C.M Federici
PRIMERA ENTREGA
El presente relato es exclusivo y lo publicamos por entregas. En este número se publica la primera entrega.
Era cilíndrico. Brillaba con el puro lustre de la plata.
Había estado enterrado durante ochenta mil siglos. Giraba alrededor de un eje…, lenta, muy lentamente. Emitía un fulgor tenue y extraño…, con algo de lejano, como un fragmento milagrosamente caído de alguna nebulosa extragaláctica.
Y hablaba.
El objeto cilíndrico, que relucía como plata pulida, el mecanismo que giraba lentamente alrededor de su eje horizontal (y que podría haber estado girando desde el comienzo de los tiempos), hablaba.
Los siete hombres —habían sido los Siete Grandes; ahora, ante el Cilindro, todas las categorías y letras mayúsculas se desvanecieron en una humildad avasalladora—, los siete hombres temblorosos que se habían reunido alrededor de la mesa negra donde descansaba el Cilindro permanecían inmóviles, sintiendo el goteo incesante de las frentes, de las palmas, de las espaldas debajo de las túnicas.
Y escucharon.
El cilindro habló y ellos escucharon. Eso era todo lo que podían hacer.
1
Escribe las cosas que has visto, y las que son,
y las que han de ser después de estas.
Apocalipsis 1:19
Hoy, finalmente, bajaron.
Me tapé los ojos para protegerlos de su resplandor. Entonces perdí el conocimiento… Estoy empeorando, no lo ignoro. Se quedaron conmigo varios días; de algún modo, lo sé. Aunque estuve todo el tiempo sumido en un letargo gelatinoso, sé que se quedaron.
Me desmayé cuando bajaron y no pude verlos. Y cuando desperté, ya habían desaparecido.
Pero habían dejado algo atrás.
Recogí el objeto, que había rodado hasta mis pies, no sin cierta vacilación. Era tan… ajeno. Aun así, alguna reminiscencia cuyo origen no acertaba a reconocer guio mis dedos a los lugares indicados. Cuando presioné (¿instintivamente?) sobre las protuberancias rojas en los extremos, comenzó a girar con lentitud. Tenía el aspecto de un cilindro con ambos extremos ahusados, atravesados por un eje que descansaba sobre dos pies triangulares elaborados con extraordinaria artesanía.
Retiré las manos y lo dejé en el suelo.
Y entonces habló.
—¿Qué será esto? —dijo.
Entendí. No con la ayuda de mi mente obnubilada, sobre la que ya percibía la oscuridad final. Debió de ser mediante algún otro proceso que no intenté analizar. No estaba en situación, obviamente, de poder destramar todo el universo para explorar el origen último de todos los porqués. De hecho, lo entendí, y eso era lo único que interesaba entonces.
Entendí. Al ver el objeto había pensado:
—¿Qué será esto?
Y mi pensamiento fue capturado y luego reproducido, en una suerte de grabación psíquica. De esta manera me fue revelada la función del dispositivo: todo cuanto pensara se grabaría mientras el Cilindro giraba; y luego, de algún modo, podría reproducirse.
…¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Por el bien de quién? No lo sé. Pero siento hambre de contarlo todo. Lo registraré todo en el Cilindro y lo dejaré allí como una descripción de todo lo ocurrido desde el principio…, hasta el final.
2
Porque el temor que me espantaba me ha venido.
Y me ha acontecido lo que yo temía.
Job 3:25
Se les vio por primera vez en 1983. A gran altura sobre Washington, sobre Londres, sobre París, sobre Moscú y Pekín. Y sobre Florencia, Ginebra, Madrás, Leningrado, Montevideo, Ciudad del Cabo, Honolulu…; en fin, en el cielo de todas las ciudades de la Tierra, tanto pequeñas como grandes. Siempre eran tres: uno a escala gigante y otros dos un poco más pequeños.
Mi nombre es Juan, aunque aquí me llaman Jack. Cierto día emigré al norte. No obtuve lo que pensé que obtendría (quizás así es siempre en la vida), pero ahí me detuve, posiblemente por inercia, y adopté otro idioma y otras costumbres.
Recuerdo que una mañana temprano tuve que apresurarme con el desayuno…
—¡Clara! ¿Está pronto el café?
—Ya está, ya está… ¿Te frío un par de huevos?
—No… No tengo tiempo.
Clara me regañó y sacudió la cabeza llena de rizadores.
—¡Siempre apurado! ¿Por qué no te levantas un poco antes?
No contesté. Ella lo medía todo con su rutina, y yo estaba ocupado en cosas más trascendentes, a mi juicio. Tragué, me limpié los labios y me levanté.
— ¿Ya se fueron los chicos, eh? —comenté—. ¿Qué, les dio por madrugar?
—Ya sabes cómo son —replicó Clara desde la cocina—. ¡No se quieren perder esa dichosa marcha “de protesta”, como la llaman! Contra la infiltración comunista, dicen…
Me detuve justo cuando estaba a punto de ponerme la chaqueta.
—¿Otra más? ¿Pero están todos locos esos estudiantes? ¿Para qué diablos nos vinimos de allá? ¡Creí que todo eso había quedado atrás, maldita sea!
Ella se encogió de hombros.
—Que se hagan el gusto… Si los contradecimos, se van a empecinar más.
—¡Qué época podrida estamos viviendo!—. Me abotoné la chaqueta, de mal humor.
De pronto percibí una tensión peculiar en la casa. Miré bien la cara de mi esposa. Le conocía esa expresión… Me traía a la memoria momentos que habría preferido dejar en el olvido. Quise decirle algo apropiado, pero encontré mi boca seca.
—¿Cómo pasó esto? —musitó ella—. ¿Cómo terminamos otra vez hundidos en la misma charca? ¡Creí que al emigrar iba a cambiar todo eso!
¿Qué le habría podido contestar? Lo filosófico nunca fue mi fuerte. Para mí no era otra cosa que un misterio cómo ciertos conceptos que alguna vez creímos superados ahora se cernían sobre el mundo con mayor fuerza que antes. La guerra fría…, alianzas antidemocráticas…, ¡la amenaza marxista!
Se me representó la cara de mi antiguo profesor de historia y creí volver a escuchar su “caballito de batalla”, al que siempre recurría, tuviera o no algo que ver con el asunto que se tratase:
“En la naturaleza, todo sucede cíclicamente. ¿Por qué la historia humana va a ser una excepción a esa regla? ¿Qué somos, sino una sublimada especie de animales?”
—¡Oh! —exclamé—. ¡El ómnibus!
Y hui rápidamente hacia el altar de “mi” rutina.
¿Rutina? En la calle se había formado una multitud. Su ajetreo me hizo pensar, no sé por qué, en arenas movedizas… Un murmullo ansioso flotaba en el aire.
Todos estiraban el cuello, mirando al cielo.
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3
…Por tanto, yo hablaba de lo que no entendía.
Cosas demasiado maravillosas, que yo no comprendía
Job 42:3
¿Quiénes eran? ¿Qué querían? Nadie lo sabía. Pero allí estaban sus naves.
Yacían inmóviles en lo alto y relucían con serena hermosura. Eran de contornos majestuosos, y su blancura deslumbraba a la luz del día; por la noche brillaban tenuemente, en tonos turquesa, una mezcla de fuegos de San Telmo y luna reflejada en las ondas del mar.
Su actitud de espera era inquietante. No se escatimaron esfuerzos para comunicarse con ellos. Señales de radio, rayos láser, audaces flotillas de aviones a reacción… Todo en vano. No era probable que se les pudiera abordar. Tampoco daban señales de disponerse a aterrizar. Según todas las apariencias, no mostraban ningún deseo de comunicarse con nosotros. Y no había forma, obviamente, de que nos acercáramos a ellos.
—¡Extra! ¡Extra! ¡Invasión alienígena! ¡El doctor Richardson, Premio Nobel de Astronomía en 1977, afirma que estamos siendo invadidos desde el espacio exterior! ¡Extra!
Compré un periódico. El artículo, firmado por Woodrich Richardson, cuyo nombre andaba en todas las bocas por lo del Nobel, afirmaba que las naves que pendían del cielo provenían del espacio interestelar.
Como en tantas otras ocasiones, en la nota abundaban las citas sobre avistamientos reiterados de OVNI y se planteaban teorías al respecto. Se mencionaban, asimismo, peculiares similitudes con testimonios de la antigüedad, bajorrelieves precolombinos y otras yerbas. Incluso en los textos bíblicos este erudito encontraba apoyo para su tesis. Nada nuevo, después de todo. Pero ahí están esas naves sobre nosotros, pensé, y eso sin duda hace que todo parezca menos desdeñable… Ya no son OVNI; son cosas concretas.
Esa noche, todas las estaciones de radio y tridivisión emitieron el mismo programa, que fue difundido por satélite a nivel global, y con absoluta prioridad. Hubo quienes protestaron por privárseles del episodio de su serie o radioteatro favoritos, pero fueron los menos.
—Conciudadanos estadounidenses —dijo el presidente de los Estados Unidos, dirigiéndose simultáneamente a varios millones de oídos expectantes—: puedo resumir mi programa de acción en tres palabras: tomarlo con calma. Con mucha calma.
”No presten oídos a ningún rumor. No concedan crédito a opiniones que no provengan de fuentes autorizadas. Nadie sabe nada con certeza todavía. Nadie ha probado nada oficialmente. No se puede afirmar aún que estos objetos sean extraterrestres.
Hizo una pausa. La cámara dio un primer plano de su rostro, que adelantaba un mentón beligerante al perorar.
—Nadie puede ignorar, hoy día —prosiguió—, que no es preciso rebasar la atmósfera terrestre para exponerse a infames amenazas. El ansia de conquistas a cualquier precio, la sed desenfrenada de poder, es, como bien se sabe, una característica sobresaliente en determinados grupos humanos.
”Es obvio que existe una parte de nuestro mundo en la que se conspira contra las naciones amantes de la paz, como la nuestra, a veces con derroches de astucia. Algunos de los hombres de esta especie incluso se han infiltrado entre nosotros, con el sigilo y la malignidad de víboras de cascabel, para infectar mentes incautas con doctrinas nocivas, distorsionantes de hechos y motivaciones, ocultando, al mismo tiempo, los bien disimulados horrores de su llamado “Paraíso Social”. Se presentan como redentores de la humanidad, cuando en realidad no son sino los más enconados opresores que la historia del mundo haya visto alguna vez, desde los tiempos de Atila y Ghengis Khan.
”¿Quién sabe si estos objetos no son fruto de su tecnología? ¿Quién puede asegurarnos que no estamos frente a una pérfida alianza de las Fuerzas de la Oscuridad, con el designio de lanzarse a una desembozada acción agresiva en contra del Mundo Libre?
Continuó en el mismo estilo, en un crescendo que, contra mi voluntad, se iba insertando en mi ánimo como un carámbano. Nadie había probado nada, repetía; no existían certezas. Pero a la luz de los hechos ya conocidos, la probabilidad era de cien a uno de que las cosas fuesen como él decía, y así sucesivamente. ¡Y esta infamia se revelaría!, finalizó el discurso. ¡No podíamos rendirnos! Había muchos valerosos americanos dispuestos a acudir al llamado de la patria si llegaba el caso. (Yo bien sabía lo que significaba “americanos” en boca de un yanqui. Cuando usaban esa palabra, nunca se referían a los que vivían en las regiones miserables al sur del Río Grande, ni a los que eran de piel oscura o hablaban una lengua romance.) ¡Se lucharía hasta las últimas consecuencias, de ser preciso! El gobierno estaba seguro, afirmó el presidente, de que podía contar con la cooperación de todos sus leales ciudadanos. Nadie, por lo tanto, debía temer la guerra, dijo, si era una que se libraba para terminar con todas las guerras. Etcétera. Muchos ya habíamos oído más de una vez esa canción; pero aun así surtió un efecto embriagador entre la multitud.
Sentí estremecerse a Clara, sentada muy pegada a mí en la semioscuridad de nuestra salita. Nos miramos, silenciosos y pálidos como cadáveres al resplandor de la pantalla del tridivisor.
—¿Qué va a pasar, Juan? —la oí apenas murmurar.
(Esta vez parece que va en serio…)
—No lo sé. ¡Nadie lo sabe!
(Pero tengo miedo y creo que todo el mundo lo tiene también.)
—¿Qué podremos hacer?…
(¿Tendrá razón el presidente?)
—¡Si pudiera responderte!…
(No sé. Nadie sabe nada.)
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LEYENDAS DE ALQUILER
4
No temeré a diez millares de gente
que pusieren sitio contra mí.
Salmos 3:6
Pekín, 23 (ARRIBA). — El Congreso de Estados Marxistas ha emitido una declaración final afirmando que los Estados Marxistas y la Confederación Aliada del Tercer Mundo “no se dejarán intimidar por la amenaza del capitalismo y se distanciarán de las mentiras difundidas por las agencias internacionales de noticias, que lamen las botas de las multinacionales y son conocidas por su parcialidad…”
Y así sucesivamente, pensé, removiendo el café. El mismo viejo programa una vez más.
Un pesado suspiro me agitó el cabello alrededor de una oreja. Mi vecino del mostrador del café leía mi periódico por encima de mi hombro izquierdo.
—¡Esos bolcheviques de Satanás! —gruñó—. ¡No nos van a agarrar dormidos!
Su cara roja sudaba de furia bajo el sombrerito plano y de ala diminuta que era el último grito del momento. Yo no tenía muchas ganas de hablar, pero me pareció poco delicado desairarlo.
—¿A usted le parece que esto puede ser obra de los chinos? —dije, por complacerlo.
—¿Y de quién más? ¡Esos cochinos espías!…
Sacudí la cabeza, en son de duda.
—Pero si fueron capaces de construir algo tan… impresionante como esas cosas de ahí arriba, ¿qué los está frenando de atacar sin más ni más? ¿Por qué se quedan quietos?
Agitó ambas manos.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Esos tipos tienen las mentes más oblicuas que los ojos… ¡Pero quienesquiera que sean…, no nos agarran durmiendo, no, señor!
Su bigote me cosquilleó en la mejilla al susurrarme en un tono lleno de misterio:
—¡No les quitan los ojos de encima!…
—¿Qué, los vigilan? —murmuré, imitando su aire de confidencia.
—¡Por supuesto! Tengo un cuñado en el Pentágono, así que sé muchas cosas. Día y noche los monitorean con radar y telescopios. ¡Y los filman, claro! ¡Con zooms ultrapotentes! ¡Se ven claritos los detalles, créame!
—¿Y descubrieron algo nuevo?
El oscuro bigote onduló con el fruncimiento de sus labios.
—No. ¡No se les vio mover un ápice!
Bebió ruidosamente su café. Detrás de nosotros, un joven sin camisa y con el pelo recogido en pequeñas trenzas encendió la destartalada juke-box e insertó una moneda. Los estentóreos compases de una canción que había estado de moda casi treinta años atrás, “resucitada” ahora por la banda rockera favorita de las nuevas generaciones, irrumpieron sin ceremonias en el ámbito de nuestra privacidad:
Oh, c’mon, let’s twist again, like we did last summer,
Let’s twist again, like we did last ‘ear…
Me retorcí torpemente en mi taburete alto. Mi vecino acercó su cara a la mía, invadiéndome con su aliento. Un índice tenaz me dio varios golpecitos en el pecho.
—En el mejor de los casos, planean bombardearnos. ¡Pero dé por seguro que no nos encuentran dormidos, no! Les apuntan por lo menos con ocho bases de misiles a la vez, veinticuatro horas al día.
—Si se tomaron precauciones… —dije—. No deja de ser una garantía.
—¡No nos íbamos a quedar cruzados de brazos! ¡Al primer movimiento sospechoso, los borramos del mapa!
Chasqueó los dedos.
—¡En un tris! —remató.
Maquinalmente, arrugué la servilleta de papel.
—Lo hace parecer bastante simple.
El anillo de su dedo meñique destelló al agitar el aire con la mano en ademán de olímpica suficiencia:
—¡Delo por hecho, compañero! ¿O acaso no llevamos ganadas tres guerras?
CONTINUARÁ EN EL SIGUIENTE NÚMERO…
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C.M Federici
Montevideo, Uruguay, 1941. Escritor profesional desde 1961. Publicaciones en revistas nacionales, americanas y europeas, desde la legendaria “Nueva Dimensión” hasta las más recientes “Próxima” y “Planetas Prohibidos”. Traducido a varias lenguas. Participé en antologías internacionales, entre ellas “Lo Mejor de la Ciencia Ficción Latinoamericana”, “The Penguin World Omnibus of Science Fiction”, “Tales from the Planet Earth” y “El Futuro es Ahora”. Tengo 12 libros publicados. También incursioné en la Historieta, como dibujante y guionista. Se me otorgaron diversos premios en certámenes nacionales e internacionales.
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