Por Juan Cruz López Rasch
Un entrañable amigo de la infancia, Daniel, compañero de andanzas por las doradas manzanas de la localidad bonaerense de Pilar, reside actualmente en un país nórdico. No lo atrajo el frío, tampoco la belleza de las blondas ciudadanas que transitan por las calles de pavimento impecable. Llegó a él con la necesidad de estar en un lugar que no repela la sabiduría, ni maltrate la solidaridad o criminalice la pobreza. Desde allí, me envía todos los meses una carta. Está preocupado por mi endeble salud, y por mi delicado corazón, mucho más que yo. Daniel no disfruta de los mails, ni de las comunicaciones a través del celular. Prefiere redactar, de puño y letra, cada una de sus palabras y enviarlas a través de oficinas postales cuyos amplios ventanales dan a los fiordos. En una de sus misivas, Daniel comenzó a relatarme su encuentro con un libro antiguo, escrito en un lenguaje indescifrable sobre papeles amarillos como las hojas del otoño. El encuentro ¿casual? con el texto se concretó en una librería desvencijada, apartada de todo espíritu lucrativo del mercado y carente de cualquier sentido de la estética. Allí, entre cientos de manuscritos que, apilados, llegaban hasta el techo, se encontraba la obra. Desde un principio, Daniel quedó fascinado, aunque, claro está, no comprendía nada de lo que estaba escrito. Una atracción sobrenatural lo llevaba a colocar las yemas de sus dedos sobre la cubierta y el lomo del libro, incluso lo inducía a abrirlo y a cerrarlo incesantemente con sus sudorosas manos.
Hace tres meses, Daniel me informó que, en una noche de insomnio, sus ojos se posaron sobre letras que, misteriosamente, ahora comprendía. Desde ese momento, en sus extensísimas cartas, que llegan a las veinte páginas, Daniel reproduce la historia redactada por un autor ignoto. El literato, cuyo nombre está tan cargado de consonantes que se hace impronunciable, narra un mundo compuesto por siete continentes con denominaciones complejas y morfologías geológicas inconcebibles. Todo lo que ocurre en esos territorios, poblados por un inacabable número de reinos, habitados por millones de labradores, guerreros, magos, elfos, enanos, gigantes y dragones, está digitado. Un ser inmortal, que habita en un castillo surcado por las nubes y alejado de todo lo que vive, y puede morir, mantiene en su fortaleza a un ejército de mujeres que redactan incansablemente el pasado, el presente y el futuro. Este señor del destino, patrón absoluto de numerosas Moiras, encadena a sus prisioneras a una extensísima mesa que, desafiando las leyes de nuestra física, atraviesa pisos y techos abovedados. Privadas de su libertad, cada una de las involuntarias secretarias escribe en un larguísimo pergamino de color ocre, empezando justo donde termina la anterior, sucesivamente, como si se tratase de una interminable cadena de montaje. El contenido de ese texto, que determina todo lo que acontece, y acontecerá, en esos siete continentes, es dictado por el señor del tiempo pretérito, actual y venidero.
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Daniel me relata cientos de historias que transcurren en ese universo en el que todo está determinado. Me habla de valerosos personajes que pretenden torcer la fuerza del futuro, que batallan infructuosamente, que elucubran cientos de planes y proyectan conspiraciones imposibles de realizarse. Abrumados por la implacable letra del pergamino infinito, todos los seres que habitan en ese mundo vuelcan sus pulsiones y frustraciones en numerosas actividades, pacíficas y conflictivas. Nunca olvidan que, en última instancia, todo lo que hacen está prefigurado. Sólo en brevísimas ocasiones olvidan el pesar de su existencia, planificada de antemano, puntualmente, cuando salen de la penumbra de los sueños o están por entrar a los dominios de la muerte. En esos instantes se ven, a sí mismos, como sujetos libres. Curiosamente, Daniel emplea ese término cuando me traduce el contenido del libro, “sujetos”, es decir, personas que están “sujetas”, o agarradas, a algo.
La historia que más me impacta es la de un mago impotente, en todo el sentido de la palabra. Por decisión propia, o del señor del destino, este singular especialista en las artes sobrenaturales decide amputarse el pene. La medida, aparentemente, obedece a una creencia arraigada entre los magos de los siete continentes, según la cual, los eunucos tienen mayor capacidad para concentrarse y potenciar sus fuerzas. Esperanzado, el mago acomete contra el señor del destino. Fracasa, por supuesto. Su muerte es terrible, desgarradora, dolorosa. No obstante, Daniel me dice que en el libro nuestro héroe fallece con una prominente sonrisa. El motivo es claro. Durante ese breve instante, entre la vida terrena y ultraterrena, el mago vislumbra la entrada a un nuevo mundo, un paraíso, en el cual reina un auténtico libre albedrío.
La última carta de Daniel es la de mayor impacto. Me dice que en el libro se comenta como el señor del destino le dicta a sus escritoras que un argentino llamado Daniel debe comunicarse con un compatriota al que nunca conoció. Por lo visto, ambos aceptan la idea, establecida por fuerzas incomprensibles, que se conocen desde que son niños y que deben mensajearse para que uno de ellos narre al otro el contenido de un manuscrito de lenguaje extraño. A medida que leo la carta que me mandó Daniel, advierto, como una revelación, que nunca residí en Pilar, sino en Lanús, y que jamás tuve un amigo que se llamara Daniel. A través del puño y la letra de él se me informa que, dentro del pergamino del señor del destino, que a su vez se encuentra descrito en el magnífico libro de mi ¿amigo?, hoy, sí, precisamente hoy, bebo un café que deja una huella amarronada sobre la esquina superior de la última hoja de la carta. Mientras insulto por mi torpeza, y trato de borrar la mancha sobre el papel que acabo de dejar cuando desayunaba, pienso cuál será mi respuesta. Debo apresurarme. El latido de mi corazón se acelera. El órgano muscular retumba y golpea el pecho como si quisiera escaparse de mi cuerpo. Esta vez, no sobreviviré. Con mis últimas fuerzas le contestaré a Daniel que aceptar que nuestro destino está escrito es claudicar ante una historia que, tal vez preconcebida, vale la pena intentar reescribirla.
Foto: Pexel
Juan Cruz López Rasch

Es argentino. Nació en Lanús (Provincia de Buenos Aires), en el año 1986, pero a los dos años se radicó en Santa Rosa (Provincia de La Pampa), donde actualmente reside. Tiene 33 años, está casado y tiene una hija. Afirma, con absoluta seguridad, que a través de los ojos de su niña puede ver los confines del universo y recorrer la totalidad del tiempo. Es Profesor, Licenciado y Doctor en Historia. Se desempeña como docente e investigador en la Universidad Nacional de La Pampa. Le encanta la literatura. Entre sus escritores favoritos se encuentran Edgar Allan Poe, Fiódor Dostoievski, Robert Chambers, Thomas Mann, Franz Kafka, Howard Phillips Lovecraft, Ray Bradbury, Philip Dick, Ursula K. Le Guin, Stephen King y Thomas Ligotti.
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