Por Abdón Ubidia
Hace poco asistí a una mesa redonda que tuvo lugar en la librería Rocinante, de Quito, acerca de la ciencia ficción. Los panelistas eran tres destacados escritores que han practicado con éxito dicho género. Santiago Páez, Leonardo Wild y Fernando Naranjo. Me sorprendió, sí, que los tres coincidieran en que, para escribir sus relatos, no necesitaran de datos científicos, ni los buscaran tampoco porque, para ellos, la ciencia sólo era un pretexto para ejercitar la ficción, en una palabra: para hacer literatura y nada más. Una idea muy extendida pero no unánime porque si bien nadie calificaría al gran Ray Bradbury como un científico consumado, en cambio, existen otros autores de la CF, como Asimov, que básicamente son divulgadores científicos, es decir, que hacen de la literatura una manera de exponer los conflictos que su conocimiento científico les impone.
La idea que me animó a escribir los tomitos de Divertinventos, hasta ahora cuatro: Divertinventos o Libro de Fantasías y Utopías (1989), El palacio de los espejos (1996), La escala humana (2008) y Tiempo (2015), fue otra. Quería hacer una literatura que sin dejar de lado mis obsesiones nacidas en una clara realidad local, concretamente Quito, y las distintas épocas que lo han marcado ―y de las cuales he podido ser testigo, como puede verse en Ciudad de invierno (1979), Sueño de lobos (1986) y La Madriguera (2004)― las completaran con las inevitables inquietudes ya no de carácter local y urbano sino, con otras, propias de nuestra condición de seres universales, compenetrados con una realidad científica y tecnológica de la que no podemos sustraernos ni siquiera en el ámbito privado; seres que hemos roto todos los límites de nuestro hábitat natural y que hemos creado una suerte de nueva “ecología” hecha de flujos electromagnéticos, los cuales, conducidos por cables o sistemas inalámbricos han revolucionado nuestras vidas, ahora, inimaginables sin la luz eléctrica, el celular, las computadoras, por citar los ejemplos más obvios. Qué decir de los descubrimientos que, en el campo de la genética y, en general, de la biología actuales, se han dado.
Tenía algo a mi haber: la curiosidad por los temas científicos, la información científica, sería más adecuado decir, que me ha acompañado desde mis años de infancia, allá, cuando creía que mi destino sería el de un inventor.

Editorial Libresa
Quiero decir que a la par que somos individuos de un orbe muy concreto y cercano y muy local, somos, ya, simultáneamente, habitantes de otro orbe, global, universal, en el cual poco podemos actuar, que se caracteriza: 1) por el predominio de la tecnociencia y 2), por la virtualización del mundo, su complejización, su inenteligibilidad, a veces programada por los grandes centros del poder mundial, orbe en el cual reinan discursos fragmentarios de muchos pensadores que se ocupan de zonas específicas del saber humano, parciales siempre, nunca totalizantes, como era en los tiempos de Hegel o Marx, Sartre incluso, porque nunca como hoy, ha habido tantos pensadores que abordan desde tantas aristas, a veces contradictorias y excluyentes, la realidad real, o lo que creemos que es la realidad desde discursos o fragmentos de discursos, como hemos dicho, a veces insólitos, como el de los físicos cuánticos que nos vienen a decir que una partícula puede ocupar dos lugares distintos al mismo tiempo, o que dos partículas, muy distantes entre sí, pueden relacionarse; o de los astrofísicos que especulan acerca ya no del universo sino de lo que llaman multiversos; teorías como éstas que vienen a mover todas nuestras certezas de antes, para no hablar de los pensadores sociales, algunos filósofos, en el estricto sentido de la palabra, que nos seducen con sus propuestas fascinantes pero repito, parciales, y fragmentarias como el grupo de Vattimo y su elogio del pensamiento débil, o el hedonismo ateo de Michel Onfray, o esa idea de Bauman acerca de la liquidez de las actuales relaciones humanas (y valga la paradoja: el pensamiento complejo de Edgar Morin, que, a pesar de su afán ecuménico, holístico y totalizante no deja de ser, hoy por hoy, uno más entre otros discursos) y, de otro lado, las propuestas de los grandes críticos del capitalismo actual como Wallerstein que nos presagia el fin de un sistema mundo que nos ha regido durante quinientos años, y su colapso, pero que no nos anuncia hacia qué meta nos dirigimos; o, para no alargar la lista, la idea irrebatible de que el tiempo humano ahora se ha tornado universal, cuando nunca antes lo fue porque siempre estuvo atado a una aldea o a un país y sus horarios básicos y ahora, en cambio, abraza de modo instantáneo, gracias a las nuevas tecnologías de la información, a todos los habitantes de la tierra, aboliendo distancias, haciendo que el tiempo ordene un nuevo espacio virtual que nos desorienta y confunde como nunca antes había ocurrido en la historia humana, como lo señala Paul Virilio.
A ver, si puedo explicarme mejor: por un lado, somos habitantes de un mundo inmediato, local y cercano de cuya aura ―para robarle a Benjamín su famosa palabra―, podemos testimoniar sin mayores problemas ―que no sean sino los ideológicos―; paralelamente, por otro lado, somos habitantes de una globósfera que nos altera y desconcierta con su exceso de información.
Pero esta idea ya estaba, hace dos mil anos en Séneca: somos habitantes locales, por un lado y universales por otro.
Quiero decir que los divertinventos ―breves, fragmentarios― nacen de esta segunda realidad que, ahora, por desgracia, ya no podemos ni siquiera desligar de la primera, la local.
No sé si tributarios de una línea que abrió Bioy Casares con La invención de Morel, ahora los vislumbro así:
1) Como textos literarios de anticipación que responden, desde la ironía y la paradoja, a las preocupaciones de cualquier individuo actual acerca de los efectos que pueden ocasionar en nosotros ―el futuro mirado siempre como aquello que está implícito en el presente, como angustia o esperanza― en una era que ha consagrado a la tecnociencia como una nueva religión universal, como una verdad revelada no criticable (con excepción de algunos pensadores: antes: Bachelard y hoy: Feyerabend). Es decir, el futuro humano atado tan sólo al futuro de la tecnociencia, reducido a ella, enajenado de los más caros valores humanos: la búsqueda de la felicidad, en primer lugar.
2) Como juegos especulativos que ironizan, a veces desde el humor negro, a veces desde la llana y pura ansiedad, esa verdad revelada y otras, de corte muy distinto, esotéricas incluso, que tenemos literalmente al alcance de la mano, es decir de nuestros teclados y nuestras pantallas.
3) Como textos dirigidos, en especial, a un público juvenil que ya está en condiciones de reflexionar emotivamente (y toda literatura es lenguaje de emociones) acerca de algunos problemas relativos a los hechos permanentes de la condición humana ―el amor, la felicidad, la desdicha, la muerte― que poco han sido modificados por los grandes descubrimientos y conocimientos de hoy.
4) Como fantasías ubicadas en lugares muy alejados espacial y temporalmente de nuestra realidad más inmediata para que se cumpla la advertencia del primer tomo:
Si trasladamos estas ocurrencias a un territorio Lejano y, como todo lo Lejano: imaginario; si suprimimos nuestros referentes inmediatos, paisajes, etcétera-, es posible, que a cambio, obtengamos sin dibujo menos borroso de nuestros sueños, deseos, miedos o incertidumbres
Con todo y ello, dichos divertinventos han obedecido a algunas convicciones inapelables del autor:
A) Que la mente humana es limitada y no puede inventar utopías, es decir, no-lugares, porque y tal como lo han demostrado Platón, San Agustín y Thomas Moro, podemos reconocer la tierra y la época en que las escribieron (Grecia, Roma, Inglaterra), paradójicamente, a través de sus utopías. Es decir, que por más lejanos y fantásticos que los inventemos, los mundos de nuestra imaginación siempre nos devolverán al aquí y ahora de nuestra más crasa realidad concreta y actual. Lo mismo vale para las distopías como 1984, de Orwell, en donde el autor, como ahora puede verse, no sólo satiriza un futuro totalitario expresamente válido para el socialismo real sino también para el capitalismo tardío, hoy dominante en el mundo.
B) Que la condición humana y su atributo principal, la inteligencia, son hechos que se mantienen, hasta ahora inmodificables desde que el homo sapiens sapiens apareció sobre la tierra: la condición del hablar y el pensar; del amar, del morir y del imaginar; pues, a pesar de que los condicionamientos históricos o culturales, que los modelan, cambien, según patrones distintos modelados por la Historia, siguen siendo, en esencia, los mismos. Por decir algo: no podemos dejar de tener conciencia de la muerte y no podemos dejar de hablar, amar ni de imaginar. Nuestro pensar deviene así un palacio de espejos que repite o refleja siempre nuestros más primitivos deseos, apetitos, sueños, pero también nuestras pesadillas, displaceres, angustias, temores. En una palabra: no podemos pensar lo impensable, es decir, lo que no nos atañe como especie. Nuestra inteligencia sólo puede ser humana, limitadamente humana. Y nos devolverá siempre a nuestra especie: la humana.
3) Que a pesar de esa limitación propia de un cerebro perfecto para el ser humano y su supervivencia natural (perfecto, en el sentido de que la pulga y el elefante tienen cerebros perfectos para su condición de pulga o elefante), el cerebro humano está dotado de una clara conciencia de que los individuos han de morir y de que esa conciencia es su angustia principal, a la que responde con los excesos de una imaginación que creemos ilimitada y eficiente, pero que, sin embargo, en el fondo de los fondos, pese a que, gracias a algunas de sus realizaciones, le ha permitido alargar la esperanza de la vida humana, no ha logrado ―ese cerebro― suprimir el fantasma de la muerte, que odia y, paradójicamente, busca: no de otro modo se explicarían las guerras, la invención de armas letales e, incluso, la práctica de los deportes extremos.
Que esa imaginación humana sólo puede ser: a) objetivizante, cuando vuelve imaginarios los hechos concretos del mundo, los hechos asumidos como propios de la “realidad real”, los últimos hechos políticos y científicos, por ejemplo; o b) virtual , cuando se desliga de ellos y funda un universo paralelo ciertamente especular: la realidad virtual. Sombra que, por lo demás, siempre ha sido la compañera fiel de la realidad real. Desde las viejas mitologías, y luego de todo tipo de platonismos (recordemos la parábola de la caverna platónica), las falsas verdades que ahora se llaman mediáticas o ideológicas, políticas (o económicas, como lo prueban las burbujas financieras); las pesadillas acerca del futuro: los fantasmas de lo nuevo que decía Bradbury y, por cierto, los sueños, ensueños y las locas fabulaciones de las mentes alteradas por paranoias, esquizofrenias, drogas y demás. Y, desde luego, por las emociones y pasiones: el amor en primer lugar.
Para abreviar, mis divertinventos, aferrados a los valores y certezas humanos, como, implícitamente o de modo declarado, toda literatura lo hace, se proponen ironizar, incluso apelando al humor, los avances y, aún más, las promesas de la tecnociencia, concebida hoy como camino obligado de la especie humana. Tal y como fue, en otras épocas, la religión. Y, de otra parte, especular con ciertas incertidumbres que, en esta época, nos proporcionan los hechos de mentada realidad virtual.
Porque no sólo los avances científicos me han alborotado así la cabeza, sino justamente aquello que la ciencia deja de lado y que, de todos modos, nos inquieta, de modo vívido, como los fenómenos paranormales que, aunque no los podemos pensar ni cuantificar, se inmiscuyen en nuestro entorno de modo contumaz.
También debo decir que una de los propósitos centrales de los divertinventos ha sido siempre el propagar la idea del límite que es propio de nuestra especie, y de todas las especies que habitan la tierra, y la idea consiguiente de que el irrespeto a esos límites es causa de los despropósitos y absurdos en los que incurrimos sin siquiera reparar en ellos.
Bueno, como ustedes pueden comprobar, este modesto autor tiene también inquietudes poco modestas y acaso, demasiado serias y solemnes, que a veces odia pero de las cuales no puede prescindir, sobre todo en los momentos de tedio, cuando éstas y los crasos problemas de la burda realidad cotidiana llegan a asfixiarlo.
Con todo esto sólo quiero decir que la construcción de estas breves travesuras me ha demandado siempre un gran trabajo de investigación y lecturas, como quizá sea patente en ese texto algo extenso que llamé Opiniones de un Neardental.
Debo decir que los Divertinventos me han regalado grandes satisfacciones, la primera: la acogida que han logrado en el público juvenil (y de muchos profesores) y también, otras: como las ponencias que algunos críticos como el doctor Jim Grawoska, de la universidad de Minesota, dedicadas a ellos o, en nuestro medio, las favorables opiniones de intelectuales como Bolívar Echeverría (quien me ayudó a bautizar con acertados nombres alemanes a algunos personajes), Pedro Jorge Vera, Jorge Dávila Vázquez, Alexandra Astudillo, Lucrecia Maldonado, entre otros.
Tampoco me cuesta decir que me gustaría que los Divertinventos fueran clasificados en la corriente de los relatos de anticipación ya que tengo pruebas de que algunas de sus sospechas ya se han cumplido en la realidad real (el seguro contra robos de autos, los relojes que no solo marcan el tiempo, los libros comestibles que fueron servidos, hace dos años en el coctel de inauguración del Instituto Cervantes de Beijing, etc.) con el añadido de que, además y a diferencia de las respetables estrategias narrativas de mis queridos escritores de ciencia ficción que mencioné al comienzo, a mí me parece que ya es hora de que le hagamos caso a Snow, quien, en 1951, ya advirtió los peligros de que “Las dos culturas”: la científica y la humanista, en este caso, la literaria, no tengan nada que ver entre sí.
Para terminar querría señalar que la fecha, 1989, en la que empezaron su vida los divertinventos, es decidora: fue el año de la caída del muro de Berlín y de lo que George Steiner llamó “la diseminación de los discursos”, o como diría Vattimo: “el fin de los metarrelatos”, tiempo en el que empezaron a tomar cuerpo la deconstrucción, el posestructuralismo y la llamada posmodernidad; tiempo de pocas certezas y grandes incertidumbres que si, de un lado, nos dejaron a muchos en la orfandad, nos permitieron también ejercitar un derecho que ahora sabemos necesario: el rehuir las autocensuras y a atrevernos a pensarlo todo, de nuevo, otra vez, y manifestar nuestras ideas con una libertad tan extrema que ahora nos parece cercana a la locura, aunque esas mismas ideas, a poco que las observemos, resultan que han sido recurrentes a lo largo de la historia humana. Una de ellas ya describieron los griegos y latinos: la reductio ad absurdum. Como decir: se puede explicar mejor el despropósito desde el propio despropósito. El absurdo, desde el propio absurdo.
Foto: Editorial Libresa / Imagen de rawpixel en Pixabay

Abdón Ubidia
Quito, Ecuador, 1944. Escritor y crítico ecuatoriano. Sus obras son: Bajo el mismo extraño cielo,Divertinventos, El palacio de los espejos, La escala humana, Ciudad de invierno, Sueño de lobos, La Madriguera, Callada como la muerte, La hoguera huyente, Tiempo. Ganó varios reconocimientos. Entre ellos el premio nacional Eugenio Espejo.
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