Por Tania Huerta
—Muchas personas quieren al menos una foto —dijo la enfermera mirándonos con la cámara fotográfica entre los dedos. La observé con incredulidad mientras sostenía a mi recién nacido en los brazos. Mi esposo me observaba con miedo a mi reacción. No la tuve.
El flash me cegó por unos segundos dejándome más atontada de lo que estaba. La mujer de turquesa salió de la habitación con la promesa de entregarnos pronto la fotografía, dejándome a solas con mis dos hombres. El mayor me abrazaba, rodeándome los hombros en un abrazo estrecho. El menor reposaba entre mis brazos con los ojos cerrados y un pucherito en su diminuta boca de labios apretados. Pasé mis dedos por su cabello ralo, acariciándolo mientras su cuerpo se iba enfriando entre mis manos.
Mi corazón aún no reaccionaba a la realidad, así como mis sentidos que, aturdidos, no sentían las lágrimas cayendo a través de mi rostro inexpresivo.
—Lo intentaremos de nuevo, cuando estés más fuerte —me pareció escuchar, como si las palabras vinieran de un túnel profundo, en un eco que se perdía en alguna parte de mi mente.
Mi niño quedó inerte en mi regazo; nació así, con un único aliento de vida, su primera exhalación también fue la última.
Mis brazos se transformaron en tenazas que no lo dejaban ir. Se necesitaron varias enfermeras para arrancarlo de mis brazos. Después, solo tengo recuerdos de imágenes confusas que se deformaban ante mis ojos al abrirlos; luego, la oscuridad del sueño.
Regresamos a casa. Entré a su habitación, nada quedaba de él. La caminadora ocupaba aquel lugar perfectamente iluminado sobre la alfombra que mostraba aún las huellas hundidas de las patas de la cuna. La pintura recién seca de las paredes no había logrado ocultar, totalmente, los cuernitos dorados de infantiles unicornios celestes y las antiguas cortinas, antes diáfanas como alas de ángel, habían sido reemplazadas por unas más oscuras.
Me arrastré hacia mi cuarto, a la seguridad de mi cama que me recibía entre mullidas mantas. De lado, con las manos juntas a modo de almohada, descansé mi cabeza y vagué con los ojos abiertos.
La sucesión de platos se iba acumulando; los sacaban llenos cada noche, entre suplicas y amenazas para que me alimentara. Y así también se sucedían médicos y psicólogos en su afán de una pronta mejoría que no llegaba.
Mi esposo apareció arrodillado delante de mi rostro, entre los lentos parpadeos que ahora contaban mis minutos.
—Por favor —supliqué.
—Imposible —negó con la cabeza—, es el dolor el que te hace pensar en esas locuras.
Me sumí nuevamente en mi ensoñación.
Supe que lo enterraron un día en que el peso de mis párpados le ganaba a mi poca voluntad.
Sentía cerca a la Parca, a la señora nocturna que me daría la paz deseada. Oraba porque se apiadara de mí y me reuniera con mi bienamado niño; pero me era esquiva. Tal vez mi apariencia, tan cercana a la suya en ese momento, la hacía repudiarme.
Llantos y ruegos porque no me dejara a sus brazos, prosiguieron, porque no me dejara llevar por el ángel del abismo.
Mi esposo, cegado a la desesperación de perderme, como a nuestro hijo, accedió a mi pedido.
Con mis últimas fuerzas llegué al cementerio esa medianoche ayudada por mí esposo, ya el pequeño ataúd estaba afuera, esperando a un lado de la que fuera su lápida. El círculo de trasmutación era perfecto, la sal, las limas, el nitrato… todos los ingredientes estaban ahí, listos para traer a mi ángel de regreso a mis brazos. Las palabras correctas, el ritual iniciaba.
—¿Estás segura? —me preguntó aquella hechicera que había conocido por una simple lectura de cartas—. ¿Sabes todo lo que esto significa?
—Estará conmigo nuevamente, es todo lo que importa —respondí claramente emocionada por el pronto regreso de mi niño.
La carne y piel regeneraron, sus ojos se humedecieron e hincharon en una chispa divina, sus deditos se movieron como al nacer por primera vez. Y el llanto, que abrió sus pulmones, llenó el cementerio ensordeciéndolo de vida.
Los unicornios cabalgaron nuevamente en su cuarto al escucharlo llorar, al verlo moverse entre mis brazos y al oír las canciones que lo adormecían antes de echarlo en su cuna.
Corría de un lado a otro atendiendo las necesidades de mi niño, las mías quedaron a un lado, la energía volvió a mi cuerpo y aprendí a ser madre y esposa al mismo tiempo.
Alimentarlo, bañarlo, vestirlo, el olor clásico de los recién nacidos impregnaba la casa en un dulce aroma a felicidad y cansancio.
Esa mañana lo despertaba para su baño matutino, su boquita se abrió en un bostezo con el más dulce aliento. El agua tibia salpicaba a cada movimiento de sus piernas inquietas. Me reía besando sus hombros y su pancita con besos sonoros. La pequeña esponja blanca talló suavemente sus piernas, una mancha roja apareció en ellas. Revisé cuidadosamente el presunto raspón. Una delgada capa de piel colgaba de la algodonada esponja. Saqué a mi pequeño del agua envolviéndolo en las toallas, con cuidado lo sequé, al pasar por la parte herida atiné solo a darle suaves toques para no dañarlo más. Tomé la cremita cicatrizante pasándola sobre el área enrojecida; levanté mis dedos, hebras de piel se adherían a ellos. Mi hijo comenzó a llorar, en vano fue el intento de limpiar el ungüento, la herida se hacía más y más profunda, la piel se iba cayendo. Vendé su pierna sin volverla a tocar.
—¡No puedo llevarlo al médico, podría descubrir su… “condición”! —casi le grite a su padre al sugerir esa absurda idea.
Insistió en vano, nada haría a que me arriesgara a que me quiten nuevamente a mi niño. Cuidaría esa herida en casa.
La mañana llegó tranquila, sin un llanto o una queja. Fui a revisar las vendas de mi pequeño que dormía plácido. Despertó al escucharme, unas marcadas ojeras aparecieron alrededor de sus ojos, oscuras marcas ensombreciendo su mirada color miel. Lo toqué, no tenia fiebre, ni cualquier otro síntoma. Lo abrigué bien por si fuera un amago de resfrío.
Intenté revisar su piernita, pero, al levantar el vendaje, este se había pegado a la piel haciendo quejarse a mi niño a cada intento. Traté de suavizarlo con agua, volví a levantar las gasas que salieron con mayor facilidad, facilidad y un trozo de piel gruesa que me dejaba ver el músculo de la pierna. Ahogué un grito de desesperación y susto. Volví a cubrirlo, no lo toqué más.
La noche estuvo inquieta, él no dormía, lo alimenté y cambié sus pañales manteniéndolo seco. Al fin, en la madrugada, cayó rendido, “es el precio de ser madre”, pensé sonriendo, viéndolo conmigo a pesar de todo.
El día siguiente nos levantamos tarde, descansados ambos de la malanoche anterior, su padre ya había salido a trabajar como cada mañana y un día más nos esperaba. Descansaba en su cuna, acostado de lado; un apagado rayo de sol, cortesía de la opaca cortina, le daba en el cabello ensortijado, lo acaricié con cariño. Sus rizos se enredaban en mis dedos, tan suaves, tan sedosos, tan débiles que permanecieron ahí dejando el cuerpo de mi niño. A cada suave rozar se dejaban caer sobre mi mano, sobre su ropa, sobre las mantas de la cuna. Mi bebé volteó a mirarme, mi hijo con los ojos hundidos en un par de remolinos negros que los enmarcaban, su piel grisácea y su boca amoratada hacia el puchero antes de comenzar a llorar por su alimento. Lo cargué asustada, con el corazón en un hilo y los brazos temblorosos. Él se acercaba a mi pecho dejándome rastros de su piel en la ropa al restregar su cara en este. Preparé su biberón como pude, lo tomó ávidamente. Lo cargué llorando. Durmió.
Mi llanto se volvió en desesperación, llamé al doctor colgando inmediatamente ¿qué podría hacer él ante lo sobrenatural de su condición?, ¿cómo explicar su padecimiento sin que me lo quitaran como a un fenómeno de la naturaleza? Me quitarían una vez más a mi hijo.
Decidí cubrir a mi pequeño y dormirlo temprano para que su padre no lo viera, me lo advirtió tantas veces, pero mi dolor, mi amor frustrado de madre pudo más que cualquier lógica. Lo tenía conmigo y era todo lo que quería.
Pasaba los días como un niño cualquiera, como un niño cualquiera que comenzó a oler mal, al cual se le iba cayendo la piel dejándolo en nervios y músculos. Mi niño que me dejaba las manos ensangrentadas cuando lo tocaba, así como su ropa infantil llena de manchas rojas que cubrían los caballitos y pelotitas de sus atuendos.
Se podría en vida, pero su energía de niño no menguaba.
Su padre se fue, aterrado y asqueado por esa criatura llamada hijo y repudiando a su esposa que lo había creado y de la cual no quería ser cómplice.
Su llanto se hizo cada vez más denso a mis oídos cansados. Evitaba atenderlo, no quería criar a aquel ser que se descomponía ante mi mirada, entre mis brazos. Su olor impregno su cuna, sus sábanas, mi piel, la casa. Mi mente me odiaba por la repugnancia que sentía al ser más amado, más deseado. “Lo dejaré morir de hambre” pensé un día y lo encerré en el cuarto más alejado de la casa, el último del largo pasillo donde no sería escuchado, tapié las ventanas y traté de olvidarme de él el tiempo suficiente para que su cuerpo, sus restos, se quedaran sin nutrientes para seguir con la sub vida que llevaba. No podía ser de otra forma, no me atrevía a quitarle la existencia con un acto más violento.
Pasaron los días y las noches de llantos alejados, desgarradores, un llanto que me consumía y hacia quebrar mi alma y mi conciencia. Era una muerta en vida al igual que él, que mi pequeño que tanto desee no muriera.
Al séptimo día me acerqué al cuarto ya silencioso. Ahí estaba, en una esquina, se había arrastrado a un rincón junto a una manta que daba calor a su cuerpo helado, desprovisto de carne. Su cráneo desnudo se volvió hacia mí al sentir el ruido que provocaba. Sus cuencas vacías se posaron en mi rostro, su cuerpo era un amasijo de huesos recubiertos, por partes, de músculos y grasa, y órganos secos y expuestos que se adivinaban entre la osamenta. Casi no tenía labios, pero en ellos reconocí el pucherito amado que hacía antes de llorar; ya no podía.
—No llores, mi amor —le dije cruzando la habitación oscura, recogiéndolo en mis brazos, lo que quedaba de su rostro se apoyó en mi pecho, oyendo mi corazón que palpitaba calmado con toda la ternura del mundo.
Foto: Imagen de Christian Abella en Pixabay
Tania Huerta
Lima, Perú. Editora de Pandemonium Editorial. Directora de la Revista de Literatura Oscura Aeternum. Publicó “El Pelado Jairo” en la antología Horror Queer, “Aconitum” en la antología Steampunk Terror de Editorial Cthulhu (2018). “Piedra Negra” en la antología Cuentos Peruanos sobre Objetos Malditos de Editorial El Gato Descalzo (2018). “Esther” en la antología Pesadillas II de Editorial Apogeo (2018). “Amor Eterno” en la antología Cuentos sobre Brujas de Editorial El Gato Descalzo (2019). “Polvillo Azul” en la antología digital El día que Regresamos de Editorial Pandemonium (2020). Gana el Concurso Ave Fenix del Circulo de Escritores de España con su relato “Reflejo” (2020). Compila el libro “Dismórfica” de Pandemonium Editorial. Es dueña del Blog Pies Fríos en la Espalda.
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