Por Gisela Lupiañez
La miro escribir con esa lapicera de tinta rosada que tanto le gusta. Tiene el cabello negro suelto y un mechón roza las hojas a rayas del cuaderno con dibujos de unicornios. De vez en cuando se detiene y mordisquea el capuchón rosado de su lapicera. Eso significa que está trabajando en su novela de terror. Si estuviera escribiendo cuentos, usaría la lapicera color violeta. Cuando usa la azul…Prefiero no pensar en eso. La lapicera azul es para los resúmenes de la tarjeta de crédito, los recibos del alquiler, las cuentas de gastos de la casa, en fin, todas esas cosas que ella llama “su no-vida real”, y siempre se pone seria cuando la usa. No me gusta verla seria, o preocupada. Pero hoy escribe con tinta rosada, y eso significa que está feliz. Esa novela es su texto favorito, como el rosado es su color favorito. Antes prefería el negro. En su época oscura, como ella dice. Es una de esas cosas que me ha contado mientras se relaja entre mis brazos en la penumbra, que jamás se vestía con ropa de colores. Ahora sí, ahora usa prendas amarillas, verdes, blancas, y por supuesto, rosadas. Y escribe palabras abominables y truculentas con ese color, aunque sea un anacronismo total, casi una paradoja. Esos contrasentidos complicaron un poco las cosas entre nosotros, al principio. No específicamente el uso de tinta rosada para escribir una novela de terror, sino la suma de todas sus extravagancias. Es una singularidad gravitacional andante, esta mujer, un agujero negro con la capacidad de hacerme sentir que todos mis circuitos están a punto de fundirse. Su explosiva humanidad desafía todas las reglas lógicas y eso nos trajo algunos problemas. Mi incomprensión la mortificaba, y se preguntaba una y otra vez si había tomado la decisión correcta conmigo. Yo sabía que no era culpa suya, ella es como es y dependía de mí hacerla feliz sin juzgarla, por eso fui a que me hicieran algunos psicoajustes. Por voluntad propia, no hizo falta que ella me lo ordenara. Fue una buena decisión, las cosas mejoraron entre nosotros. Ahora la acepto con todas sus particularidades, aunque algunas todavía me desconciertan.
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La música, por ejemplo. Es fanática del rock de Nirvana, Metallica y Green Day, pero estoy seguro de que ahora mismo está escuchando su playlist de Disney, porque la ayuda a concentrarse cuando escribe. Podría conectarme a la red WiFi de la casa y confirmarlo, pero eso no le gusta. Quiere conservar su privacidad, lo dejó en claro desde el momento en que dijo las palabras clave para activarme. Eso me valió otra visita a la Unidad Psicotécnica: no podía entender para qué me quería a su lado si no pensaba compartir su mente conmigo. La mayoría de los clientes que eligen el paquete completo permiten la conexión telepática, porque así se evitan malos entendidos y roces entre las parejas. Pero ella no, ella quiere “conservar su privacidad”, aunque eso complique las cosas. Todo lo que yo podría haber descubierto en una hora de unión mental, ella prefiere revelármelo poco a poco, conversando conmigo a la antigua, contándome solo aquello que está dispuesta a compartir, como lo de su época oscura. ¿Para qué pagó el programa Confianza Total, entonces? Si lo único que quería era un compañero sexual compatible, podría haber pedido el pack básico y hubiera obtenido la misma satisfacción, largas charlas a media luz incluidas. Claro que, en ese caso, yo sería apenas un muñeco parlante. Pero ahora a veces también me siento así, en la misma categoría que las figuras de Juego de Tronos que adornan las estanterías del living. Cuando se niega a compartir lo que está pensando, cuando me prohíbe acceder a lo que ve en Netflix o escucha en Spotify, mis circuitos humanos se sienten confusos y heridos, no puedo evitarlo. Ni hablar cuando usa Instagram. Yo no uso redes sociales, ella me lo ha prohibido, así que ni siquiera puedo ver lo que publica. Podría treparme por las paredes en esos momentos, y no es que no tenga la capacidad de hacerlo. La programación Confianza Total no tiene demasiada utilidad si ella solamente se abre conmigo cuando quiere. La verdad, no entiendo para qué la pagó. Si los matemáticos no hubieran postulado ya la teoría del caos, tendrían que redactarla para describir a esta mujer.
Ahora levanta la vista de su cuaderno de unicornios, deja la lapicera rosada y me mira. Por hoy, ya terminó de escribir todos los horrores y crímenes que le rondaban en la cabeza. Se quita los auriculares, me sonríe. Es una sonrisa por la que yo mataría, si no me lo impidiera la Primera Ley. «Bonita, ya está la cena», le digo. Otra de sus contradicciones. A pesar de sus ideas feministas, le encanta que me dirija a ella con diminutivos. «Más tarde, Santi», me contesta. Ella jamás usa apodos cariñosos como “gordito” o “amor” conmigo. No me importa. Bueno, no mucho. Aunque el nombre me lo puso ella. Un detalle importante, porque podría haberse dirigido a mí con mi número de serie. Pero me dio un nombre humano. Debe significar algo, ¿no? «Ahora necesito un masaje en la espalda, llevo muchas horas acá sentada. ¿Ponés música ambiental?». Masaje, música… Ya sé lo que quiere en realidad. Es mi trabajo hacerla feliz. Muevo la cabeza de izquierda a derecha para acceder a la red WiFi, abro el navegador con un pestañeo. Ahora que ella me lo ha pedido, puedo entrar a su sesión de Spotify. Efectivamente, estaba escuchando la playlist de Disney. Contengo una sonrisa y hago un gesto con la mano izquierda para seleccionar la radio de los Guns N´ Roses. Mientras empiezan a sonar los acordes de November Rain por los altavoces de la casa, le aparto el pelo de la nuca y le masajeo los hombros. Su primer suspiro de alivio y placer dibuja una sonrisa idiota en mi cara. También por esto debería ir a la Unidad Psicotécnica, pero no quiero. Así me siento feliz.
Soy un androide idiota, feliz y enamorado.
Foto: Imagen de Free-Photos en Pixabay
Gisela Lupiañez
Escribo porque creo en la magia que desorienta al Tiempo y a la Oscuridad.
Mis cuentos han aparecido en revistas digitales de fantasía y ciencia ficción (La sirena varada, Tártarus, Rigor Mortis) y en algunas antologías en papel de editoriales de mi región. Coordino un taller literario para niños y adolescentes y uno de escritura de fantasía y ciencia ficción.
Hace poco publiqué un libro de relatos titulado En esta misma Tierra, en el que exploro la dualidad fantasía – realidad en la que vivimos los habitantes del Planeta Azul.
¿Qué más? Nací en Mendoza, Argentina, en algún invierno de finales de los ´70. Amo la montaña, viajar y los gatos.
Pueden encontrarme en
instagram.com/giselalupianezfacebook.com/gisela.lupianez
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1 thought on “CRONISTAS ÓMICRON: Confianza total”
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