Por Ricardo Villamizar Rodríguez
El casco del motociclista que vio por el retrovisor le pareció extrañamente alargado. Al pasar a su lado, el de la moto le miró y siguió su camino. De hecho, toda la moto tenía algo extraño.
La señora que apareció en la esquina siguiente también le miró de una forma extraña pero conocida. En ese momento, Juan Pérez no sintió miedo ni nada feo, si no algo de risa interior cuando vio a la otra figura orinando en la señal de PARE. Por alguna razón, lo primero racional que se le vino a la mente fue werewolf, una palabra que siempre le gustó.
El hombre lobo que estaba orinando con una pata alzada puso mirada de perro sorprendido cuando accidentalmente volteó a ver y se cruzó con Juan. Los pelos del animal se erizaron y soltó un chorro aún más copioso.
Aunque los autos comenzaron a pitar detrás de él, Juan no se movió. Donde antes había una panadería bastante buena ahora había una carnicería. Vacas, cerdos, venados y piezas de caza menor colgaban enteros de los ganchos. La “gente” que hacía sus compras arrancaba los trozos de carne directamente del animal muerto, con bastante delicadeza y precisión, a pesar de los grandes colmillos.
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Juan dio un salto que casi lo lleva al asiento del pasajero cuando se le apareció a su lado la figura gruesa.
-Buenos días, señor: Permítame sus documentos… – dijo con una especie de jadeo el pastor alemán con uniforme de policía.
Pero él también retrocedió de un salto ladrando “¡Por Dios!, ¡Por Dios! ¡Por Dios!”.
Ahí fue cuando Juan se acomodó como pudo, aceleró y salió disparado, justo antes de que se formara una jauría de conductores que mostraban los dientes, muy bravos por la demora.
“No puede ser, no puede ser, no puede ser…”
Juan hizo memoria de los medicamentos que había estado tomando esos días. Nada raro, solo unas pastillas para el dolor de cabeza. Tal vez no era buena idea mezclar cosas para la resaca. Ah, claro eso debía ser: se tomó dos pastillas diferentes juntas y una de ellas hizo alguna mala reacción en su cuerpo, o una de las píldoras estaba caducada y…claro, eso tenía que ser: estaba alucinando.
Dio vuelta en U para regresar a su casa. No vio, o trató de no ver, las caras de los hombres (y hembras-) lobo en su camino.
Allí estaba su casa. Y también su perrita, haciendo lo mismo que siempre hacía cuando Juan llegaba a casa: pasear por la acera oliendo los meados de otros perros. Con la diferencia de que ahora la perrita caminaba a dos patas, con un delantal de puntos cubriéndole las tetas. Y que medía más de dos metros de altura y tenía su larga pelambrera rubia perfectamente peinada.
La perrita maltesa le miró con cara de buenagente, como siempre miraba a todo el mundo. Solo que, al ver a Juan, de inmediato se puso en cuatro patas y comenzó a ladrarle. Era evidente que de “dueño”, Juan había pasado a la categoría perruna de “extraño”.
Ahora decidió actuar. Bajó la ventanilla del auto y gritó:
-¡Rania!, ¡¡Rania!: ¡échese…!
No funcionó: la perra no hizo caso de su nombre. Tuvo que desistir y alzar de nuevo el vidrio, pues los ladridos eran atronadores. La inmensa perrita no se calló, pero tampoco atacó, como siempre.
Juan decidió irse, pues si se le ocurría salir a Fiona, la hija de Rania, estaría en problemas porque esa otra sí que era una verdadera perra antisocial, de las que muerden sin aviso. Sí, lo mejor sería irse, irse, ¡irse!. Y lejos, donde no hubiera perros ni hombres-perro ni hembras-lobo ni nada raro. Luego se encargaría de entender. Tal vez ya despertaría en un rato.
Siguió manejando por la calle, recorrida por él tantas veces. Eso: la iglesia. Ahí estaba la torre. Si en un pueblo hay iglesia, entonces hay refugio. Iría allí a ordenar sus pensamientos y a tratar de entender lo que pasaba; aunque nunca le había dado resultado, parecía que este era el momento adecuado para orar. Viró a la izquierda para salir a la avenida principal y llegar al sitio sagrado. El padre, un gigantesco San Bernardo con sotana que también estaba en la calle, seguramente oliendo las confesiones en los mensajes ocultos que se mandan los perros a través de la orina. Al ver a Juan, el can se echó al suelo de inmediato. Juan estacionó el auto casi al lado del animal y se atrevió a bajar: conocía bastante el lenguaje corporal de los perros como para darse cuenta de que este se encontraba completamente asustado y a su merced.
Le acarició bajo las orejas y el hocico, cuidando de no tocar el cuello. El olor a perro era insufrible, y le daba miedo que, de pronto, el inmenso perro humanoide lo atacara, pero no ocurrió. Al contrario, habló en jadeos y gemidos, sin atreverse a mirarle fijo:
-¿Qué eres?… ¿por qué has venido?… ¿y de dónde?.
-Yo no sé…eso mismo te iba a preguntar…
-Por Dios…¿qué eres?: ¿el hijo del hijo del hombre?.
-No lo sé. Soy una persona. Hasta hace una hora todo estaba normal, pero ahora solo veo perros y hombres-lobo.
-Lobos, no hombres: Las personas ya no existen…pero bueno, tú sí existes. No sé cómo, pero ¡existes! –aulló el padre-perro, emocionado.
-Pero ¿qué pasó con las personas?, ¿por qué solo hay perros?.
-Pues…personas ya no hay desde hace dos mil años. Los perros siempre existieron junto a las personas hasta que…ah, claro. Mejor…mejor entremos a la iglesia, ya te explicaré…no creo que deba decirte “hijo mío”. Y tampoco te conviene estar a la vista. Entra, entra…
Juan siguió al exultante padre-perro, quien avanzaba en cuatro patas, a saltitos y vueltas hacia el interior de la iglesia. En la penumbra parecía una iglesia católica normal, con bancas, velas, flores y todo lo necesario; hasta había un crucifijo grande sobre el altar. Al acercarse vio que la cosa blanca clavada en el crucifijo era un esqueleto humano. Encima y debajo, sendos carteles con lo que parecían ser los dogmas de la fe perruna: “Yo soy el Omega”. Y “Tomad y comed todos de él”.
Juan comenzó a comprender vagamente: “El último humano…comido por perros…se convirtió en el comienzo de una nueva fe para esta especie de animales…” demasiado tarde, pues un dolor agudo e insoportable le perforó la nuca y la garganta, haciéndole crujir sus vértebras y tumbándolo en el acto, paralizado.
Mientras se desangraba, ahora sin sentir ningún dolor, Juan escuchó del padre-perro:
-Yo siempre creí que las personas fueron buenas con los perros, y ahora tú me lo has demostrado: No sé qué clase de milagro eres pero me has traído mi primera verdadera comunión con Dios, no la carne de vaca transustanciada que administré como sacramento a tantos cachorros; ahora me siento especial, como una especie de elegido… Además, si llevo un verdadero esqueleto humano al Vaticanis de seguro que me hacen obispo allá, o incluso algo mejor: Papa, tal vez… ¡oye: quizás hasta me caninicen!.
Juan sintió horror, asfixia y frío: se estaba comenzando a morir. El padre-perro se puso a cuatro patas y le lamió la cara, limpiándosela de sangre.
– Adiós, y mil gracias por siempre, mi Dios y mi Amo, el Omega esperado…
Foto: Imagen de Couleur en Pixabay
Ricardo Villamizar Rodríguez
Nací en Quito el 25 de octubre de 1973, de padres colombianos. Estuve en prekinder en el jardín “Los Robles” donde veía como mis compañeritos mataban conejos. Luego, durante todo jardín-escuela-colegio, en el Colegio Francés de Quito: me dieron medalla por fidelidad al graduarme de bachiller en ciencias Químico-Biológicas. En la adolescencia estudié electrónica por mi cuenta y fabricaba mis propios explosivos y juegos pirotécnicos. También llegué a cinturón negro en Taekwondo. Hice gimnasia olímpica un año hasta que me rompí la nariz en una práctica.
En los seis años de universidad me salió panza y perdí casi todo mi buen estado físico. Estudié psicología clínica. Realicé las prácticas en el hospital Carlos Andrade Marín, en Psiquiatría. Estuve unos años sin trabajo y luego obtuve uno como maestro en una escuela privada: enseñé todas las materias de séptimo de básica. Fue interesante y educativo (incluso para mí) mientras duró. La institución se acabó por problemas de los socios y salí a los catorce años de trabajo.
Toco el charango y el cuatro. Hago ciclismo de montaña desde el 2003. Actualmente estoy desempleado; hago ciertas artesanías que a duras penas se venden. Con demasiado tiempo libre, me he dedicado a escribir cienciaficción.
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