Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

En Cronistas Ómicron, Marcos García nos comparte su relato “Demo”.

Marcos García

El casete que estaba escuchando era el demo de una banda desconocida de black metal local, Demoniacum. Eran buenos. Aisló cada pista para oírlas por separado: las guitarras primero, la voz, la percusión y el bajo. Debía buscar en ese espacio limpio de sonido. Quedó un ruido de fondo que parecía el murmullo que se oye al cambiar una emisora por otra. Una vez había leído que ese sonido es la radiación de fondo, el eco del Big Bang, que aún resuena después de trece mil ochocientos millones de años. Rebobinó la cinta y lo depuró una vez más. Quedaron cuatro minutos de silencio, subió el volumen al máximo para percibir un murmullo. Un grito desgarrador lo hizo saltar de la silla y puteó del susto. Lo había encontrado, el cantante había dicho la verdad: hacía cinco años habían insertado entre las pistas de la canción la grabación de un homicidio. 

      Ana, su superior directa en la universidad y amiga, le había pedido que colaborara en el análisis de la cinta y había sonado como una orden. Acudió a él porque quería ayudarlo a limpiar su nombre, le dijo; pero Julián sabía que era porque había aprendido con ella, la mejor paleo informática del departamento. La única que le siguió dando trabajo, le ayudaba en proyectos breves-los hacían juntos- que ella matizaba con reproches pero que pagaban el alquiler. Además, nadie más sabía muy bien qué hacer con esa tecnología. Las acusaciones, estar sin trabajo, las deudas; la bronca te va quemando despacio hasta que te cuece.

      —Que me busquen mis acreedores ahora— dijo ajustando el cabezal electrónico.

      Era capaz de aprovechar todos los trucos que le habían enseñado. Su mentora era de las pocas personas que hablaba con él:

      —Lo primero a entender es que en una superficie sensible se graba información de audio y video, o imagen, pero esto es un porcentaje ínfimo del total de la huella que se imprime. Hasta ahora sólo podemos leer un uno por ciento de lo que grabamos.

      Una vez le hizo escuchar lo que se había grabado en un diminuto canal de un plato de arcilla de la cultura Querandí. Voces de una lengua perdida en el tiempo. 

      —Hay más aún—le había dicho—. Sólo que no podemos leerlo.

      Lo segundo que había que entender era si valía la pena recuperar esa información. En este caso, al parecer, sí valía.

      Rebobinó hasta el inicio de los gritos, duraba siete segundos y se cortaba de forma abrupta. Erizaba la piel escucharlo. Amplió la definición y la voz se hizo más clara. Los gritos parecían reales, algo terrible había pasado y lo habían grabado. Avanzando unos segundos más había un silencio, un espacio de tiempo que no respondía a ningún filtro analógico. Diez segundos muertos. Rebobinó varias veces y aplicó todos los trucos conocidos y nada. La cinta parecía detenerse en ese tramo, el cronómetro no corría, parecía no tener tiempo de reproducción. En el minuto seis, cuarenta y siete segundos se escuchó un murmullo. Lo rebobinó una vez más y subió el volumen. Un sonido que arrancaba suave y ascendía hasta convertirse en un gruñido y un alarido articulados. Lo rebobinó y volvió a escuchar aislando el ruido del cabezal. Ya no volvió a percibirlo. El murmullo había desaparecido. Sintió una oleada de repulsión a seguir escuchando, un rechazo instintivo.

      —Se hizo muy tarde— dijo quitándose los auriculares. Hizo dos copias en dos casetes de sesenta minutos, los puso en sobres diferentes y almacenó el original en el archivo. Dejó el informe en el escritorio de Ana y salió del estudio. 

      La madre de la chica vino a reconocer el track y confirmó la voz, era su hija. Leila había desaparecido hacía cinco años. Tras la investigación de la policía, en la que se había hecho un seguimiento de la trayectoria under de la banda en los últimos siete años, rastrillaron varios antros en los que habían tocado y en el sótano del Du Pont, un hotel abandonado hacía tiempo, en un cuarto lleno de basura y muebles rotos, se encontró el esqueleto de una mujer de veinte años tapiado en la pared. 

      —Su novio la mató, siempre lo supe—dijo la madre a la prensa—. Pero al menos ahora puedo llorarla.

      El músico se había suicidado después de confesar. 

      —Claro, ¿por qué cortar con el esperado desenlace? ¿Para qué echar algo de luz en esta mierda retorcida y oscura?— pensó Julián.

      Los días pasaron y el caso quedó sepultado por los que siguieron luego, pero el asunto de esos diez segundos vacíos lo hizo sacar el demo del archivo una vez más. Lo examinó bajo la luz de una lente que se usaba para montar carretes y el fragmento de cinta no revelaba nada disparejo respecto del resto.

      Sin embargo, era indiferente a todos los filtros mecánicos. Probó con una tecnología relativamente nueva basada en la computación que utilizaba un programa muy básico de grabación electrónica. La hizo correr en la Cómodore del departamento con la ayuda de un programador amigo. Tampoco obtuvo resultados. En la pantalla, el segmento aparecía normalmente y los segundos transcurrían de forma usual. Pero al reproducirla en el grabador ese fragmento desaparecía. Sin tiempo, sin espacio, una ausencia. El sonido que había oído no estaba, una alucinación auditiva quizás. Julián imaginó que se había debido al cansancio.

      Mientras trabajaba en otro proyecto, casi por accidente, se le ocurrió. Tomó el demo y en el segmento de cinta presionó el botón REC del reproductor y grabó unos segundos del fragmento:

      —Uno, dos, tres…—dijo.

      Al reproducirlo no se escuchó su voz. En su lugar se oía a la chica llorando y gritando. Se impresionó y rebobinó una vez más. Volvió a escuchar. Nada. Luego pensó en un error de la lectora o en que el estrés le estaba comiendo la cabeza. Entonces volvió a grabar acercando los labios al micrófono. 

      —Cuatro, cinco, seis…— lo retrocedió hasta el lugar exacto del inicio y lo reprodujo.

      Un siseo mezclado con gorgoteos, semejante al sonido que emitiría un animal, creció hasta unirse al alarido de la mujer.

      El grito lo hizo retroceder y le tomó unos segundos volver del sobresalto. Regrabó.

      —Ocho… nueve…

      Volvió al minuto seis, cuarenta y siete segundos y escuchó. No hubo respuesta, se oyó un ruido de interferencia durante cuatro segundos y un sonido suave que se convertía en un gruñido le impidió continuar. Se sintió acechado de una forma extraña.

      Se arrancó los auriculares y salió del estudio sin mirar atrás.


Al día siguiente comentó el asunto con su jefa. Ella le dijo, con poco interés, que lo revisarían juntos. Cuando le mostró el trozo de cinta que no respondía a los filtros se intrigó. Lo dejaron después de varias pruebas infructuosas. 

      —Los gritos están ahí y después…después no —Julián no podía ocultar la frustración. 

      Ana guardó el material y habló con palabras conciliadoras, siempre lo hacía después del asunto de la suspensión:

      —Creo que hay dos líneas de resolución para lo que decís que pasó. Una es la más convencional, la otra es la más elegante. 

      —¿Cuál es la convencional?

      —Que estás presionado, bajo la tensión de estos últimos tiempos. 

      Julián sonrió:

      —Eso nos deja con la elegante.

      Recordó que la elegancia es una cualidad de las hipótesis comprobadas que se convierten en teorías: la teoría de la relatividad, la de la selección natural, se imponen por su verificación pero también porque desde que fueron el germen de una hipótesis eran distinguidas en su simpleza: elegantes. Julián se alegró; al parecer, ella le creía.

                  —Hay una hipótesis, Julián, no es muy conocida porque es bastante nueva, que habla de una rama de la paleo informática y la arqueo acústica: los métodos conocidos que tenemos para imprimir información son magnéticos y electrónicos, sólo graban un canal o dos, audio y video, pero se cree que el material es capaz de absorber un espectro de información más amplio. Hay más información grabada, sólo que no tenemos cómo leerla. 

      —¿Y eso cómo explica los sonidos que escuché?

      —Podría ser un eco, un eco de tiempo y de espacio. Algunos conjeturan la hipótesis de que podría alojarse un continuo de espacio y tiempo entero en un material muy perceptivo. Un eco del pasado. 

      Julián la miró.

      —¿Un eco del pasado contenido en diez segundos de cinta?— preguntó.


A la madrugada se despertó inquieto. El cerebro no duerme del todo. Despertar en la oscuridad es para tener en cuenta: algo lo había sacado del sueño. Se incorporó y se quedó en silencio escuchando en la penumbra. La sensación de que no estaba solo lo embargó y salió de la cama. Cuando quiso encender la luz ésta no prendió así que empezó a recorrer la habitación sin hacer ruido. Un sonido tras de sí lo hizo girar en seco. Venía de detrás de la pared que daba al pasillo. Se acercó y el sonido se convirtió en arañazos. Retrocedió de un salto y tropezó con una silla del escritorio.  Del otro lado, la pared era rascada con frenesí. Julián estaba paralizado en el suelo sin poder ver nada. En la negrura se oían los arañazos deshaciendo en jirones el empapelado barato y descascarando la pintura. Retrocedió con los talones en el suelo hasta que lo detuvo la pared contraria. El sonido fue de madera y cemento que se desmoronaba, como si el revoque hubiese reventado. Algo seco cayó al piso unos segundos después y comenzó a arrastrarse en la oscuridad. Sintió que eso se acercaba espasmódico, convulso. Julián gritó y se arrastró hasta donde recordaba estaría la ventana. Los arañazos en el suelo se intensificaron: se resbalaba apresurado a su encuentro. Arrancó de un tirón las cortinas negras y la luz de la calle entró de lleno en la habitación. No vio más que la pared destrozada y desparramada en el suelo entre yeso, maderas y hojas de diario. Los ruidos habían cesado. Recorrió el cuarto con la vista. Nada. Estaba solo. Se acercó a la pared un poco para examinarla. El diario mostraba en una página un artículo que él conocía bien, su foto estaba en el centro del texto bajo un título en negrita. Un gorgoteo a un lado lo hizo voltear y cuando miró de nuevo la luz estaba encendida, la pared estaba intacta y no había nada más que su ropa en el suelo.


La mujer estaba sentada en el café con la mirada perdida y los ojos enrojecidos.

      —¿Qué puede decirme de Leila?

      Ella pitó profundamente el cigarrillo Conway y habló mientras soltaba el humo.

      —¿Usted es el de las noticias, verdad?

      Por un segundo, Julián reprimió desviar la mirada y asintió.

      —No se preocupe… hace tiempo que no juzgo a la gente—dijo la mujer y continuó fumando—. Leila era una chica muy introvertida, no tenía amigos. Siempre usaba un walkman para escuchar música, para grabar. Quería estudiar periodismo. A pesar de todo, siempre hablaba conmigo. Hasta me alegré cuando me contó que había conocido a un chico que era músico —su gesto se tornó duro—. La banda era un grupo de adolescentes, andaban siempre juntos y tocaban esa música. Pero pasaron cosas…

      —¿Qué tipo de cosas?

      —Misas de medianoche, la ropa, los libros que leían. Era bastante extraño incluso para el comportamiento de una adolescente. Aunque todo se volvió más retorcido con los gatos… secos.

      Julián la miró sin entender.

      —En el garaje donde ensayaban hallamos varios animales en un extraño estado de descomposición, parecían secos o momificados. Yo le pregunté qué estaban haciendo pero ella no me contaba nada ya. La amenacé con prohibirle que saliera con ellos—. La mujer se tapó la boca.

      —Ahí fue cuando escapó—dijo Julián.

      Ella asintió.


Ana lo escuchó mientras le contaba de su encuentro con María, la madre de la chica del track.

      —Nada fuera de lo común entre esa gente del black metal. Podría decirse que es su estética y así se venden. ¿Te dijo algo más?—preguntó Ana.

      —No, pero creo que se calló cosas. 

      —Probablemente. Esa mujer sufrió demasiado ya. ¿Por qué no la dejás tranquila?

      Julián asintió. Luego se preguntó qué se sabía del resto de la banda.

QUIZÁS TE INTERESE

La Cabra fue uno de los sótanos, bares y tiendas de rock pertenecientes al submundo del black metal en donde investigó aquella noche. Descubrió que nadie sabía nada del resto de los integrantes de Demoniacum. La madre de Leila le había nombrado alguno de los lugares y otros los encontró por su cuenta.

      —Ella dijo que tenían contrato, que grabarían un demo. Después que desapareció quise, no sé, buscarla en los recuerdos, y encontré el casete en una tienda. Me estremecí cuando lo oí por primera y única vez. Una angustia insoportable me invadió. 


Bebió algo de whisky sin hielo sentado junto a la ventana que daba al patio de su casa. La bebida había llegado después de la destitución. Aunque unos meses más tarde la pudo controlar un poco, ya se había instalado en su vida. El reflejo de las luces policiales lo hizo pararse del asiento, pasos que venían a la casa y los persistentes golpes en la puerta le trajeron los recuerdos de aquella vez que fueron a buscarlo.

      —¡Qué se pudran! —pensó de nuevo—. Esos hijos de puta. 

      Cuando abrió la puerta se quedó observando la calle vacía. No había nadie. La luz a su espalda se apagó. Cuando se dio vuelta el interior de la casa era un abismo de oscuridad; una sensación de pavor obsceno le hizo retroceder despacio hacia la calle. Un chasquido desde lo profundo de cuarto, el sonido que haría un puñado de madera hueca, se arrastraba frenético hacia la puerta. Julián retrocedió aun más hasta que llegó a la acera.


Ana trajo la jarra y sirvió café en dos tazas.

      —No creas que todo lo que nos muestra la mente es cierto, o al menos, no así como te lo muestra —le dijo mientras le ofrecía una taza.

      —Lo que me muestra se ve muy real, Ana.

      Ana se quedó en silencio fumando. 

      —Mañana analizaremos la cinta, podríamos estudiar el lado C si hace falta.

      Julián la miró con atención.

      —Con equipo adecuado el borde de la tira magnética se puede usar para alojar sonido en una frecuencia modulada muy baja. Hace algún tiempo se desestimó la idea pero se considera que algunas frecuencias perturban el funcionamiento del cerebro y se las asocia con estados alterados de conciencia.

      Julián pensó un momento.

      —¿Decís que estoy bajo el efecto de una hipnosis, o una especie de… droga magnética?

      Ana encogió los hombros y le sonrió.


No pensó que la madre lo fuese a recibir pero la puerta se abrió y lo hizo pasar. Se situaron en el living desde donde podía ver lo que la mujer dijo era la habitación de Leila. Cuando ella volvió traía una caja que depositó sobre la mesa.

      —No creo que encuentre nada de interés pero acá está todo lo que guardé de su habitación. 

      —Disculpe las molestias que se está tomando, María.

      —No se preocupe. El duelo por ella lo hice hace cinco años y ahora…no sé… creo que solo estoy tratando de entender.

      De la caja sacó varios discos en vinilo de bandas de metal, tenían nombres en una tipografía que semejaba las grietas en la roca o el cuero gastado, posters de grupos de integrantes pelilargos vestidos de negro y con el rostro maquillado. Había varias grabaciones en casetes con el nombre escrito en lapicera imitando las letras de los discos, novelas de terror de autores europeos y otros libros. Uno era sobre mitología en el que encontró, a modo de separador, una hoja cuadriculada con un símbolo dibujado en lapicera negra. Julián anotó los nombres de los libros, de los discos y copió el símbolo.

      —Le recomiendo que preste atención a los libros. En las cintas no hay nada exceptuando la que usted analizó.

      —¿Usted las escuchó todas, verdad?

      La mujer sacó lo que parecía ser una tabla Ouija de una bolsa roja y con un gesto en los ojos -que después Julián advirtió era de asco- le preguntó:

      —¿Conoce el término psicofonías? 

      —No —dijo Julián.

      —Hay una pseudo ciencia que estudia el sonido. Se considera que cuando se graba una muerte algo más que el sonido queda pegado en la cinta, un tipo de energía. Pero yo no encontré nada en esos casetes. Por otro lado, habla de trasmisiones del más allá, como si se tratara de una comunicación: algo enviamos y algo viene. 

      Julián guardó la libreta y ojeando un libro preguntó como por descuido:

      —¿Ella le mencionó algo sobre sueños, o visiones? 

      La mujer fumó. Su mirada era profunda.

      —¿Sueña con los muertos, Julián? Ellos le mostrarán lo que usted se calla, con visiones, con voces y con horror—. Julián pensó en su foto en aquella hoja de diario. Fumando largamente, la mujer continuó: —Ella nunca me dijo nada sobre visiones. Yo sí las tuve algún tiempo. Al final conseguí interrumpirlas.


En el laboratorio el trabajo comenzaba a apilarse en columnas de discos y rollos de cinta. Su jefa ya le había dado un ultimátum al respecto. Presionó play y escuchó concentrado. La voz que respondía no quedaba registrada en otras cintas como para una comparación pero de oído sonaban muy parecidas. Pensó en lo que le había dicho Ana sobre aquellas teorías de la información: Una experiencia entera que se reconstruye a partir de la huella que deja en la materia. El universo se bifurca y surge un continuo nuevo. Si pudiéramos leerla podríamos reproducirla.

      La mujer sollozaba cada vez aunque de formas diferentes; los gritos se repetían pero eran distintos.

      —Mi hija está enterrada, Julián, y la verdad, no sé si habrá descanso para los muertos—le había dicho María—. Algo es seguro: no creo que usted esté hablando con Leila. 


Se dedicó a adelantar trabajo durante toda la tarde hasta que se hizo la hora de cerrar. Antes de salir vino Ana y organizaron juntos el material del día siguiente. 

      —Un continuo de tiempo espacio grabado es otra dimensión—dijo él llevando unos archivos a un cajón.

      Ana lo miró con leve fastidio y preguntó:

      —¿Seguís escuchando voces? 

      Julián dejó pasar el comentario.

      —Posiblemente sea una dimensión nueva—respondió finalmente Ana—. Pero con una física muy diferente a la de este universo. Aquello que la habita no se debe mover por el espacio y el tiempo como vos y yo. 

      Julián disimuló su inquietud por contarle la hipótesis que había estado barajando todo el día:

      —¿Y si surgiese una entidad que fuese como un retrovirus? En el caso de la cinta sería un parasito magnético que se auto replica utilizando información. Una entidad que es pura información, y que puede ir donde la materia no.

      —¿Una especie de meme, como diría Richard Dawkins? —dijo Ana sonriendo—. ¿Y cómo fue a parar al casete, Julián?

      —No sé. Quizá quedó atrapado en la cinta.

      —Si es así, hay un par de leyes de la termodinámica que está violando. Debería consumir cantidades masivas de información de este universo para sobrevivir acá.

      Julián la miró con atención:

      —¿Qué tipo de información?


La calle ya estaba oscura y mostraba un horizonte violáceo que cortaba el cielo con el filo del crepúsculo. No quería volver a su casa y entró en un café, se puso a ojear el libro que le había dado la madre de Leila. Examinó el dibujo de la hoja y lo buscó en los capítulos marcados hasta que reconoció el símbolo. El apartado refería a un espíritu pintado en platos de arcilla de tribus del pasado. Decía que se comía el alma del que escuchase su nombre. Más adelante se hablaba de los rituales prohibidos: retratar a otros seres humanos era tabú entre los antiguos; se pintaban jabalíes y bisontes como ritual de caza. Pintar, grabar o representar equivalía a poseer.

      Guardó las notas y observó por la ventana, se dio cuenta de que un hombre flaco lo miraba de costado; alguien dijo algo que no pudo oír cuando pasó a su lado. Esperó un poco y al final decidió que era hora de irse. Se levantó y después abrió la puerta para salir. La calle tenía pegada, como alquitrán, toda la oscuridad de la noche. El aire se sintió más seco cuando empezó a soplar y un rumor que se volvió un gorgoteo le llegó desde lejos.


María levantó el teléfono y escuchó la voz agitada de Julián que le decía lo mismo que le diría a Ana minutos después:

      —Creo que el demo reproduce un sonido antiguo que nació con la humanidad, grabado en piedra, en arcilla, en rollos de cera, en discos de vinilo; es un parásito, es algo oscuro atrapado en este mundo. Ha pasado por distintos soportes para perpetuarse. 

      La mujer seguía en silencio, procesando las palabras.

      —Me dijo que estaba tratando de entender —continuó Julián —. Estaba equivocado, María. La cinta tiene un vacío que no puede analizarse porque es un tajo en la pared que divide este mundo del infierno, o de un lugar muy parecido al infierno. Un universo que es la pesadilla de este.


Minutos después de colgar, Julián estaba frente a la entrada del hotel Du Pont, casi a ciegas, encontró la puerta del sótano, rompió el viejo cerrojo y descendió a la oscuridad.

      Más abajo las maderas chirriaron con algo que subía peldaño por peldaño. Esperó a mitad de la escalera, sacó un grabador de bolsillo y habló a las sombras.

      —¿Conocés la entropía?

      El gruñido se escuchó pocos pasos más abajo. Los arañazos treparon rabiosos. Julián aguantó. Cuando el contador de la pantalla ledmarcó seis minutos, cuarenta y siete segundos apretó REC.

FOTO: Marcos García

Marcos García

Nacido en 1978 en la ciudad de San Pedro, Buenos Aires, Argentina, es dibujante y aprendiz de escritor. Escucha metal, música electrónica y experimental. Lector compulsivo, profesor de Lengua y Literatura. Ha expuesto obras pictóricas en su ciudad y ha publicado historietas (R.A. Realidad aumentada) en “Distópica” de editorial Perro Gris (San Pedro-Buenos Aires-Argentina). 

Representa la realidad como la ve, pero no soporta el realismo. Retro futurismo, ciencia ficción, terror y fantasía son sus géneros favoritos para incursionar. A veces los mezcla todos.

Descubre más desde Teoría Ómicron

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo