Por Belén Fernández Crespo
Lunes
Desde que descubrió aquel “filón” el éxito había dejado de serle esquivo.
Atrás había quedado la etapa pictórica en la que utilizaba aburridos modelos de agencia, que apenas le hacían obtener beneficios. Y es que sus miradas lánguidas y sus poses vacías no gustaban a sus clientes…La “zona de exclusión”, aquel era el lugar donde obtener los mejores ejemplares: aquellos que no fingían, aquellos que grababan en el lienzo sus expresiones crudas, sus ojos furiosos o tristes. La miseria modelaba las almas de sus víctimas y era Román, el cotizado pintor, quien las atrapaba para traficar con ellas. Los marchantes de arte parecían haber quedado fascinados por los retratos de aquellos inadaptados, y sus obras habían llegado a alcanzar un valor de mercado de más de un millón doscientos mil Euros.
El inexpugnable muro de hormigón y alambre electrificado se levantaba intimidante hasta donde alcanzaba la vista, formando un cortafuegos entre el impecable barrio residencial, y el lugar donde eran obligados a residir quienes carecían del “certificado de salubridad”. La “Zona de Exclusión” era el lugar donde el gobierno mundial se desembarazaba de los vulnerables al virus HANTA39, el terrible agente biológico que había arruinado la economía y diezmado la población mundial. En el lado bello de la frontera, vivían quienes poseían inmunidad, ya fuera de forma innata u obtenida mediante terapia genética prenatal.
El flamante Mercedes AMG se detuvo frente a la puerta acorazada, guardada por un pequeño ejército de agentes armados hasta los dientes denominados “Custodios”. Román bajó la ventanilla del conductor.
-Buenos días, Don Román. ¿Otra vez con la tarea?- dijo el guardia de mayor rango.
-¡Cómo lo sabes, Alberto! ¡A los pobres no nos queda otro remedio que ganarnos el pan!-bromeó Román.
-Tenga mucho cuidado, Don Román. Ya sabe cómo se las gastan al otro lado del muro…Esas no son personas -sentenció el guardia.
-No te preocupes, sé muy bien cómo cuidarme. Soy inmune a sus coacciones o amenazas -respondió Román mientras le entregaba un billete de 100 Euros discretamente. El agente hizo un gesto con la cabeza a su compañero, quien se introdujo en una pequeña garita y pareció manipular unos mandos.
-¡Mucha suerte con su búsqueda, don Román! -exclamó el complaciente guardia.
El portón para vehículos comenzó a abrirse lentamente hacia el interior del recinto, deslizándose sobre el cieno y la inmundicia que conformaban su pavimento. Román inicio la marcha con cuidado de no quedarse atascado en el lodo. A través del espejo retrovisor veía reflejados los elegantes chalets de estilo moderno; el cuidado paisajismo de sus jardines; las hileras de coches familiares aparcados frente a ellos esperando a ser utilizados.
Román había aprendido a conocer bien la “zona de exclusión”: los agujeros excavados en la montaña de desperdicios que hacían las veces de viviendas; cada rincón del vertedero en el que los “vulnerables” rebuscaban entre la basura despojos con los que alimentarse o materiales de reciclaje con los que obtener un dinero que les ayudara a sobrevivir… Debía aguzar la vista, pues la porquería que los cubría los proveía de un camuflaje natural, y el hedor que despedían era indistinguible de la pestilencia del recinto. Decidió girar a la derecha, siguiendo uno de los caminos trazados por las excavadoras para que los camiones de basura pudieran introducirse lo suficiente como para descargar.
¡Bingo!
Aquel aire criminal era justo lo que estaba buscando para su nueva colección. Estaba acuclillado, hurgando entre la chatarra.
-¡Eh!-le increpó el artista desde su vehículo.
El individuo no reaccionó a su llamada. Quizás no le había oído, aunque no le extrañaría que estuviera tarado como muchos de sus compañeros.
-¡Eh! ¡Tú! ¡Te estoy llamando a ti! -repitió Román con arrogancia.
El tipo giró lentamente la cabeza hacia el lugar donde se encontraba el Mercedes. Una terrible cicatriz bajaba desde el inicio del cuero cabelludo, sucio y pegajoso, hasta el párpado derecho. La frente, que recordaba a la de un Cromañón, sobresalía de tal manera que formaba una cornisa sobre sus cejas. El labio superior, elevado de forma antinatural por el lado izquierdo, mostraba unos dientes amarillentos, escasos y afilados… Verdaderamente, había tenido suerte. Aquel era el mejor espécimen que había encontrado hasta el momento.
-¡Ven! ¡Tengo algo para ti! ¡Toma! ¡Sé que lo estás deseando! -le increpó Román mientras enarbolaba un billete de 20 Euros.
El “Vulnerable” ni se inmutó.
-¡A todos os gusta el dinero, ¿Verdad?! ¡No tienes que trabajar para conseguirlo, sólo dejarme que te tome una foto! ¡Acércate!
El indigente volvió a centrar su atención en la basura. Comenzó a clasificar los desperdicios en diferentes montones.
-¿Cómo se atreve a ignorarme un “don nadie”? ¿Quién se piensa que es? ¿El rey del vertedero?”-exclamó Román furioso. Abrió la puerta del coche de un empujón y se apeó. El cieno se adhirió a las suelas de sus zapatos de Armani. Sus pantalones Gucci se hundieron hasta las pantorrillas en el mar de residuos. El artista se acercó al hombre, cámara en mano.
Román se concentraba en preparar la cámara para que tomara la mejor foto, cuando, de repente, se percató de que el “Vulnerable” estaba a menos de medio metro de él, mirándole a través de sus inquietantes cristalinos azules nublados por terribles cataratas.
-De manera que has cambiado de opinión…Sois todos iguales. Hacéis cualquier cosa por dinero -fanfarroneó mientras introducía la mano en el bolsillo derecho para alcanzar el billete.
El artista recibió un salivazo por respuesta.
Alarmado, Román se limpió la boca y los orificios nasales con un pañuelo de papel, que arrojó al suelo. Aunque era imposible que pudiera contagiarse con el virus, ya que sus padres habían podido costear la inmunidad mediante terapia genética, no podía evitar sentir que algo iba terriblemente mal. Saltó hacia donde se encontraba el Mercedes, se introdujo dentro y bloqueó las puertas. Con el corazón en la garganta, logró dar la orden de iniciar la marcha.
El “Vulnerable” permanecía de pie, exactamente en el mismo lugar, clavando su mirada sobre Román con tanta intensidad como si le lanzara una maldición.
Sábado
La fiebre había comenzado el día anterior.
Román se encontraba postrado en el diván de su estudio, incapaz de hacer otra cosa que no fuera castañetear los dientes y enroscarse en posición fetal. ¿Le habría contagiado aquel criminal? Pero era imposible que él sufriera el virus, porque era inmune…
Le dolía la piel a causa del exantema, que le nacía en la planta de los pies y recorría su cuerpo y las palmas de sus manos hasta llegar al cuero cabelludo. Seguramente también tendría un enantema en la mucosa oral, porque le ardía la boca. A pesar de que se encontraba tan enfermo que no sentía la necesidad de comer o beber, le habría sido imposible deglutir cualquier cosa. Incluso su propia saliva le producía un dolor indescriptible al deslizarse por su esófago.
Nada importaba ya…Su vida de lujo en la “zona de inclusión” habría acabado. De cualquier forma, no importaba. Seguramente moriría, como el noventa por ciento de los infectados, ya que no existía tratamiento efectivo contra aquella arma biológica inteligente.
Pero era imposible que se hubiera infectado…Él era inmune…No podía ser el HANTA… Comenzó a delirar. Frente a Román se presentaban los ojos incoloros, la cicatriz que dibujaba el crudo rostro; los dientes afilados…
El “Vulnerable”, ataviado como un hechicero, bailaba a su alrededor pronunciando una invocación intraducible mientras agitaba una serpiente de cascabel frente a su rostro.
Viernes
Habría preferido morir.
Aún le fallaban las fuerzas. Le temblaban las piernas. Debía concentrarse para introducir aire en los pulmones. El alma apenas se le sostenía dentro del cuerpo. No comprendía la razón por la cual el Destino le había castigado de aquella forma; cómo había sobrevivido a la fiebre, la inanición, la sed, a la flaqueza que le había mantenido amarrado a su diván durante una semana. Conocía perfectamente lo que ocurriría en cuanto los sensores repartidos por todo el territorio, incluido su hogar, detectaran que poseía anticuerpos del HANTA39: el destierro a la zona de exclusión, la miseria…Acabaría sus días en el infierno, olvidado por todos, mientras sus pinturas, el legado del infortunado artista, alcanzaban un precio pornográfico. Vincent, su taimado marchante de arte podría, por fin, retirarse como multimillonario.
Sus progenitores eran los culpables por no advertirle. Su padre había fallecido hacía nueve años: a él no podía pedirle explicaciones. En cuanto a su madre…
-Llamar a madre. Sólo sonido -ordenó Román a su asistente virtual. No le apetecía verle la cara…
-Marcando a madre -respondió éste con voz robótica.
Sonaron cuatro tonos.
-Buenos días, Román -contestó la voz melosa que intentaba esconder un alma egoísta.
-Lo sé todo -contestó él sin rodeos.
-¡Román! Hijo, no entiendo lo que me estás diciendo…-dijo ella con tonos almibarados.
-No soy inmune al HANTA39. Me habéis destrozado la vida.
-Pero hijo, ¿Qué te ocurre? ¿Estás bien?- replicó ella intentando aparentar ignorancia.
-He estado enfermo. Creí que moriría. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Ya sabes qué es lo que les ocurre a los “Vulnerables”, ¿verdad? No hay dónde esconderse: es cuestión de tiempo que los “Custodios” me destierren al otro lado del muro. La única explicación que le encuentro es que mis genes no fueran modificados prenatalmente y por esa razón no soy inmune… ¡Quiero la verdad! ¡La verdad o te arrastraré conmigo al averno!”-bramó Román.
Hubo un silencio.
-No podíamos permitirnos el tratamiento, era muy caro…Tu padre tenía un amigo de la infancia…Él podía falsificar tus documentos de manera que pareciera que eras inmune. No había peligro de que enfermaras, pues vivirías en un entorno en el cual no existiría el virus, porque se había alcanzado la inmunidad de grupo, y eso te protegería…-confesó intentando parecer compungida. Seguramente estaba más preocupada de que Román no le denunciase que del destino que le esperaba a su hijo.
Román colgó el teléfono bruscamente: no necesitaba oír las excusas que vendrían después. Sus padres jamás escatimaron en caprichos para sí mismos, mientras que sus necesidades siempre quedaron en segundo plano. Se negaba a darle a su madre la oportunidad de calmar su conciencia…
-Hay alguien frente a la puerta -le informó su asistente virtual.
Un temblor incontrolable se apoderó del cuerpo de Román.
Domingo
Le pareció que la puerta se abría con mayor rapidez de la habitual.
Quizás se debiera a que, en aquella ocasión, no disponía billete de “vuelta”…No portaba equipaje más allá de la ropa que vestía. Seguramente los “Vulnerables” le desvalijarían en cuanto le vieran aparecer. ¡Rogaba a Dios morir durante el asalto! Su fortuna no le había servido para nada: ni siquiera los sobornos que intentó utilizar le salvaron. No delató a su madre, pues no podría soportar la condena de permanecer “atado” a ella hasta el día en que la muerte tuviera a bien visitarle.
Cesó el estruendo de las alarmas.
Román cruzó el umbral escoltado por los “Vigiles”. Sentía el tacto blanduzco e irregular de la basura bajo las suelas de sus zapatos de marca. El artista estaba maniatado y llevaba una venda negra cubriéndole los ojos, de manera que no pudiera ver los rostros de sus “verdugos”.
Escuchó cómo los “Custodios” desbloqueaban los seguros de sus ametralladoras. Uno de ellos manipuló la cerradura de las esposas que inmovilizaban sus manos y la abrió.
-¡Quieto! ¡No se le ocurra moverse! -ordenó desde la zona posterior una voz que le recordó a la de Alberto, el “contacto” que tantas veces le permitió franquear la entrada.
Román asintió con la cabeza mientras se frotaba los surcos de las muñecas.
-¡Camine veinte pasos sin mirar atrás! ¡Cuando acabe, tiene permiso para quitarse el antifaz!
Con paso indeciso, palpando su camino con la puntera de los zapatos por miedo a herirse, Román se introdujo en el “Infierno” mientras las alarmas de la puerta volvían a aullar avisando de su cierre. Le pareció percibir cómo los “Vigiles” cruzaban el umbral atentos a sus movimientos, preparados para descerrajar sus armas sobre cualquier insensato que intentara cruzar el muro y amenazara con infectar a los “Inmunes”. Román se creía rodeado de enemigos. Sentía que en cualquier momento saltarían sobre él y le asesinarían…
Se quitó el antifaz.
Las gaviotas sobrevolaban el vertedero entre chillidos, lanzándose, de vez en cuando a la caza de algún apetitoso despojo. Unos niños semidesnudos jugaban con las ratas sobre una de las inmensas montañas de basura mientras los adultos, ajenos al terrible hedor, rebuscaban entre la inmundicia.
El lejano estruendo de las avalanchas de desperdicios retumbaba sobre el silencio del ocaso.
Foto: Imagen de Henryk Niestrój en Pixabay
Belén Fernández Crespo
Nació y se educó en Aranjuez (Madrid). Es Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid.
En lo referente a la narrativa, aunque se dedica principalmente a la ciencia-ficción, también está muy comprometida con la visibilización de la figura del niño de diferentes capacidades. En abril de 2017, recibió el primer premio de la categoría adultos de Plataforma por la Escuela Publica de Aranjuez, por su relato “Sin Palabras”, que versaba sobre su inclusión en la sociedad. En septiembre de 2017 recibió el primer premio de la categoría adultos del XI Certamen de Relato Corto “Villa de Ontígola” por “Marte en Once Meses y Veintiocho días”, sobre la violencia de género. En abril de 2018, recibió el primer premio de la categoría adultos de Plataforma por la Escuela Pública de Aranjuez, por “Suplicio”, sobre los abusos a menores por parte de figuras de autoridad.
Tiene una página de Facebook e Instagram, “Mis Relatos al Viento”, donde publica un nuevo relato cada semana.
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Muy bueno.
Felicitaciones para la autora, es un cuento muy interesante.
Saludos,
José