo aceptaron, su dispositivo de pulsera les transfirió la vCard del comisario y los créditos correspondientes al tiempo desde que había sonado la alarma acústica en el pasillo.

Kaia preguntó qué iba a pasar con la gallina, guardada ahí mismo en una especie de incubadora transparente en la oficina del comisario, a lo cual él sólo respondió que encontrarían a quién la dejó en el pasillo.

Al salir de la comisaría, ella miró con un poco de celo a John-Michael, pero enseguida sonrió con la picardía de siempre.

—Nos pagó a precio de salida, ¿sabes lo que eso significa, Rarámuri?

—¿Aguantas 5 más, Maorí?

Lo cierto fue que se rindieron en la tercera, aún cuando para ellos era la séptima ronda de ese mismo Sol.

—¿Quién crees tú que fue? —le preguntó Kaia acercándose mucho, como para que nadie más los escuchara.

—Deben ser Haitianos.

—No es vudú —aunque no levantó la voz, se tapó la boca enseguida y volvió a susurrarle—. Es santería.

—¿Conoces a algún Cubano?

Negó con la cabeza, pero replicó enseguida:

—También hay vudú en la Dominicana y en Nueva Orleans.

—Si a esa vamos, Maorí, también hacen vudú en Tijuana.

—Los primeros colonos, ¿fueron HT o MX?

—MX, casi todos se habían nacionalizado para evitar que los deportaran de vuelta a la isla cuando les hicieron el ofrecimiento.

—Y los primeros tienen mayor clearance

Eso último era importante.

Se necesitaba un nivel relativamente alto para el acceso a cocina, alacenas o granjas; los controles eran para prevenir un brote epidemiológico causado ya por descuido o intencionalmente. Y aunque no tenían vacas ni cerdos, las granjas se decían llenas de gallinas, ranas y talupias que habían logrado clonar a partir de huevecillos traídos en criogenia.

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Terminaron su tercera/séptima cerveza del día y se fueron a las barracas a descansar, pero no durmieron juntos.

Tanto Kaia como John-Michael se quedaron pensando cómo habrían sacado la gallina por la puerta de seguridad del corral, burlar la videovigilancia de los túneles y pasarla por la banda de rayos-X a la entrada de las barracas. Porque no podían haberlo pasado por el escáner corporal de onda milimétrica, ¿o sí?

No había cámaras en las barracas.

El comisario dedujo que la gallina había llegado como un huevo, de otro modo era imposible burlar los controles. Imaginó una red de sospechosos pasándoselo de mano en mano; uno en el corral viendo a contraluz la cría y marcándolo, otro en la cocina sacándolo de la rejilla al reconocer la marca, sirviéndolo en el bufete como huevo duro sin hervirlo en el microondas, entonces alguien más lo tomó y sacó del restaurante como si debiera comerlo en el camino para no llegar tarde a su comité.

¿Podía identificar quién andaba por los pasillos con un huevo tibio sin comer en la mano? La gallina tendría un año marciano, así que los registros de video se habían sobrescrito ya varias veces con otros más recientes. ¿Y quién podía mantener un polluelo vivo en su barraca sin la complicidad de sus vecinos? ¿O hacerse de él sin aliarse con otros infractores al código?

Recién conciliaban el sueño cuando las luces al interior de las barracas, normalmente cálidas, se encendieron de pronto en ese mismo tono de los túneles, las puertas se abrieron y los altavoces indicaron que debían presentarse de inmediato en las bodegas del servicio médico, mientras los oficiales de seguridad revisaban una por una las barracas.

Kaia alcanzó a John-Michael por el túnel.

—¿Qué ha sido eso, Rarámuri?

—No lo sé, Maorí. Pero si el comisario ha traído guardias de otro sector es porque no se fía ya de los nuestros.

Condenaron a la bruja y sus principales cómplices a la esclusa por las infracciones capitales al código de seguridad e higiene.

Fabienne 0 nació en Marte, y aunque no pertenecía a su sector, la había delatado una Angoleña vecina suya cuando el comisario le exigió explicar los rastros de gallinaza en su barraca.

La AO12 no tuvo reparo en contar que le habían recomendado a la bruja para tratar dolencias que los médicos no podían curar; luego, al ver que los remedios de Fabienne sí eran efectivos, le pidió JR amancebarla con un Marroquí de su generación, pero el conjuro no daba resultado, según la marciana, porque los huesos de pollo no eran frescos.

Entonces le dijo cómo podía hacerse de una gallina viva.

Tendría que empollar el huevo, criar a la polluela y matarla después. Todo había salido conforme al plan durante 668 Soles, sólo que al final, mientras le torcía el cuello, el animal la había picoteado y huido por entre los techos de las barracas donde no tenían vigilancia.

Los guardias de seguridad no estaban coludidos, sino que habían ido a investigar las cámaras apagadas por casualidad, así que el ave había salido por su propio pie de las barracas, para ir a morir unos metros más adelante del pasillo.

Los guardias la habían encontrado en su camino de regreso y, sorprendidos porque no la habían visto ni tenían a nadie registrado dentro de las barracas, llamaron al comisario Georges a su móvil para notificarle.

Kaia y John-Michael formaron el comité de despedida que salió a enterrar los restos mortales de la bruja y sus secuaces. Eran 3 cajas sin marca, las llevaron hasta la planicie donde recogían los escudos de calor de las cápsulas Shenzhou y ahí, sin ninguna ceremonia, abrieron un agujero nada profundo con la pala del rover donde las acomodaron, una junto a la otra, sin que fuera necesario cubrirlas, pues ya se encargaban de eso las muchas tormentas de arena.

FOTO: Pixabay

José Luis Ramírez

Nació en 1974, en la ciudad de Puebla, en México. Es Ingeniero Industrial en Electrónica y estudió una maestría en Ciencias de la Computación. Ha sido publicado en distintas antologías entre las que destacan: Auroras y Horizontes, Los Mejores Cuentos Mexicanos, Visiones Periféricas, El Hombre en las Dos Puertas, Los Mapas del Caos y Silicio en la Memoria, así como en variasrevistas y fanzines. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 1998, con el cuento “Hielo”.Puede contactarse en twitter.com/jluisram o en su sitio web comunidades.com.mx/jluisram

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