Por Irene Carrillo
-¡Ding dong!- el timbre sonó sin ningún apuro por ser contestado.
Caminé lento hacia la puerta frotándome los ojos, y la abrí sin siquiera preguntar quién era. A las 4 de la mañana, el instinto de preservación está igual de dormido que las funciones básicas del cerebro.
-¿Sr. Uzcátegui? – era un voz envolvente, un tanto melosa.
– Sí. Soy… -mi respuesta fue interrumpida por un profundo y honesto bostezo- yo.
– Sr.Uzcátegui. – dijo el visitante no deseado y extendió su mano derecha esperando una enérgica sacudida-. Le saluda Germán Ramírez del departamento de Cobranzas Internas y Coactivas.
– ¿Del departamento de qué?- pregunté con el cerebro aún apagado.
-Cobranza Internas y Coactivas. Hemos venido a cobrar la deuda que usted mantiene con el Estado Mayor.
-¿Deuda? – pregunté ya con un poco más de concentración en el asunto. Enfoqué la mirada para ver la cara del cobrador. El Sr. Ramírez usaba un traje azul, sin una sola arruga, la textura acartonada del traje hacía que este se viera perfecto; tantas líneas rectas le daban al hombrecillo la apariencia de ser más alto. Cómo era de esperar, el Sr. Ramírez estaba acompañado de dos hombres gigantes, forrados de pies a cabeza de una especie de plástico negro, reluciente.
– En este punto, Sr Uzcátegui, ya no podemos aceptar el pago de forma diferida. Ahora, las medidas a tomar serán rotundas y tajantes. Las notificaciones enviadas por el Departamento dejaron en claro que la deuda no es renegociable- . Sus palabras, un tanto amenazadoras y demasiado articuladas –sin dejar en su cara una expresión histriónica-, estaban acompañadas de una extraña sonrisa demasiado cortés, que me causaron un escalofrío en la nuca.
Antes de poder responder, los dos hombres vestidos de negro entraron a la casa y me ayudaron a salir, en contra de mi voluntad. Me acompañaron por el pasillo, un pequeño empujón me mantenía en constante movimiento, los dos hombres eran una máquina bien aceitada.
-Sr. Uzcátegui, debemos cobrar nuestra deuda-. El hombrecillo iba, el tono tan tranquilo de su voz me ponía aún más nervioso.
El toque de queda cumplía su efecto deseado y no había nadie en los pasillos del edificio. Tampoco me hubieran ayudado, ser arrastrado por agentes del Estado Mayor era algo a lo que nadie en sus cabales se enfrentaría.
Me subieron a una camioneta con vidrios polarizados, me cubrieron la cabeza con una capucha negra. Aunque no lo veía, sabía que me llevaban a una de sus instituciones. No sabía a cuál pero estaba seguro de que el resultado no sería placentero.
Desde pequeños, tanto padres como Centros de Adiestramiento nos explicaban cómo funcionaba la justicia distributiva en la que estaba basada La Sociedad. Era una especie de socialismo funcional donde se quitaba a los que tenían demasiado para dárselo a los que de verdad lo necesitaban. Todos tenían lo que merecían.
Por el tiempo de viaje supuse que era uno de los edificios que colindaba con El Muro. Detrás de este, se podía divisar el territorio de los Inservibles. Yo nunca había estado ahí, pero cuando éramos niños algunos se jactaban de escalar el Muro para lanzar pedazos de pan seco a los inservibles. Yo nunca había estado ahí. Supongo que la seguridad era casi nula en ese entonces.
Las historias decían que una vez que el Estado Mayor te llevaba a uno de sus edificios, no salías de ahí. Eran historias infantiles. Aunque los niños no mienten. Tragué saliva y esperé lo peor…
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Las historias no eran del todo ciertas. Salí del edificio blanco. Solo que no completo. Además de sentir que me faltaba una gran parte de mi dignidad y la facultad de tomar decisiones por mí mismo, también me faltaban las piernas, que habían sido removidas desde la base de la cadera con un corte limpio que dejaba ver los dos perfectos muñones que me acompañarían el resto de mis días.
Los mismos hombres que me había llevado a cumplir mi condena, me sacaron por la puerta trasera del edificio blanco. Me depositaron en una silla de ruedas y enseguida con una pistola electrónica instalaron un chip en mi muñeca que ya había sido tatuada con un número y código de barras.
Los acompañaba Ramírez.
– El chip contiene su
dirección actual y activará la alarma si usted se acerca a menos de 100 metros
de Territorio Correcto. Este es el informe de su crimen y una explicación
completa de la pena aplicada. Firme aquí.
Dos rupturas de tobillo, un mes de reposo por cada una. El Estado Mayor no
puede mantener a seres que no están dispuestos a producir, Sr. Uzcátegui. Con
su reposo el Estado perdió cerca de 250 000 dólares mensuales. Sin producción
ni consumo usted no nos sirve más.
Estoy seguro que el nuevo individuo al que se le reasignaron las piernas podrá
contribuir a tiempo completo al desarrollo de La Sociedad. Las piernas serán
bien aprovechadas. Esta silla de ruedas es el último gasto que el Estado Mayor
tendrá para su persona. De parte del Estado Mayor, agradecemos su cooperación,
Sr Uzcátegui –. Extendió su mano cómo un gesto programado, obligándome a
recibir su fuerte apretón de manos y nuevamente esbozó su sonrisa de plastilina-.
Mucha suerte.
Los tres hombres se alejaron en silencio, entraron al lado correcto del Muro y cerraron la gran puerta de hierro forjado.
Foto: Imagen de Olya Adamovich en Pixabay
Irene Carrillo
Quito-Ecuador, 1988.
Escritora y docente, cree en el poder de las palabras para cambiar el mundo. Con estudios en Comunicación Social con mención en Literatura, trabajó como promotora de adopción de animales abandonados, en El Comercio como redactora de varias secciones relacionadas con la cultura del país y en campañas de derechos humanos y prevención del VIH para población LGBTIQ. En su reciente trabajo como docente buscaba enseñar a jóvenes sobre la importancia de la comunicación, el lenguaje y la literatura para su bagaje de aprendizaje. Actualmente se recupera de un accidente cerebro vascular provocado que, aunque la alejó por un tiempo del camino, le ha dado oportunidad de dedicarse a su depresión, a sobrepensar el mundo y a su escritura.
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