Por César López Eireos
Me despierto en la cama a primera hora, aún me cuesta un rato levantarme. Lo primero que hago es ir aseo para hacer mis necesidades. A continuación entro en la sala de estar y trato de creerme que donde vivo puede ser definido como una casa.
Cuando llegué a la ciudad me parecía maravilloso, un sitio para vivir y poco que limpiar; pero han pasado un par años, se supone que soy un valioso empleado del gobierno y sigo durmiendo en un habitáculo que suma en total 4×4.
Tragándome los sapos, agarro una rebanada de pan de arroz tostado y unto paté de Artemiaen ella mientras la leche de soja se calienta. A ver si los de biotecnología descubren una forma de conseguir un suministro de leche de verdad para la ciudad.
Salgo de mi “casa” y recorro los pasillos de mi bloque, están bien iluminados y son amplios. Me cruzo con tres docenas de personas, saludo a todos, reconozco como a quince y sé quiénes son ocho. Al llegar afuera tengo el tiempo necesario para comprar una ración de carne de medusa a la boloñesa para comer mientras espero el tren.
Los trenes colgantes son una de las cosas que nunca han dejado de gustarme de la ciudad. La recorren por encima permitiendo a todo el mundo desplazarse tranquilamente evitando un tráfico que en esta ciudad sería un caos insuperable.
Después de terminar la ración, echo una mirada a las noticias, que dicen que el último censo habla de 70 millones de personas en la ciudad y que los suicidios y las depresiones siguen descendiendo. Por la ventanilla del tren solo puedo ver edificios, edificios y más edificios.
Y llego a la zona céntrica donde trabajo en el servicio público de energías. Dejo el tren y me agarro con fuerza a la barandilla de metal de la terraza para poder echar una mirada hacia abajo y contemplar, por fin, algo de verdor en las zonas bajas iluminadas llenas de algas y en las azoteas de muchos edificios que han sido convertidas en huertos.
Esta ciudad puede ser demencial para un foráneo, pero es indiscutible la energía con la que la gente se aplica en ella.
En el trabajo me enfrento con un montón de datos estimados de todos los sectores de la ciudad. La energía no se puede almacenar, pero millones de personas que viven entre el hacinamiento y la organización social la necesitan y reclaman.
Yo fui uno de los primeros en alterar todos los equipos de mi residencia para reducir la demanda pero hay demasiados hogares. Hace poco, algún idiota de las altas esferas sugirió que había que poner coto a la inmigración para reducir el crecimiento de la demanda. Por suerte casi se lo comen. En Megalópolis, todos (y en eso me incluyo a mí mismo) somos inmigrantes. Pero la demanda de productos es enorme y crece.
Hace menos de un año que la central maremotriz comenzó a operar. Fue un logro técnico asombroso, la mejor central de su tipo en el mundo, pero solamente ha conseguido paliar los requerimientos de energía.
Es lo que mis jefes me dicen durante una interminable reunión donde solo repetimos lo que todos sabemos. Yo, a ratos, pierdo el hilo de la conversación pensando en mi novia, en que hace días que no puedo ver físicamente sus ojos de gacela y que hoy tampoco podré ir a comer con ella. Quiero creer que esta tarde o noche podremos encontrarnos, quiero mandarle un mensaje.
Pero ha llegado el momento en que debo dar mi opinión sobre cómo ayudar con el problema de la energía. Así que aparto todo de mi mente y vuelvo a lo único que, aparte de mi otra mitad, puede eclipsarme: los desafíos técnicos.
Comento que hay varios ríos alrededor de la megaciudad, ríos relativamente caudalosos a pesar de toda el agua que tomamos de ellos; no podemos construir presas en ellos porque traería toda clase de problemas, pero hay otra alternativa: los dispositivos de turbinas cilíndricos llamados “pepinos” pueden colocarse en el cauce sujetos con hilos de kevlar, también colgarlos de los pilares de los puentes del estuario y la bahía.
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Recibo un silencio reflexivo. Me mandan a esperar mientras se debate mi idea y vuelvo a los balcones para contemplar los trenes colgantes y la interminable sucesión de calles metálicas coronadas por huertos de algas. Sé que no es así, pero algo me hace pensar que apestan. Un amigo me sigue y compartimos unas latas de cerveza de kelpy palabras intrascendentes. Mando un mensaje a mi novia y la respuesta me ilumina.
Pero mis jefes vuelven a llamarme para decirme que mi idea les parece buena, así que me envían a echar un vistazo aéreo a los cauces de los ríos para poder presentar un bosquejo preliminar del proyecto.
¡Un vuelo por el exterior de la ciudad! Me emociono y envío un mensaje a mi novia para que venga. Ella me contesta lo obvio: está demasiado lejos, no tenemos tiempo para esperarla.
Así que, durante unas horas, puedo contemplar la ciudad desde el aire y ver sus alrededores. Los interminables bloques de metal y cerámica coronados por huertos o paneles solares dejan paso a la roca desnuda, a los pequeños eriales y, finalmente, a los ríos. Es una vista que eleva el espíritu.
Cae la noche cuando volvemos a la ciudad con toda la información. Mis jefes me dicen que me tome unos días para revisar las imágenes y bibliografía para comprobar lo sólido que podría ser el proyecto.
Vuelvo a llamar a mi novia para ofrecerle cenar juntos, no me importa cuánto tiempo tenga que esperarla. No es mucho, nos encontramos en un local en la zona media de un gran bloque de viviendas a medio camino entre su trabajo y el mío. Ella me sonríe y me pide disculpas por llegar con legañas y oliendo a laboratorio, yo la abrazo y le digo que no me importa.
Ella me cuenta y yo le cuento, brindamos con destilado de alcohol de kelpy comemos canapés de plancton, filetes de medusa aliñados y frutas clónicas. Quiero preguntarle por la idea de irnos, por fin, a vivir juntos, pero ¿dónde? Ni en su casa ni en la mía caben dos personas y mudarnos sería demasiado caro.
Foto: Imagen de Pexels en Pixabay
César López Eireos
Nació en Vigo en 1982 y, desde el principio, su vida se vio marcada por la naturaleza viajera de su familia.
Con cuatro años se mudó con sus padres a Ferrol, donde vivirían durante 9 años antes de trasladarse a Las Palmas de Gran Canaria donde residirían otros 5 años. Después de esto, ya mayor de edad, retornó a su ciudad natal para cursar sus estudios universitarios.
Es licenciado y máster en oceanografía y ha trabajado como guía de museo, técnico de calidad de aguas y observador pesquero. También ha seguido viajando.
Aunque desde pequeño le había gustado crear historias, fue durante sus estudios cuando creó sus primeras novelas, costumbre con la que ha proseguido de manera más o menos constate desde entonces.
En 2014 abrió su primer blog, “Reflexiones Élficas”, para publicar sobre sus dos grandes pasiones: la ciencia y la fantasía. El blog fue más tarde reemplazado por “Bajo la Mirada de la Lechuza” para temas literarios y fantásticos.
En octubre de 2016 la revista online “Relatos Increíbles” publicó su relato “Los Navegantes del Mar de Dirac” como relato de portada de su 10º número.
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1 thought on “CRONISTAS ÓMICRON: Un día en Megalópolis”
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