Por Mauricio del Castillo
Fue un martes por la mañana cuando Mr. F extravió su teléfono móvil. Había salido más temprano de lo habitual para ganar la carrera al pesado tráfico de la ciudad, pero aún no comprendía las extrañas leyes que regían la naturaleza humana. Pensó mientras se vestía que solo bastaba meterse en los zapatos del licenciado Puntanegra y satisfacerlo lo más que se pudiera. Así, parte del día estaba ganado.
Se encontraba a punto de encender el auto cuando se preguntó dónde diantres había dejado el teléfono. Palpó los bolsillos de su saco y pantalón. Enseguida esculcó el interior de su portafolio pero no lo halló.
Soltó un leve gruñido. “Esto no está para nada bien ―pensó―. Necesito mi teléfono”. No faltaba mucho tiempo para que recibiera los correos matutinos y las notificaciones correspondientes a sus clientes, y ni qué decir de los mensajes del licenciado Puntanegra.
Subió las escaleras de dos en dos y abrió la puerta de su casa. En la cocina, alrededor de la pequeña mesa, se encontraban su esposa y sus dos pequeñas hijas. Revisó en la sala, su habitación y el baño. No tuvo éxito.
Entró a la cocina y dijo:
―¿Alguien ha visto mi teléfono?
Por extraño que pudiera parecer, nadie respondió. Su esposa se encontraba hablando por teléfono con su madre, al mismo tiempo que sus hijas jugaban en sus tableros.
Mr. F los ignoró también: era demasiado tarde para discutir con ellos, ni siquiera tenía tiempo de buscar su teléfono.
Cerró la puerta con fuerza y se metió al auto.
Un minuto después, su esposa proyectó:
―¡No azoten la puerta!
* * *
Mr. F hizo el enorme esfuerzo de no llegar tarde a su trabajo. Sin embargo, lo angustiaba el hecho de no lograr responder sus recados. Chorros de sudor a causa del estrés bañaron su rostro. No solo temía llegar tarde y recibir una fuerte llamada de atención del licenciado Puntanegra: también podía ser despedido.
Tomó la autopista interurbana que lo conectaría con el centro financiero de la ciudad. Después tuvo que sortear el tráfico que comenzaba a aglomerarse en los carriles. Los otros automovilistas le cerraron el paso casi a propósito. Frenó con brusquedad. Un Pontiac chocó con su salpicadera trasera y salió de la autopista; eludió otro más de frente para no impactar contra el muro de contención.
Luego de que todos los autos se detuvieran por completo los automovilistas salieron, entre ellos Mr. F. Este identificó a la persona que impactó su auto. Estuvo a punto de recriminarle cuando alguien más dijo:
―¡Eres un cabrón! ¡Por tu culpa casi nos matamos!
―Aprende a conducir, remedo de imbécil ―exclamó otra voz a sus espaldas. Un hombre cayó al suelo de un sentón con los dientes de enfrente partidos. Mr. F intentó decir algo, pero todo el mundo lo pasó de largo.
El responsable fue abordado por la policía luego de que las cámaras de seguridad mostraran el video del accidente. También aparecieron los paramédicos. Atendieron a todos en el acto, a excepción de Mr. F. Extrañado y al mismo tiempo molesto, dijo:
―Oiga, ¿no piensa preguntarme si estoy bien? Tengo raspones y me duele la cabeza.
El paramédico colocó una venda en el brazo de una anciana, sin ni siquiera reparar en Mr. F. Lo más extraño de todo es que el paramédico no tuvo ni siquiera una mínima reacción. No hubo fallecidos, ni siquiera heridos graves. Mr. F imploraba por un poco de atención, pero nadie salió en su ayuda.
Luego de que los autos partieran y el caos en general se diluyera, Mr. F intentó ordenar sus pensamientos. Aún se sentía aturdido por el accidente; su cabeza continuaba dándole vueltas. Sin embargo, lo que no lograba cuajar del todo era el hecho de haber sido ignorado, como si se tratase de una mota de polvo en la carretera.
Por fin el tráfico se estabilizó. Mr. F subió a su auto, desanimado. Encendió la radio, solo para escuchar algo más que su mente dispersa. Logró percibir una persistente estática y ruidos parásitos.
Dio un profundo golpe con el puño en el tablero y soltó un “¡carajo!” en voz alta. Llegaría tarde a trabajar y todo por haber perdido su teléfono móvil.
Justo cuando estaba por salir de la autopista, el auto comenzó a detenerse. Alcanzó a orillarse a un costado de la carretera. Trató varias veces de echar a andar el auto, pero el sistema operativo y mecánico se rehusaban a encenderse. Mr. F no dejó de maldecir su día. Intentó entrar en contacto con el operador de la agencia automotriz, con el fin de que realizaran un diagnóstico y enviaran un técnico.
La pantalla se encendió. En ella ganó presencia la imagen de una orientadora.
―Buenas tardes. ¿En qué le puedo ayudar?
―Mi auto… ―dijo Mr. F―. No puede… No puede encender. Está detenido.
La orientadora, sin perder la serenidad y la atención por un momento, dijo:
―No se preocupe. Todo estará bien. Proporcióneme su nombre de cliente y su número de contrato.
―Sí, claro ―dijo Mr. F con las manos inquietas y un balbuceo―. Mi nombre es Mr. F y mi número de contrato es…
Enseguida, la orientadora permaneció quieta, con la mirada fija en la pantalla. Al instante apareció un mensaje:
USUARIO NO REGISTRADO
FAVOR DE COMPLETAR SU REGISTRO
GRACIAS
El mensaje comenzó a parpadear una y otra vez ante el rostro anonadado de Mr. F. Sacudió con sus manos la pantalla a fin de volver a activarlo. Supo que sería imposible seguir ahí sin tener consigo su teléfono celular. No había forma de contactar a alguien que viniera en su auxilio. Tuvo una repentina sensación de aislamiento y soledad.
Salió del auto, con la camisa desfajada y la corbata floja. Intentó hacer señas con los brazos para llamar la atención de los otros automovilistas, pero ninguno de ellos se detuvo. Lo más increíble de todo es que nadie lo miraba en la carretera; todos se encontraban absortos en el camino en un intento desesperado por llegar a tiempo a sus destinos.
Mr. F deseaba un vaso con agua fresca. Miró a los dos costados de la carretera a fin de localizar un puesto de bebidas, pero no lo halló. A poco más de 200 metros observó a un joven en la orilla, con una maleta en el brazo y sosteniendo una botella con agua.
Corrió hacia él camino abajo. Al llegar ahí se tomó de las rodillas, con la cabeza agachada. No dejaba de jadear a causa del largo trayecto que recorrió. Luego de recuperarse se levantó y dijo:
―Agua… Deme… una botella. Tengo… sed.
El joven no lo miró, ni siquiera tratándose de un potencial cliente. Estaba más atento a conseguir detener un auto para vender una botella con agua.
Mr. F no podía creer que aquel joven no lo tomara en cuenta. Lo intentó tomar de un brazo, pero el muchacho salió a la carrera con la botella levantada, a fin de hacerle saber a un Sedán blanco que vendía agua fresca. Mr. F se derrumbó en el suelo e imploró por un poco de agua, solo una mísera gota.
Volvió al auto por su propio paso, con los hombros caídos y sin ningún plan en la cabeza. Miró su portafolio en la parte trasera del auto como si se despidiera de él. No tenía caso, pensó. Cerró la portezuela, con el saco al hombro y anduvo a la orilla del camino.
Los autos continuaban su paso a toda velocidad, justo a un costado de él. Dos kilómetros más adelante divisó un cuarto de vigilancia perteneciente a la policía. Justo ahí un oficial se encontraba en la ventanilla bebiendo una taza de café.
Mr. F tocó la ventanilla y se pasó una lengua por los labios.
―Por favor… ―dijo―. Mi auto quedó varado. Tengo mucha sed y perdí mi teléfono. Quiero llamar a mi trabajo. El licenciado Puntanegra…
El agente estaba a punto de tomar su taza, pero se detuvo. Por un momento dio la impresión de que se había petrificado por medio de un encantamiento.
―¿Eso es agua? ―preguntó Mr. F. No lo dudó más y bebió directo de una jarra con agua. Tenía un sabor ozonorizado, pero no tenía importancia. Gotas escurrían de las comisuras de su boca. Luego de terminar exhaló con verdadero placer. Tomó asiento, con las piernas estiradas y los brazos caídos.
El agente regresó parecía cobrar una altura descomunal a medida que se acercaba.
―¿Qué ocurre? Con un demonio, ¿qué está pasando?
Con un solo brazo el agente hizo girar el asiento donde se encontraba sentado Mr. F y lo hizo volcar.
―Oiga, ¿qué pasa? ¿Por qué me tira?
El agente abrió la puerta y empujó a Mr. F con todas sus fuerzas. Dio una vuelta de carro completa y terminó en la terracería. Tan solo escuchó el fuerte porrazo de la puerta y el polvo que comenzaba a asentarse.
Miró con enfado la caseta de vigilancia y al policía adentro. Había olvidado su saco adentro. Pateó la puerta repetidas veces, pero no hubo respuesta: el policía ni siquiera se había dignado en asomarse. Retornó al camino con la mirada al suelo. Tuvo deseos de orinar. Luego de cerciorarse de no ser visto, Mr. F se abrió la bragueta y comenzó a hacerlo. Aprovechó el tiempo para analizar la situación.
Las autoridades de la siguiente alcaldía resolverían su problema, pensó. Realizarían un ajuste, tomarían una decisión con respecto a su estado no registrado. Lo harían tan rápido que no tardaría en regresar a casa con el auto recuperado.
Sin embargo, su comportamiento estaba cambiando de una manera tan sutil que no se dio cuenta al principio. Su barba comenzaba a crecer, con una pequeña sombra de cabello en su rostro y una película de sudor.
El sol azotaba con fuerza. Atisbó un grupo de casas a ambos lados de una sinuosa calle. El sol pegaba de lleno, pero eso no parecía importarle a los rebosantes jardines bien cuidados, la hierba fresca que invitaba a descalzarse, las flores llenas de colores de todo tipo y los arbustos podados.
Sus intestinos le hicieron saber entre retortijones que tenía hambre. Sus ojos cafés destacaban a pesar de encontrarse hundidos en sus oquedades.
Los vecinos, para su sorpresa, lo ignoraron: se saludaban entre ellos, charlaban e intercambiaban opiniones. Mr. F caminaba en medio de la calle, con el cuerpo encorvado. No dejaba de sobarse el estómago como si se tratase de un dolor dentro de él.
Un niño de tres años se encontraba en la banqueta, sin dejar de mirar a Mr. F. Apuntó con su pequeño dedo índice y dijo:
―Malo. Señor malo. ¡Chum, chum!
Mr. F frunció su entrecejo. Con su brazo izquierdo hizo un ademán acompañado de un gruñido con la intención de que el niño se alejara. Al hacerlo, se dio cuenta de que su brazo estaba invadido de un extraño pelaje. Lo miró con detenimiento, como si se tratase de una rara enfermedad de la piel.
Soltó un grito ronco, sin un solo rastro de claridad en él. Esta vez se encontraba confundido, más de lo que creía. Sus brazos ahora colgaban hasta casi tocar sus rodillas.
Poco podía importar ahora lo que los demás pensaran de él o lo poco que podía comunicarse con ellos a falta de un teléfono móvil. Había que hacer las cosas de manera más lógica, pensó, mientras quedara un poco de raciocinio en él.
Sus pasos lo dirigieron con lentitud a las puertas del corporativo. Observó aquel funesto y monumental tótem que representa el edificio de oficinas, como si se tratase de un insecto contemplando un refrigerador.
La camisa ya no le resultaba cómoda del todo, incluso los pantalones y los zapatos de piel. Se deshizo de ellos sin pensar en un escándalo debido a un desnudo público en plena calle. Sin embargo, nada de eso parecía ocurrir. Las personas transitaban por la acera aferrados a su vida cotidiana. Algunos iban en auto y pasaban de largo sin reparar en aquella extraña criatura, aquel hombre que comenzaba a perder registro en el mundo. Alejó sus instintos salvajes para aferrarse a llegar todavía a una jornada de tiempo completo.
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Pasó el vestíbulo sin que nadie lo detuviera. Subió en el elevador y recordó de un chispazo el número del piso donde debía detenerse. Salió acompañado de empleados con trajes de vestir, todos amontonados en una masa uniforme. El único que destacaba en aquel grupo era un hombre de neandertal. Caminó sobre el pasillo alfombrado, sin que nadie lo tomara en cuenta.
Al entrar al despacho exterior del licenciado Puntanegra tan solo emitió una serie de gruñidos:
―¡Grrr! ¡Chatgg, chatggg!
La secretaria no lo miró, ni siquiera estaba sorprendida de aquella extraña criatura semejante a un hombre venido de la Edad de Piedra.
El licenciado Puntanegra se asomó desde la puerta de su oficina.
―¿Ya llegó Mr. F?
―Aún no, licenciado.
―Cuando llegue hágamelo saber. Quedó de entregarme su reporte. Ya me oirá cuando llegue.
Pero el hombre había involucionado debido a la falta de total identidad. Estaba claro. Y ahora veía el retroceso en él. Se estaba convirtiendo en una bagatela, un adorno sin contemplación alguna, un viejo registro de los tiempos antiguos.
La compañía de teléfonos hacia eso con muchos clientes; en algunos casos se trataba de invisibilidad o disminución de tamaño debido a falta de pago, baja injustificada del plan de pagos o demanda a la compañía.
El hombre de neandertal salió del corporativo, ya transformado por completo. No recordaba qué lo había llevado ahí. Deseaba la caza, su lanza, un buen trozo de carne chamuscada de mamut y venerar a su dios. Viviría del fuego y temería a los truenos, al menos hasta que llegara el día en que consiguiera un nuevo número de teléfono y un plan tarifario convincente.
Entonces volvería a ser Mr. F.
Foto: Imagen de Free-Photos en Pixabay
Mauricio del Castillo

(Ciudad de México, 1979). Escritor mexicano. Ha colaborado para muchas revistas y portales especializados en ciencia ficción desde 2009. En septiembre de 2012 publicó su primera colección de relatos La variable multimillonaria y otros relatos para la Editorial Endora. Su segunda colección La nave de la discordia y otras piezas de anticipación apareció en 2014 bajo el sello de Sediento Ediciones. En 2017 salió a la luz su primera novela titulada Metástasis mental publicada por Ediciones Dreamers.
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