Por Jorge Eduardo Lacuadra
Vemos un cielo muy rojo a través de la pequeña ventana.
Las sombras acentúan las arrugas de los rostros dentro del pequeño bar cuya puerta de ingreso, tapiada por gruesos maderos, da a la ex Avenida Blas Parera, ahora llamada Ruta del Norte. Hace un calor insoportable y un viento seco y persistente recorre la tarde reblandecida. Hace semanas que no vemos a nadie aventurarse por este viejo camino en ruinas, solo los escarabajos y las raíces resecas que asoman por las grietas como pequeños tentáculos de otros tantos bichos que intentan un escape imposible. Los pocos parroquianos del lugar, los mismos viejos de siempre, accedemos por una disimulada puertita lateral. Todas las tardes, de todos los días, desde que tenemos memoria, y la memoria ya no es importante, lo pasamos en el bar.
El último convoy de camiones ha pasado unos seis meses atrás. Vehículos nuevos, acorazados, llenos de filtros para la arena y troneras inquietas. Venían seguramente del interior de la Fortaleza Protectora. Semejaban enormes insectos marchando en fila bajo el sol. Se detuvieron frente al bar y un hombre con el rostro cubierto y sin insignias, bajo y pidió comprar algunos bidones de agua. Pagó con tintineantes monedas nuevas, con la efigie dorada del Halcón, dinero reluciente y tintineante que no podía ser rechazado. Antes de volverse, miró con desprecio las botellas de aguardiente alineadas en la pared del fondo y paseó una última mirada, quizás de lástima o de asco, sobre el grupo de viejos temblorosos que buscábamos la protección de las sombras. El gesto desdeñoso de ese hombre de guerra ya no significaba nada para nosotros.
Eso fue hace más seis meses, pero seguramente su apreciación era desafortunadamente correcta. Formábamos un grupo decrépito en torno a Don Aráoz, el dueño del bar. Todos superábamos ampliamente los setenta años, incluso el Gringo Lutti, que debería andar ya por los ochenta, pero él pobre ya casi no contaba, fijo en su rincón, en una vieja silla de ruedas que ninguna mano empujaba ya. Todos teníamos al menos una par de miembros de plástico y algún órgano faltante. Mi cadera había sido reconstruida tres veces, pero eso había sido también en el pasado, ahora la renguera me obligaba a la quietud de la mesa del bar y a los pensamientos negros de viejo resentido. Muchas veces pasaba toda la tarde en amargo silencio.
La mayoría de los jóvenes —me estaba diciendo Don Aráoz, limpiando por enésima vez un vaso que seguía estando sucio— no recuerda los hechos del 2050 y de los años posteriores. La mención ligera en algunas canciones y la omisión directa en los Libros del Olvido, les confieren a unos incidentes aislados, fragmentos dispersos, los matices de una leyenda —su único ojo sano revisa otra vez el fondo del vaso y lo vuelve a limpiar— por ejemplo, el ataque de los comandos chilenos a bordo de los drones unipersonales que tomó por sorpresa la vieja capital de Mendoza, logrando que todo el territorio cuyano cambiara de manos en un solo día al perder sus aeropuertos. La gesta solo sobrevive en las estrofas de la vieja canción “Saurio”:
“Volaron todos los Viejos Saurios,
el frío del sur quebró sus narices
y sus piernas al caer, se astillaron,
pero nada detuvo su andar y salud…!!!”
—¡Y nuestro ejército no supo reaccionar! —grita el Viejo Cardozo, hipando sobre una copita de grapa— Cuando las tropas se empezaron a mover, Buenos Aires, La Plata y Bahía Blanca ya estaban bloqueadas por naves chinas y chilenas. El Gobierno Central había capitulado en menos de cuarenta y ocho horas, todos con cola de paja, esos del gobierno, unos blandos. Los Halcones no existían, esas tropas de asalto de las que se jactaban en los Partes eran un invento. Otros territorios del Este, Santa Fe y Entre Ríos, y algunas provincias del Norte se hicieron fuertes, pero todo el Sur se perdió —se zampa la grapa con un apetitoso asco y un duro nervio se le crispa en la mejilla hundida, parece un viejo lagarto reseco por el sol.
El Viejo Cardozo ha nacido en Chile, bah, en lo que queda de Chile, pero se ha criado en La Docta, como Don Aráoz. Profesa un patriotismo adoptivo y firme, de un fanatismo casi militar y jetón, encubriendo así, según Aráoz, su propia cuna. Pocas veces calla una opinión, y eso que nadie se la pide ni le siguen la corriente. Hace casi setenta años que el territorio allende a la Cordillera es tierra de nadie entre los ejércitos chinos y los traicionados chilenos. El Viejo Cardozo no fue un traidor, o posiblemente fuera un doble traidor, pero ya luego de tantos años y de recorrer campos desbastados nada de eso tiene ya importancia. Su marchito y pequeño cuerpo ha resistido hambrunas y torturas. Algunos han llegado a decir que comió niños para sobrevivir en el sur de Santa Fe, pero eso también es una leyenda. No busca la amistad de nadie y no deja de ser, para nosotros, una persona despreciable.
En la mesita frente a la barra estamos sentados Don Santiago Arena y yo, con unos vasos de un preparado oscuro de hierbas duras que vagamente recuerda al fernet, en realidad sabe a pastos quemados y a alcohol de alambique. Don Santiago me mira y con la cabeza hace un gesto de irritación hacia el Viejo Cardozo. Aráoz le alcanza al Gringo Lutti una copita de ginebra, el pobre viejo se la queda mirando, como siempre, mientras un hilito de baba cae sobre sus piernas atrofiadas, yo aparto la mirada con indiferencia, como siempre. En la otra mesa, frente a la ventana que da al cementerio, está Laurencena, el viejo correo entre la ciudadela de San Francisco y la Capital. Callado y solitario frente a un enorme vaso de agua, este hombre extremadamente delgado, de una edad indescifrable, acomoda nuestras raciones para toda la semana en cinco pilas de igual altura, su enorme camión blindado está aparcado afuera, sobre la ruta, y es el único vehículo operativo en cientos kilómetros a la redonda.
—¡A las tropas les faltaron huevos! ¡Y a los Oficiales les faltaron huevos! —vuelve a vociferar el Viejo Cardozo en medio de un eructo que le sacude todo el cuerpo— ¡Se durmieron los porteños y la cagamos todos! —siempre tuvo la misma cantinela para todo el asunto, pero sobre sus “hermanos” chilenos nunca profería una sola palabra. Su odio estaba orientado hacia una defensa inexistente y a posicionar su figura en un escenario que jamás conoció. En realidad ninguno de nosotros recordaba ya porque habíamos perdido La Guerra. Muchas cosas, por falta de información o desconocimiento, “prefirieron” ser olvidadas. Los Años de Humo y luego la Gran Hambruna bastaron para que dos generaciones de sobrevivientes negaran los pormenores de la contienda. Muchos niños murieron, los viejos resistieron a base de raciones militares y raíces. Muchos masticaron odio por años.
Pero yo no. Yo no olvidaba el rencor que me causaba el Viejo Cardozo y su perorata de borracho. Lo disimulaba bien, pero se la tenía jurada hace años. Mi odio era hacia la horrible persona que aún recordaba, cuando todos precisábamos justamente olvidar, incluso ya algunos habían olvidado. Yo había estado con las Tropas Especiales que fueron las ultimas en entregar la plaza de Rosario. Y luego nos tocó el largo Éxodo por la Ruta 11 hasta la Fortaleza Protectora de Santa Fe. Siempre se sospechó de una traición. Un joven Santiago Arena fue otro de los proscritos. Éramos novatos pero estábamos muy entrenados, el mote de los Halcones no era en vano, fuimos un grupo de elite, pero sin comando, sin órdenes, defendimos lo que pudimos y dejamos de existir. Ahora ya casi nadie nos recuerda.
Me llevó casi un año, convencer al viejo Laurencena de que me consiguiera el veneno, un derivado del Humo que había diezmado la población de Buenos Aires. Tuve que coimearlo y jurarle por la Virgen de Guadalupe que era para matar unas larvas de escarabajo gigante que nos devoraban las raíces. También tuve que conseguirle un par de bidones de agua fresca y limpia que le compré a un precio exorbitante al desconfiado de Aráoz. Hoy me ha traído el encargo, a escondidas, una compra en el mercado negro. La transacción fue a la sombra del camión blindado mientras la radio de onda corta cortocircuitaba el informe de un nuevo ataque con misiles al aeropuerto principal de La Docta. Luego la radio calló, solo quedó entre nosotros la angustia molesta de la estática. El viejo Laurencena se quedó mirando el cielo hacia el oeste, mientras yo volvía rengueando a la salvaguardia del bar, con mi contrabando escondido en el bolsillo del pantalón. Laurencena entró luego con la cabeza baja.
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Hoy, el calor y la cháchara alcohólica de Cardozo han llevado mi paciencia al límite. Y me han recordado que también han sobrevivido algunas canciones que mencionan la Traición. Una referencia sutil pero que hace que mire al viejo decrépito como a un antiguo enemigo, aunque solo sea un despojo de La Guerra, como nosotros. La canción de los Halcones de Pelea dice, en una de sus rescatadas coplas:
“No hemos de olvidar el día aciago
en que los niños vieron al Saurio,
montamos en los ligeros cohetes
y saludamos el día de La Guerra…!!!”
—¡Y ahora solo quedan los lamentos frente a las botellas! ¡Me cago en esta mierda! —grita el viejo Cardozo mientras extiende la copita vacía para que Don Aráoz la llene. Pero el dueño del bar se ha acercado a la ventana y mira en dirección al viejo cementerio y al Callejón. Se queda quieto, la frente alta, como olfateando el aire. Todas las miradas lo siguen. La tarde huele a electricidad y cardos quemados. Laurencena también se acerca a mirar con su gran vaso de agua en la mano enguantada. Yo aprovecho para levantarme de un salto, a pesar del dolor y pegándome a la barra le lleno la copita de grapa a Cardozo. En un movimiento rápido le hecho el veneno. El aguardiente toma por un momento un color grisáceo y luego vuelve a ser trasparente. Me quedo detrás de Cardozo, mirándole la nuca encanecida, me siento un halcón enorme frente a una pequeña lagartija.
La venganza puede tomar una sola forma, la del odio. Sobre todo entre viejos que ya lo han perdido todo y solo les pertenece el alcohol barato y la espera. Cada órgano que nos falta, cada miembro ausente y reemplazado por el crujiente plástico, tiene su proyección de ira y odio sobre alguien. Nuestro negocio es entre viejos agrios y solitarios que ya no nos soportamos y que ya no sentimos culpa. No es una venganza vieja, es el rencor fermentado por el borroso recuerdo de las cosas que tuvimos y que nos fueron quitadas. La cháchara del viejo Cardozo nos echa en la cara todo lo que nos ha llevado años olvidar y la tenacidad de las noches de insomnio. La venganza no es el fin, es el medio, como puede demostrarlo la inutilidad de los millones de muertos durante La Guerra, o el recuerdo de los rostros de los niños.
Tengo una fugaz visión del interior del bar. Don Aráoz y Laurencena recortados en el rectángulo impreciso de la ventana. Don Santiago Arena moviendo lentamente la cabeza desde mi persona hacia la copa donde consumaré mi crimen. Y el viejo Cardozo que de un manotazo agarra la copa y abriendo su enorme boca comienza a decir algo o quizás solo bosteza. Veo el hilo de baba del Gringo Lutti llegar hasta sus pantalones donde la mancha asquerosa se va ampliando día a día. Lentamente un silbido agudo llega desde arriba y crece en intensidad. Me doy cuenta de que la tarde se ha tornado aún más roja y las sillas proyectan sombras muy definidas sobre el piso de madera. De pronto, una luz muy fuerte atraviesa el cielo encendido, un corto y vívido fogonazo blanco que también ilumina las paredes. La copita de grapa queda inmóvil a medio camino hacia los labios del viejo…
Aprieto fuerte contra mi pecho la medallita de la Virgen de Guadalupe. A lo lejos suenan las sirenas de los muros de la Fortaleza.
Foto: Imagen de Military_Material en Pixabay
Jorge Eduardo Lacuadra

Santa Fe (Argentina) en 1971. Estudió en la Escuela Industrial Superior recibiéndose de Técnico Mecánico-Eléctrico.. A partir de 2002 reside en Córdoba (Argentina) A publicado tres poemarios: “Distancias oceánicas”– Editorial Luna de marzo, “El olvido de la luna”– Editorial MRV – Editor Independiente y “El silencio de la rosa”– Editorial MRV, en cuyo Certamen Internacional El Molino, obtuvo el 2° premio. Participa en la Antología “Cuentos y poemas – Lo mejor de Rumbos”de Editorial Rumbos libros. Participa en la Antología de cuentos “WhiteStar”, en la “Antología Poética de Post-Vanguardia”Desde el año 2015 integra La Conspiración de los Fuleros, grupo de producción literaria de la ciudad de Santa Fe, editando tres libros de cuentos “Conspiración Año Cero” (2017), “Puertas Adentro – Historias de una Santa Fe Extraña” (2017) y el Especial de Ciencia Ficción“Fabulosos Relatos de Otros Mundos” (2018).Participa en la Antología de Textos del “Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán –Género Cuento” (Mención – Edición 2018). Participa de la Antología de relatos Predator 2019 – Historias Pulp (Epub). Prologa y participa de la Segunda Antología LETRAS COMPARTIDAS por NaP – Ediciones de Autor.
Blog Personal: http://algunashistoriasbreves.blogspot.com/
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