Por Adán Echeverría
Todo comenzó en el teatro. La orquesta interpretaría algunos valses de Strauss, el conocidísimo, hasta el aburrimiento, Cuatro estaciones de Vivaldi, y alguna rareza de Satie. Sin embargo. el joven apenas pudo llegar a tiempo. Había lleno total y él aún no estaba lo suficientemente concentrado como para salir al escenario. Quiso cancelar, posponer o que un director suplente sacara el evento.
Volvió a casa. Entró cauteloso, sin hacer ruido. La casa estaba deshecha. Vidrios, trastes, lodo en las paredes, sangre en el techo, rastros de una batalla, o como si un huracán hubiera decidido levantar la casa, sacudirla con violencia para dejarla caer. Entre el desorden descubrió las piernas de su compañero, con quien compartía la renta, separadas de su cuerpo, y la mancha de sangre cual estela. Los aparatos electrónicos saltaron sobre él, de la misma manera que lo habían hecho toda la mañana. Pequeños robots que se habían reproducido a sí mismos y no le permitían escapar. Corrió a su estudio, encendió el estéreo y apuntó los altavoces hacia ellos, los acordes de La Valquiria de Wagner inundaron el aire, y las máquinas se detuvieron, hipnotizadas. El joven director, se colgó un reproductor portátil en el pecho, dejó escuchar la misma obra y con premura y cuidado, fue pasando entre los robots hasta salir de casa.
Regresó al teatro donde la oscuridad era tal que pareciera haber entrado a una caverna. Miró las butacas abandonadas llenas del polvo que dejan los años. Volvió sobre sus pasos, hacia la luz para alcanzar la salida a la calle. Afuera se vio frente a un amplio paisaje de jardines que se extendían hacia el horizonte. Como a doscientos metros, calculando, observó una gran columna de roca maciza con escaleras alrededor para alcanzar la cima. Una sombra cruzó encima de él, levantó la vista y el cielo estaba cubierto de mujeres desnudas que volaban amaneradamente, como si nadaran en un estanque de aguas profundas. El joven sintió que le faltaba oxígeno, que levitaba, elevándose hacia el cielo, hacia las mujeres que lo llamaban ansiosas. Se descubrió nadando en un mar tempestuoso. Nadó hacia la columna de roca y cuando se sintió a salvo, el concierto terminó.
El público aplaudió de pie, hilarante. El joven director temblaba frente a la orquesta. Dio la cara al público y agradeció. Saladas lágrimas le devolvieron la cordura.
Foto: Imagen de Tatyana Kazakova en Pixabay
Adán Echeverría

Mérida, Yucatán, (1975). Doctor en Ciencias Marinas. Investigador en CISEAN-UANE. Radicado en Matamoros, Tamaulipas desde 2018. Columnista de los periódicos impresos El Vigía (Baja California), La Verdad (Yucatán) Contacto (Matamoros, Tamaulipas), de los portales 4 vientos y La Piraña. Premio Estatal de Literatura Infantil Elvia Rodríguez Cirerol (2011), Nacional de Literatura y Artes Plásticas El Búho 2008 en poesía, Nacional de Poesía Tintanueva (2008), Nacional de Poesía Rosario Castellanos, (2007). Becario del FONCA, Jóvenes Creadores, en Novela (2005-2006). Ha publicado en poesía El ropero del suicida (2002), Delirios de hombre ave (2004), Xenankó (2005), La sonrisa del insecto (2008), Tremévolo (2009), La confusión creciente de la alcantarilla (2011), En espera de la noche (2015), Trapacería y fiesta (2015), Ciudad abierta (2019); los libros de cuentos Fuga de memorias (2006), Compañeros todos (2015), Mover la sangre (2019); y las novelas Arena (2009), Seremos tumba (2011), El corredor de las ninfas (2017). En literatura infantil ha publicado Las sombras de Fabián (2014).
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