Por Sergio Gaut vel Hartman
La tecnología de los invasores era casi imposible de contrarrestar. Habían llegado como una plaga de langostas y, se supo desde el primer momento, lo supieron los que se autodenominaban, pomposamente, Altos Mandos, que nada de lo que teníamos servía para hacer frente a unas ondas que te freían el cerebro y eran disparadas desde naves que se movían a una velocidad inaudita; que no distinguían entre niños o viejos, combatientes o civiles, mujeres, perros o ratas. Todo aquello que tuviera un sistema nervioso central era blanco del ataque de los thugs, como los llamó algún ingenioso periodista. No sabíamos qué nombre se daban a sí mismos, ya que nunca se pusieron en contacto con nadie, su único objetivo parecía ser matar y matar, como si una compulsión los impulsara a desinfectar y desparasitar el planeta Tierra.
Yo, con mis setenta recién cumplidos, fui asignado a una unidad de apoyo que operaba en los bosques de Ezeiza. No me pregunten para qué sirve una unidad de apoyo de ancianos decrépitos cuando el ejército regular se ve impotente ante un enemigo cien, mil veces superior. No lo sabía entonces y no lo sé ahora, después de la victoria. Pero será mejor que no me precipite y mucho menos que adelante el final de la historia. Tal como vengo planteando la cosa hasta ahora no parece demasiado sensato suponer que ganamos. No obstante, y mis potenciales lectores pueden dar fe, ganamos.
Tal vez en este punto, usted lector suponga que voy a plagiar al gran Wells y me limitaré a recontar la historia de la guerra de los mundos sin Tom Cruise y con un servidor de protagonista. No, en absoluto, nada de eso. No fueron las enfermedades las que diezmaron a los invasores, y tampoco un invento milagroso salido de la mente de un guionista de comics, de esos que imaginan superhéroes tan infalibles como ridículos.
Les decía que los invasores thugs, unos monstruos que preferiría no describir porque el solo hecho de hacerlo me obliga a rememorar situaciones que prefiero olvidar, se dedicaron, desde el momento mismo de su llegada a nuestro planeta, a emitir unas ondas de bajísima frecuencia (eso dicen los expertos; yo de ciencias y tecnología no entendía nada antes y menos ahora) que atacan las sinapsis que conectan las neuronas.
Pero no quiero adelantarme de nuevo ni ser desprolijo. Vayamos por partes, como dijo el descuartizador de Milwaukee.
Ya mencioné que me mandaron a trabajar en una unidad de apoyo que funcionaba en los bosques de Ezeiza. Y decir funcionaba es poco menos que una gansada. Matábamos el tiempo esperando que unos mocosos pedantes nos llamaran, cada doce horas, para hacer unos experimentos que, según ellos, podían servir para encontrar un arma eficaz y con ella combatir a los thugs. ¡Estupideces! De todo lo que se había probado hasta entonces, nada funcionó. Mi compañero de la derecha, es decir, el tipo que dormía en el catre que estaba a la derecha del mío, se quejaba y refunfuñaba todo el día y gran parte de la noche, por lo menos durante las tres o cuatro horas en que unos formidables ronquidos me hacían saber que los extraterrestres no eran la única peste que asolaba el planeta. No obstante eso, él argumentaba que sus sueños eran muy creativos, que mientras dormía, y a despecho de los ronquidos, se le ocurrían estrategias y formas para derrotar a los invasores. Gaudencio Pérez, que así se llamaba el tipo, vivía en una villa de emergencia de Haedo, la que tiene el nombre del más grande cantor de tangos de todos los tiempos, sí, el mismo: Carlos Gardel. Pero a pesar de eso, de su humilde condición tanto en lo social como en lo económico, había logrado desarrollar una inusual capacidad para pensar en lo que pocos se atreven a pensar. Perdón, parece que me estoy adelantando de nuevo.
Vuelvo a Ezeiza y a la UPC9 (Unidad de Apoyo de Combate Nueve; ignoro dónde están las otras ocho y si hay alguna más).
Gaudencio decía que el problema era que estábamos enfrentando a los invasores con los métodos que se usaban para combatir entre humanos, y que los thugs no lo eran, por lo que había que inventar técnicas novedosas.
—Pero, ¿vos estudiaste en algún lado? —le pregunté una noche, perdida la esperanza de dormir. Gaudencio se sentó al pie de mi catre y se pellizcó la garganta con el pulgar y el índice de la mano izquierda. Yo ya había aprendido a interpretar ese gesto como un signo de reflexión.
—En la universidad de la calle, cholito. —Usaba esos vocativos antiguos y divertidos, pero no quiero desviarme del tema una vez más—. He juntado basura toda mi vida; cartones, chapas, latas, hierros, de todo.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Los materiales tienen vida, galán, ¿no lo sabías?
—A ver —repliqué acercándome unos centímetros para no despertar a los demás—; ¿de qué vida estás hablando?
—Le dije a Fernández Ponzio (Fernández Ponzio era el jefe de los mocosos pedantes, un experto en algo rimbombante con un master en el M.I.T. o CalTech) que hiciéramos cascos usando pelotas de básquet rellenas con capas de cartón unidas con pegamento epoxi. Eso va a neutralizar las ondas.
—¡Estás loco! —casi grité.
—Sí —respondió él lo más fresco—; los locos son los únicos que pueden aportar soluciones originales y efectivas en situaciones desesperadas.
Me encogí de hombros. A los locos hay que decirles sí a todo.
Pero a la mañana siguiente, para mi propia sorpresa, me encontré encarando a Fernández Ponzio para argumentar a favor del despropósito monumental de Gaudencio.
—¿Qué se pierde? —le dije como mi mejor expresión de empleado de la Dirección de Rentas. Porque no sé si les dije que antes de jubilarme trabajé casi cuarenta años… No, no lo dije y no viene al caso. Sigo.
—Ustedes son una banda de cuerpos descartables —replicó Fernández Ponzio—, inservibles sin remedio; no valen ni lo que se gasta en alimentarlos. —Una verdadera preciosura, Fernández Ponzio, pero en aquellas circunstancias, recuerden: la Tierra invadida por los letales thugs, yo no estaba de ánimo para trenzarme en una pelea.
—Si el método ideado por Gaudencio Pérez resulta efectivo y se descubre que lo ninguneaste, poligriyo, vas a valer menos que una neurona quemada por los thugs.
El arrogante jefecito solo atinó a dar un paso atrás, y rascándose una oreja, preguntó:
—¿Qué es poligriyo?
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A las quince de ese mismo día, Gaudencio fue citado por el coronel Iñiguez, jefe del destacamento Ezeiza. Yo lo acompañé y puedo dar fe del diálogo que sigue.
—¿Usted dice que con cascos de goma revestidos de capas de cartón unidas por epoxi se podrían neutralizar las ondas de los thugs?
Gaudencio contempló al coronel con una mezcla a partes iguales de asco y rabia, y contestó lo que al principio me pareció descabellado y luego me arrancó una carcajada.
—La NASA gastó millones tratando de diseñar un bolígrafo para escribir en las condiciones de ingravidez de las naves espaciales. Los rusos mandaban a sus astronautas con lápices de grafito.
—Entiendo —dijo el coronel, muy serio—. ¿Pero de qué deduce usted que su… invento puede ser efectivo?
—Pruebe. El único método ciento por ciento seguro es… probar. Y si no resulta, no pasó nada, salvo que yo, un viejo sucio y marginal, le tomé el pelo. Me puede hacer fusilar y ni siquiera van a reclamar el cadáver. Ah, y por el mismo precio le regalo otra: los thugs son sensibles a ciertas melodías. Si les pasan “Marionetas”, “Naranjo en flor” y “Confesión” por el “Tata” Floreal Ruiz, a buen volumen, se van a derretir como babosas. No entienden la letra, claro, pero la combinación de la voz del “Tata” y el sonido de la orquesta de Aníbal Troilo, les va a resultar letal.
Está de más que diga que Gaudencio Pérez salvó a la humanidad y al planeta Tierra de la invasión de los thugs. Ningún científico pudo explicar cómo supo el tipo que esas “armas” resultarían efectivas, y mucho menos se logró determinar de qué manera operaban. Cuando buscaron a Gaudencio para darle una medalla, descubrieron que se había esfumado. Preguntaron en la villa Carlos Gardel, en otras villas de Oeste y luego en cuanto agujero existe. Pidieron ayuda de la CIA, del HaMosad leModi’in ulTafkidim Meyuhadim, más conocido como Mosad, y de algunos investigadores privados muy eficientes, pero ninguno lo pudo encontrar. Yo, como ya les dije antes, no volví a saber de él, hasta unos minutos antes de empezar a escribir esto. Recibí un mensaje telepático, así como lo oyen y voy a encontrarme en un lugar secreto que, por cierto, no revelaré. Llevo bizcochos para tomar mate.
Foto: Imagen de Carroll MacDonald en Pixabay
Sergio Gaut vel Hartman

Nació en Buenos Aires, Argentina, el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. A inicios de la década de 1970 empezó a publicar en la revista española Nueva Dimensión y en diversos fanzines españoles de la época como Kandama, Tránsito y Máser. En 1982, mientras era parte del equipo de la revista El Péndulo, dio impulso al movimiento que fundaría el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Al año siguiente creó y dirigió el fanzine Sinergia. Durante 1984 fue director editorial de la revista Parsec. Cuando Marcial Souto relanzó la revista Minotauro vio publicadas varias de sus ficciones como “Islas”, “En el depósito” y “Carteles”. Esto sería el preludio a su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, que Ediciones Minotauro publicó en 1985. En 1995 su relato “Náufrago de sí mismo”, fue seleccionado por Pablo Capanna para la antología El cuento argentino de ciencia ficción, de Editorial Nuevo Siglo. Pocos años después su novela El juego del tiempo quedó finalista del Premio Minotauro, aunque en su momento no fue publicada por temas de política editorial y recién vio la luz en 2018, publicada por la editorial mexicana PuertAbierta. En noviembre de 2009 se publicó su segundo libro de cuentos, Espejos en fuga y en 2011 el tercero Vuelos. En 2017 ganó el premio literario de La máquina que hace Ping!, una editorial con sede en Castellón, España. La obra, Avatares de un escarabajo pelotero, fue publicada ese mismo año. Poco después, la editorial chilena Contracorriente publicó la novela Otro camino (que fuera finalista del premio U.P.C.) y en 2018 aparecieron dos nuevos libros de ficción: La quinta fase de la Luna, cuentos, La máquina que hace Ping! y la ya citada novela El juego del tiempo. Durante algo más de tres años fue el director literario del e-zine Axxón, actividad que abandonó en mayo del 2007 para retomar el proyecto Sinergia, ahora en formato digital. Fue el fundador y coordinador de Comunidad CF y del Taller 7, aula virtual de escritura creativa. Más tarde creó Planeta SF, un espacio multilingüe de encuentro para escritores, lectores y editores de ficción especulativa de todo el mundo. Actualmente dicta talleres de escritura personalizados por Internet destinados a escritores que viven fuera de Buenos. Ha compilado una veintena de antologías, entre las que se destacan Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo (2007), Los universos vislumbrados 2 (2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016). Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán ruso, griego, búlgaro, japonés, hebreo y árabe. Su biografía apareció en Latin American Scientific Fiction Writers. An A – To – Z Guide, editada por Darrell B. Lockhart en los Estados Unidos de Norteamérica.
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