José A. García
Debería sentirse un privilegiado ya que sus ojos veían maravillas que nadie más que él conocería ni sería capaz de comprender. No digamos ya de disfrutar. Pero, como sucede en todos los casos, y aun poseyendo cuanto deseaba, no era feliz. Ni se acercaba su situación a un sentimiento similar.
Quien solamente conociera su presente no comprendería el porqué de tanta tristeza, de tanta desazón, de tanta falta de serotonina cuando no se encontraba inmerso en la más absoluta apatía rodeado por pantallas múltiples y las conexiones neuronales a los satélites de exploración cuyo desarrollo él mismo había financiado. Apoltronado en un sillón ergonométrico, dos lágrimas perpetuas parecían empañar la visión de sus ojos cansados y aturdidos por tantos paisajes, por tantos colores, por tantas bestias que los drones de reconocimiento le mostraban en cualquier ángulo que pudiera imaginar.
Cualquier ignorante de su vida lo consideraría un desconsiderado con suerte; un quisquilloso que pretendía recibir más de lo que poseía.
Nadie conocía su secreto, nadie sabía de sus desordenadas lecturas digitales de Salgari, Stevenson, Verne, Rider Haggard, Rice Burroughs, Holmberg, Oesterheld, Howard, Borges, Le Guin, Bodoc, y Tolkien, entre otros apellidos ilustres. Nadie conocía su fascinación por ser un pirata aventurero descubridor de continentes perdidos, de civilizaciones olvidas, para realizar viajes a otro planeta, atravesando los límites de la realidad, para encontrar la Atlántida, Lemuria, Mu, la Tierra Media, el Dorado, un político honesto o el sentido común de la humanidad. Cualquier cosa que aún no fuera conocida por nadie más. Pero nada de eso le era posible. Nada en lo absoluto.
Ni siquiera podía levantarse del cómodo sillón, y no porque se hubiera adaptado tanto a su fisonomía que cualquier otra cosa le resultaría incómoda, sino porque, como habrán adivinado a partir del título de esta terrible historia: sus huesos eran de cristal. Claro que no literalmente, nadie tiene huesos de cristal; ni siquiera en los campos de incubación han llegado a tanto en sus experimentos génicos. Su condición era más una metáfora que una realidad, pero que no por eso dolía menos.
El dolor más grande que viviera fue el darse cuenta de su condición.
Cuando decidió dejar por primera vez su cubículo habitacional, silbando la clásica melodía del himno del campeonato mundial de fútbol de Italia 1990, luego de haberse preparado durante años, acopiando los conocimientos requeridos para perderse en la jungla, para sobrevivir sin GPS, para saber que el wifi no nace de los árboles como lo indican las leyendas urbanas, con su mochila cargada de vituallas, ropa interior de recambio y sueños, todo cambió.
Fue incapaz de alejarse demasiado de su portal.
A los pocos pasos, al comenzar a descender el primero de los cincuenta y tres tramos de escaleras, trastabilló y cayó, de frente, a lo largo de la totalidad de los escalones. Al llegar al nivel de la calle apenas podía respirar, la suerte había querido de ninguna de sus costillas rotas le perforara los pulmones; el resto de sus huesos estaban, cuando menos, triturados.
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La recuperación ósea le llevó cinco años, le tomó otros tres para que su cuerpo recuperara la postura erguida, y otros dos años para caminar de manera más o menos aceptable. Para ese momento sus piernas y brazos tenían la fuerza suficiente para cargar la mochila sobre su espalda, previo recambio de los alimentos enlatados vencidos.
En esa segunda oportunidad no fue la escalera quien limitó su aventura. Había logrado que colocaran un ascensor en el centro del módulo habitacional un año antes, cuando su recuperación se encontraba completa en su casi totalidad. Por lo que logró, diría que por primera vez, salir a la calle. Pero sólo para encontrarse con que, en medio del intenso tránsito de las absurdamente anchas avenidas, los semáforos tan sólo le otorgaban treinta segundos de tiempo para cruzarlas; luego de los cuales cada uno debía protegerse de la mejor manera posible de los automóviles autónomos que carecían de empatía suficiente para reconocer que ese bulto que se agitaba con espasmos de miedo delante de ellos probablemente era un ser humano.
Por suerte, porque de alguna forma hay que decirlo, la recuperación tras semejante accidente demandó solamente seis años.
Años en los que, desde su obligada postración en la cama, su única diversión se limitaba al estudio de las imágenes satelitales descartadas por las agencias de seguridad internacionales, las empresas de explotación petrolera y las constructora de carreteras móviles. Esas imágenes de acceso libre en la red le permitieron encontrar, en medio de los pocos kilómetros de jungla semi-virgen que aún perduraban, los restos de tres civilizaciones perdidas. A eso se sumaron las cuatro bases militares secretas de potencias extranjeras que el algoritmo de análisis de imágenes no había tenido en cuenta —cobrando la recompensa en efectivo por tal información—. Y, mirando en otra dirección, fue el primero en captar las señales de radio que llegaban desde algún lugar cercano a la estrella Betelgeuse. Esto último aún no fue oficialmente confirmado por la Alianza Transoceánica Espacial (ATE), pero la continuidad de la relación laboral hace pensar en la existencia de las mismas.
Con el dinero cobrado por su nuevo trabajo adquirió las primeras pantallas de inmersión completa del mercado; con ellas cubrió la totalidad de las paredes —incluido el techo— de su cubículo habitacional. Había recibido un sinnúmero de recomendaciones de todos sus médicos de que evitara exponerse a nuevos intentos por conocer el mundo exterior, por lo que lo único que podía hacer era continuar invirtiendo en tecnología que le permitía llevar sus sentidos allí donde físicamente no podía ni acercarse.
Podríamos decir que le fue bien, claro, juntó mucho dinero que invirtió en tecnología en desarrollo al tiempo que financió experimentos en los campos de incubación buscando una cura para su mal. Se mudó a un cubículo más grande, pero sólo para contar con más espacio para colocar más pantallas y conectar su cerebro con el mundo las ciento sesenta y ocho horas semanales. Se convirtió en algo así como un millonario filántropo como los de esa casta que se extinguió a principios del siglo XXI, esos que hacían creer a la sociedad que les importaban en qué se invertía su dinero.
Cualquier rincón del mundo, por mínimo que fuera, estaba a su alcance. Para cuando la ATE se dio cuenta de sus capacidades de observación y atención múltiple, sumó a sus pasatiempos la exploración del sistema solar.
Su sueño de explorarlo y conocerlo todo comenzaba a cumplirse.
Pero había algo que no se adecuaba a sus expectativas.
Quizá sea hubiera resultado una experiencia mucho más enriquecedora toparse con los restos del último Oso Panda en cautiverio en persona y no a través de una cámara de megadefinición. O descubrir que esas rocas de la garganta de Olduvai no eran meras formaciones líticas sino que habían sido intervenidas por manos que bien podrían ser de algún desconocido antecesor del Homo-Sapiens-Sapiens. O hacer captado el regreso de Oumuamua a las cercanías del Sistema Solar por cuarta vez por encontrarse en el espacio profundo y no sólo mirando una pantalla.
Si pudiera salir a ese mundo que solo conoce en imágenes —que no siempre tenían la mejor calidad, todo hay que decirlo—, no sería reconocido en todo el mundo, ni serían posibles sus múltiples emprendimientos. De ser así tal vez no tendría todo el dinero virtual que se acumula en sus cuentas interbancarias. Tal vez no hubiera logrado nada y no sería nadie más que él, sin dinero alguna, viviendo en el mismo cubículo de categoría mínima como el resto de nosotros.
Pero, sin lugar a dudas, tal vez sería feliz consigo mismo.
Al menos eso es lo que prefiere creer. Yo, por mi parte, ni siquiera perdería el tiempo preocupándome por algo que no se puede cambiar.
FOTO: Freephotos en pixabay
José A. García
Argentina, 1983. Escritor, guionista de historietas, blogger y profesor de historia. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014) y diversas colaboraciones en publicaciones literarias, tanto dentro del género de la ciencia ficción como por fuera del mismo, de Argentina y España en formato digital y en formato papel. Actualmente se encuentra preparando una nueva compilación de relatos de ciencia ficción pronta a editarse, en algún momento, en el futuro, quizá muy lejano.
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