Por Ricardo Segreda
Gabriel Ulises Sánchez caminó rápidamente a través de los grupos de mochileros gringos, profesionales con corbatas llevando maletines, músicos en ponchos tocando melódicamente sus flautas de bambú, vendedores de periódicos y revistas, borrachos dormidos, perros vagabundos y niños de la calle, que ofrecían limpiarle los zapatos, (Gabriel confiaba sólo en un hombre para hacer eso bien), otros vendiendo chicles, y otros con sus pequeñas manos extendidas, mendigandomonedas. Lo último, en particular, era un espectáculo que siempre le irritaba.
Era un día fresco y soleado,inusual parauna tarde deoctubre en la tarde en esa época del año. Gabriel se detuvo un momentoen la cafetería Juan Valdéz para recuperar el aliento mientras veía la fila deturistas extranjerosesperandosus cappuccinos, americanos y súper azucarados lattes fríos. Recordó que en Colombia, Juan Valdezsolo es un pequeño negocio. Se preguntó ¿Podría algo o alguien impedirle alcanzar un mismo nivel de éxito?
Sonó su teléfono.
“Huelga de transporte? ¿Y?” Gabriel gritó. “Le prometí a la escuela primaria delosSantosInocentes unaorden de 2.000 guaguas de pan. Esta es nuestra primera orden grande, y si logramos cumplir,vamos a abrir franquicias en Cumbayá, Tumbaco y Los Chillos.Así que quiero 100 kilos de harina en la tienda en siete horas a más tardar.¿Me entendiste?”
Sin decir adiós apagó el teléfono y se dirigió hacia su auto (sólo tres pagos más que realizar pensó y será mío), mientras se preguntó por qué había contratado a Raúl para manejar la producción. Las referencias que le habían dado de Raúl eran buenas, pero Gabriel se estaba volviendo cada vez más impaciente con los constantes lloriqueos de Raúl. Su celular sonó nuevamente: era Raúl otra vez.
“No más excusas”, dijo Gabriel, “y francamente – ¡¿qué…?! Me importa un comino si tienes que llevar tu hija al médico, tu perro al veterinario, o tu madre a la morgue”.
Raúl murmuró un débil “sí”, antes de terminar la llamada. Pero, para Gabriel, la conversación aún no había terminado. Raúl logró realmente irritarlo. Al girar la llave, la adrenalina corría por su cuerpo, su pecho, sus brazos y sus manos. Gabriel repasó interiormente sobre las intenciones de Raúl, lo que hubiera querido haber dicho a Raúl hace treinta segundos pero no lo había hecho.
Al enrumbarse en el tráfico que se movía lentamente, (lo que lo enfureció aún más), se embarcó en una diatriba mental contra el hombre que había contratado paratrabajar largas horas, imaginándose que le decía:
“¿Tengo que recordarte -una vez más- de la alta tasa de desempleo en este país? ¡¿Y que hay más que suficientes hombres sin empleo para reemplazarle?! ¡Y por menos dinero! Así que dile a tu hija que sus cansinas necesidades médicas tendrán que esperar, y también dileque tiene que contribuir y llevar un saco de harina a la empresa”.
Sí, pensó Gabriel, debería haber exigido que Raúl ppusiera a su quejica hija adolescente-de tal palo, tal astilla, por lo visto- a trabajar también.
Después de todo, Gabriel había crecido en las duras calles de Guayaquil y había trabajado duro para ganarse el sustento, sin importar sise sentía enfermo o no. No tenía ningunaopción.Su padreera un soldado quienmurió en la selva al pisaruna mina terrestre. Cuando Gabriel tenía14 años, su madre empezó a sufrir deesquizofrenia, gritando acerca de ver el fantasma de Atahualpa, en atuendo inca completo, orgullosamente de pie en las gradas del edificio municipal, exhortando a la gente del lugar a derrocar los conquistadores.
Los periódicos la llamaban “La loca”, aunque un grupo de jóvenes marxistas nombraron su club de debate por ella. Al fin, ella fue internada enun hospital psiquiátrico por orden de un juez.
En su primera noche, Gabriel se escabulló al hospital a través de su cocina y corrió hacia ella cuando la vio en el patio de la residencia, sentada calmadamente en una silla de ruedas leyendo una revista. Sin embargo, al momento de abrazarla, ella no lo reconoció. Un corpulento guardia de seguridad del hospital, preocupado porque podía perder su trabajo despuésde que el mes pasadono pudo prevenir un asalto sexual por un intruso, lo arrojó a la calle, en medio de la lluvia, blandiendo una pistola y amenazándole con dispararle si volvía.
Mientras que gotas pesadas y rápidas de lluvia golpeaban fuertemente a Gabriel, notó el mural de la crucifixión de Cristo pintado en un lado de una nueva iglesia. El pintor retrató alhijo de Dios con su piel lacerada, con la sangre goteando de la herida abierta cerca de su corazón, y su mirada fija en el cielo. El corazón de Gabriel latía fuerte y rápidamente, sus manos temblaban, al fin dejóde resistir. Una cascada de lágrimas cayó de los ojos de Gabriel y aulló. “¿Qué?,”, pensó, “¿Cuál fue mi pecado?!”
Fue la última vez en su vida que Gabriel llorara. De ahora en adelante nada volvería a causarle dolor. De ahí en adelante era iinvencible.
También en ese momentotenía dos hermanos menores y una hermana que cuidar, y con el fin de apoyarlos sus opciones eran o unirse a una pandilla, -lo que significaríarobar-, vender drogas, y arriesgarse a que le maten, o trabajar y arriesgarse a lapobreza perpetua. Eligió el trabajo, a pesar de las probabilidades.
A los quince años fue contratado como aprendiz de panadero. A los veinte años tenía su propia panadería, y ahora, con cuarenta años, era ya rico. Pero no lo suficientemente rico.
Así que no, no iba a aguantar el lloriqueo de Raúl, ni el de la hija de Raúl, ni de su contador, su primera exesposa, su segunda exesposa, o de nadie. Luego, una y otra vez, repitió lo que debía haber dicho a Raúl,una y otra vez, en diferentes tonos de ira, como un actor ensayando para su primera audición.
Pero Gabriel estaba tan distraído por sus pensamientos que no se percato de comprobar el indicador de combustible. Su tanque estaba casi vacío. Sin embargo, sabía que en poco tiempo iba a llegar a una estación de gasolina.
Cuando salió de su vehículo para comprar cigarrillos, un chico de ocho años con el pelo graso, la cara sucia, vestido con una camiseta de Hello Kitty, apareció a su lado, surgiendo aparentemente de la nada, ya que Gabriel estaba seguro de que no había visto a nadie más que al empleado de la estación cuando se detuvo frente a la bomba de gasolina.
“Por favor ayúdeme, tengo hambre”.
Más lloriqueo.Sin inmutarse y con frialdad Gabriel entró a la tienda de la estación de servicio y compró dos paquetes de Winston; luego salió al aire ahora fresco y frío. El sol acaba de ponerse detrás de las montañas cuando sacó su encendedor dorado, y se fumó mientras que el empleado de la estación imprimía un recibo.
El muchacho se había ido. Bien. Al subirse de nuevo al asiento del conductor, recordó haber leído una noticia en el tabloide, “¡Extra!”, que afirmaba que la mayoría de los mendigos, entre ellos niños, obtenían de sus actividades un ingreso más sustanciales, – siendo libres de impuestos- que las personas que realizaban trabajos manuales.
Se dirigió en la dirección de su nueva panadería. Un norteamericano rico, que había hecho millones en la perforación de petróleo en Ecuador, expresó su interés en subvencionar los negocios de Gabriel e incluso en promocionarlo en el extranjero.
Por un momento dejo de pensar de Raúl, en sus exesposas, y en los niños de la calle. Gabriel se entretuvo con visiones de su glorioso futuro -un condominio en West Palm Beach, un yate, la compañía de guapas y curvilíneas damas cubanas quizá-.
Dos pitidos rompieron el ensueño. Con una mano al volante y un ojo en el camino, Gabriel sacó su teléfono.
La producción de la harina había terminado por la noche, decía el mensaje. “Bueno”, pensó Gabriel, “si, es que hay que poner aserrín en la mezcla para lograrlo, que así sea”.
Ahora sonaba su celular. Era su hermano César, también su socio de negocios.
“¿Cómo te va? Bien. Sólo te recuerdo a mí mismo que estamos haciendo dinero en Otavalo y Latacunga, y el próximo año, si compró algunas voluntades, podremos entrar en el mercado gringo en Cuenca “.
“Además, estamos matando a nuestro rival, ‘Para Pan’, que cerró dos de sus tiendas la semana pasada”.”
Ambos rieron de buena gana antes de terminar la llamada.
Una punzada de dolor emocional brotó en Gabriel, algo que odiaba. Hablar con Cesar siempre le provocabaese efecto. Se había enamorado de la hermosa mujer de su hermano, Isabel, lamás bella de Imbabura, e Isabel le correspondía.
Su relación –salvaje y tierna se prolongó por dos años– antes de que Isabel bruscamente y sin explicación le dijoque “ya no más”. Gabriel estaba estupefacto, ya que creía que podría continuar para siempre con la relación sin que Cesar supiera, sobre todo porque sentía que su hermano era un total idiota. Gabriel lo manejóa esta situación como lo hacía con todo, volcándose completamente en su trabajo.
“¡¿Qué?!”
El mismo niño, con su pelo grasiento y la camisa sucia, ahora estaba de pie en el centro de la carretera, cinco metros por delante del vehículo de Gabriel, con las manos extendidas delante de los faros como una figura proletaria suplicante de una pintura de Oswaldo Guayasamín.
Los reflejos de Gabriel se activarony pisóel freno, pero era demasiado tarde. Ungolpe fuertese pudo sentirmientras que los frenos del cochechillaban.Un perro, de alguna parte, empezó a ladrar.Gabriel dirigió el auto hacia el borde del camino. Con su corazón latiendo rapidamente y de repente sintiéndosedebilitado, salió del vehículo para buscar el cuerpo.
Allí estaba el muchacho, en medio del camino, boca arriba, con los ojos abiertos, sin respirar. Hirvió producto del miedo, un miedo que nunca pensó sentir antes en su caótica vida. Sintió por un momento que se ibaa defecar en los pantalones antes de siquiera tener chance de bajarlos. Soltó un pedo ligeramente húmedo.
Podría llamar a la policía, pero una vez que la prensa se enterara del accidentes,su negocio estaría terminado. ¿La muerte de un niño? ¿La muerte de un “guagua”? ¿Gabriel Ulises Sanchez? ¿Dueño y propietario de la cadena de panaderías “La Canasta”?
Sólo la semana pasada había estado en la portada de “El Mercado”, un popular semanario de negocios, donde lo habían alabado por su energía y brillantez empresarial. Si este niño tenía padres, no sólo sería demandado por cada centavo que jamás había ganado, si no que su base de grandes clientes, como la escuela Santos Inocentes, lo abandonarían.
Gabriel oyó otro vehículo que venía. Tenía que actuar rápidamente. Así que subió a la camioneta y se fue, tratando de borrar de su memoria lo que acababa de suceder. Nadie lo había visto, así que no paso nada.
Hizo un esfuerzo para concentrarse en cualquier otra cosa que podría ocupar sus pensamientos; Isabel, “Para Pan”, su última fantasía sexual, su última discusión con su primera exesposa, su primera discusión con su segunda exesposa, el interminable lloriqueo y preocupación de Raúl, y cuanto eso le enfurecía…
Entró en el estacionamiento de su panadería más nueva. Era ya tarde; todos los empleados se habían ido ya a casa. Con su tarjeta electrónica, Gabriel entró en la cocina. El olor a azúcar y saborizante flotaba en el aire. Echó un vistazo a las filas y filas de guaguas, y los estantes refrigerados llenos de colada morada, la bebida espesa hecha de mortiños, manzana, azúcar y colorante de alimentos.
Todo estaba bien. Gabriel casi sintió algo semejante a una paz interior, por más fugaz que esta fuera. Encendió otro cigarrillo, inhaló lentamente, y exhaló, observando con atención cómo las nubes de humo salían de su nariz, evocando a los elegantes bailarines vestidos de seda que su última esposa lo había llevado a ver en su primera cita. Como no había querido parecer demasiado sensible ante una mujer, se había mostrado reacio ese momento a admitir a su novia que se había sentido emocionado por sus agraciados gestos.
Al mirar por la ventana de la cocinacon mirasaleste, recordó que al principio de su infancia durante una agradable tarde de verano, su madre le había confiado mientras hacía la sopa, que antes de conocer a su padre había estudiado para ser una bailarina. Dejando a un lado la cuchara de madera,apagóla estufa, y tomandoaGabriel de la mano, le dio unabreve y básica lección de baile de salón. Este fue uno de los pocos recuerdos felices de la infancia de Gabriel.
El sonido distintivo de cristales rotos rompió su ensueño. Luego, elfamiliar sonidode pisadas humanas. Dejó caer su cigarrillo y metió la mano en su chaleco para sacar su pistola. algo que había obtenido por intermedio de sus antiguas conexiones con pandilleros en Guayaquil. Era ilegal, sí, pero a principios de su carrera una de sus panaderías fue asaltada en la víspera de una entrega importante, y Gabriel decidió que en el futuro nunca volvería a suceder mientras si él estuviera a cargo.
Un bote de aluminio rodó fuera de la repisa detrás de él. Gabriel agarró el arma con sus dos manos. Ahora estaba empapado en sudor frío.
Era el chico nuevo, de pie, mirando con calma a Gabriel.
“¡¿Qué quieres?!, ¡¿Qué quieres?! “, gritó Gabriel.
Apareció otro niño, muy similar que casi parecía su gemelo: también estaba hambriento, sucio, y con olor a no haberse duchado ni cambiado de ropa durante un largo periodo de tiempo. Luego, otro muchacho negro De repente más chicos surgieron, más de treinta en número, todos inmundos, con sus camisetas rotas, algunos sin zapatos, con las manos sucias, algunos con cicatrices o sangre seca, mocosos. Y todos miraron, con calmaa Gabriel.
Decidió que esto no le perturbaría. Gabriel Ulises Sánchez era un empresario famoso, alguien que se enorgullecía de ver cómo los hombres le tenían envidia, a todos los cuales detestaba a pesar de su diplomacia en asuntos de negocios, y cómo las mujeres lo deseaban, a pesar del hecho de que él no era guapo. De hecho, con su nariz ancha y plana y las cejas peludas, sabía quemuchas lo consideraban feo. Ser a la vez odiado y deseado que, en esencia, es lo quela vida era para él, le gustaba así, y nada volvería a impedir su derecho a tener exactamente la vida que quería. Nada.
Disparó a los chicos.
Nada. Las balas pasarona través de ellos como a través de vapor y rebotaban en las paredes de concreto. Los niños permanecían tranquilos y pacientes, incluso pacíficos.Entonces se acercaron a Gabriel en calmados y pequeños pasos.
El día siguiente Katina Vayaz llegó a su turno,a las seis en punto de la mañana, a tiempo como siempre, con un orgullo en ser puntual que aprendió de su madre. Pero, ¿quién había llegado primero? Se dio cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta, mientras sintió un olor acre de carne recién horneada antes de haber entrado.
“¿Qué pasa con las empanadas de carne?”, Se preguntó con impaciencia mientras se acercaba a la fuente del olor, lo que la ponía un poco hambrienta. Al querer llegar a tiempo como siempre, se había saltado el desayuno. Tal vez podría probar un poco.
Los otros empleados, ya en sus uniformes, que normalmente llegaban al trabajo cinco o seis minutos más tarde, al oír los gritos de Katina, asumieron que un robo o algo peor estaba en progreso, y corrieron a la tienda. Y cuando entraron fueron ellos quienes gritaron.
Su jefe, Gabriel Ulises Sánchez, se encontraba sobre una de lamesa metálica de preparación, completamentecubierto de masa de hojaldre, recién horneado, con sólo su rojo e inexpresivo rostroal descubierto, con los ojos abiertos y brillantes, y con el aspecto de una “guagua” gigante.
Foto: Pixabay
Ricardo Segreda
Escritor, periodista y crítico de cine.
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