José Luis Ramírez
Olía a pólvora, todo el maldito hábitat; las literas, la cocina, incluso el compartimiento higiénico de residuos. Pese a los trajes herméticos y la presión positiva, el regolito se las había arreglado para adentrarse en la estancia; sin que nunca se pudiera limpiar del todo en los bordes o las esquinas.
—Es sólo un poco de tierra —se dijo en voz alta.
Para enseguida calcular mentalmente sí había suministros suficientes para lavar el que se había impregnado a su cuerpo.
Ese era el verdadero problema de la base lunar, nunca había artículos suficientes de higiene personal; no disponía de toallas húmedas para bañarse ni pasta para lavarse los dientes. Con el dentífrico había improvisado una mezcla con flúor e hidrogenocarbonato de sodio de la enfermería; se la untaba con el mismo dedo con el que masajeaba luego entre los dientes para enseguida enjuagarse con una improvisada solución de agua, vodka y jabón, la cual escupía en la misma manguera donde orinaba para reciclar los líquidos.
Sin embargo, las provisiones para la ducha obedecían a un cálculo absurdo; no sólo era imposible limpiarse diariamente el sudor de las axilas, los pies y la ingle; sino que además debía hacerlo con una misma toalla, o corría el riesgo de quedarse corto por varias semanas antes del siguiente reabastecimiento.
Al menos tenía un grifo que funcionaba con agua corriente.
El sistema de reciclaje bombeaba el líquido a un estanque sobre su cabeza y una pequeña válvula mecánica lo dejaba salir de la tubería con un sexto de la gravedad de la Tierra. En varias ocasiones, mojó ahí un trapo que utilizó para sus abluciones.
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Sentía el agua escurriendo fresca entre las costillas o las piernas con los ojos cerrados. Lo disfrutaba como si la misma Anfitrite recorriera su piel con la punta de la lengua.
Tal blasfemia le provocó una sonrisa.
¿Qué podía hacerle el marido de la diosa, el todopoderoso Poseidón? Estando cómo estaban sus dominios confinados a aquella canica azul en el firmamento, a trescientos ochenta y cuatro mil cuatrocientos kilómetros de él.
Quiso decir: “mira y aprende, cornudo”; pero entonces el suelo comenzó a temblar en un sismo trepidatorio de mediana intensidad y prefirió guardarse la maldición para sus adentros. Se apresuró al cuarto de control para verificar las lecturas, que registraron 5.5 en la escala de Ritcher.
Aún cuando no era para tanto, siendo la estación una lata de sardinas apenas anclada sobre el suelo, todo se sacudió y vibró como si Godzilla estuviera follando con Mothra en la litera arriba de la suya, a cámara lenta además. Tachó con una diagonal un grupo de cuatro muescas verticales que tenía ya en su cuaderno y volvió a dejarlo sobre la mesa, con ese hacían 10 movimientos sísmicos en 3 años.
—No sé si me pagan lo suficiente —volvió a resonar su voz ronca en el hábitat.
Pero sí lo sabía. Su cuenta iba creciendo cada mes con su sueldo íntegro en rublos, mientras un algoritmo de inteligencia artificial lo reinvertía en un portafolio diversificado de acciones y criptomonedas.
Si regresaba a la Tierra podía comprarse un yate de 130 metros de eslora, una novia por correspondencia y no tendría que trabajar nunca más; aunque ese día se le antojaba lejano como su infancia en la frontera de Kazajistán.
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Sergey Aleksandr Umarov.
Tenía años volando un tetramotor Ilyushin Il-76 que rentaban los oligarcas rusos para vivir la experiencia de la gravedad cero. Todos los días despegaba del aeropuerto Chkalovsky a las 930. De ahí, ascendían hasta una altura de nueve kilómetros donde él empujaba los cuernos de la aeronave para realizar una maniobra de cabotaje.
Tan pronto como la fuerza de inercia y la gravedad opuestas entre sí se igualaban, todo dentro del avión comenzaba a flotar entre 22 y 28 segundos.
Después de eso, Sergey jalaba los cuernos hacía sí mismo y el avión comenzaba a ascender nuevamente a 45 grados, en cada viaje repetía este mismo patrón de 10 a 15 veces, dependiendo de las condiciones de vuelo o la generosidad de sus pasajeros con la tripulación.
Y entre cada una de estas, él hacía una muesca con un lápiz atado a un portapapeles, que a su vez sujetaba con velcro al costado de su asiento.
Luego, todo se jodió cuando uno de los motores se estropeó durante la maniobra provocando que cayeran en barreno.
La experiencia de ingravidez no sólo duró más de lo esperado, sino que, de pronto, todo el que no estaba atado a su asiento fue arrojado contra la cola en la parte más alta y aplastados ahí con la fuerza de dos gravedades; y en el lado opuesto, en el morro acristalado del avión, el suelo se acercaba vertiginoso como en la animación de un juego de video.
Sergey alcanzó a maniobrar.
Aún aterrizó sin problema activando los sistemas de frenado tipo concha de almeja en las turbinas para desviar el empuje de los motores hacia adelante y frenar así su velocidad. Sus clientes salvaron la vida, pero demandaron a la empresa; y ésta, a su vez, decidió culpar al piloto por negligencia, aduciendo que no prestó la debida atención en la inspección previa al despegue.
Los abogados llegaron a un acuerdo económico en el juicio.
Sergey Umarov quedó desempleado y perdió su licencia de vuelo, aunque tenía dinero y tiempo libre de sobra para hacer lo que haría cualquiera en su situación. Fue a muchos bares, se acostó con muchas mujeres. Luego, tanto los tragos como las prostitutas se fueron haciendo cada vez más baratos y menos frecuentes.
Fue entonces cuando vio aquel aviso de ocasión solicitando un ingeniero para un puesto de supervisión en la extracción de Helio-3, el único requisito era soportar condiciones de aislamiento extremo durante periodos muy prolongados.
Sergey, como todos los pilotos egresados de la Armada, tenía un diploma como ingeniero aeronaval. Así que llamó al número del anuncio desde su móvil y, teniendo sede en Baikonur, la empresa lo citó enseguida.
Su experiencia en vuelos Zero-G, además de su certificación como buzo scuba, resultaron decisivas para elegirlo entre los otros candidatos; y él, quien en un principio había imaginado sería un trabajo en las plataformas de Prirazlomnaya, no tuvo ningún inconveniente al saber que se trataba de una posición de 48 meses viviendo completamente solo en una base lunar.
Su entrenamiento tuvo una duración de 9 semanas.
Lo recordaba bien.
Consistió básicamente en aprender a ponerse el traje extravehicular por sí mismo, operar la réplica terrestre de la cámara de descompresión que habían instalado en la base lunar y operar las palancas para conducir manualmente el rover en caso de ser necesario.
Su experiencia como piloto no sería requerida.
En cuanto los cohetes despegaban del cosmódromo y ponían en órbita su módulo, el Centro de Control de Misión en Koroliov tomaba el control hasta alunizar suavemente en la superficie.
Hacían vuelos no tripulados cada 4 meses para enviar suministros, trayendo a su vez el Helio-3 extraído a la Tierra.
Sin embargo, debido a que Rusia no había firmado los acuerdos Artemis para fomentar el apoyo internacional para la recuperación y el uso de los recursos espaciales; estaba obligada a tener un habitante permanente en su base lunar para poder reclamar como propios los recursos de esa zona del espacio ultraterrestre.
Por una artimaña legal, su paga resultaba en la diferencia entre los costos de mantenimiento de la base, literalmente astronómicos, y las utilidades por venderle a la misma empresa el Helio-3 extraído en una operación por lo demás completamente autónoma.
Así que Sergey sólo debía estar ahí, apretar algunos botones, salir cada tanto a hacer alguna caminata espacial para limpiar los paneles solares o un recorrido por el perímetro con el rover para recoger sus escasas provisiones. De vez en vez aparecían las señales de la estación lunar de los americanos en el radar, empero, nunca la había visto en persona.
Aún así, le gustaba imaginarla como una megalópolis de edificios brutalistas encerrados dentro de un domo de cristal enorme, como en los viejos carteles de propaganda de Roscosmos y completamente opuesta a esa lata minúscula a la que llamaba hogar.
Sabía, por los sitios web de RT y Sputnik, que Artemis tenía científicos e ingenieros de los distintos países quienes habían firmado los tratados. Sus operaciones se extendían, evidentemente, por la mayor parte del cráter Shackleton en el polo sur de la Luna; financiada por consorcios multinacionales de varios trillones de dólares.
A diferencia de Sergei, a quien técnicamente la paraestatal Gazprom había cedido la propiedad de ese terreno en la Luna; o por lo menos, mientras él viviera ahí, nadie más podía reclamarlo como suyo ni explotar sus recursos en 12 millas náuticas alrededor de lo que la Convención sobre el Derecho del Mar establecía como sus aguas territoriales.
FOTO: Imagen de Peace,love,happiness en Pixabay
José Luis Ramírez
Nació en 1974, en la ciudad de Puebla, en México. Es Ingeniero Industrial en Electrónica y estudió una maestría en Ciencias de la Computación. Ha sido publicado en Los Mejores Cuentos Mexicanos, así como en distintas revistas y fanzines de Ciencia Ficción, así como antologías entras las que destacan: Silicio en la Memoria, Los Mapas del Caos, El Hombre en las Dos Puertas y Visiones Periféricas. En 1998, recibió el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción por su cuento “Hielo”. Puede contactarse en twitter.com/jluisram o en su sitio web comunidades.com.mx/jluisram
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