Por Manuel Mörbius
Elías entra por la angosta puerta de la casa con las jeringas en la mano y un suspiro que hace más chico el espacio en su pecho. Mira a su madre sentada en una silla de ruedas junto al refrigerador. Ella está horrorizada por una capsula informativa disuelta en un vaso de agua.
—Encontraron un lote de clones ilegales. Aberraciones de la naturaleza, perversiones en contra de la obra del creador de todo. El único ingeniero que debió de haber existido. Somos perfectos, lo demás es el demonio tentándonos con la vanidad del falso conocimiento.
Entre las emociones y reacciones que provoca los comentarios de su madre, Elías elige la oxidada cotidianidad embarrada en las paredes de su cerebro saturado de preocupaciones nuevas. En sus espaldas el tiempo se agota y siente la mirada de la sentencia.
—Mamá, deberías ir con un doctor para que te ponga un implante de insulina. Ya no voy a poder traerte las jeringas.
El estado de su madre lo llena de tierna ansiedad. Entre cada arruga hay una obstinación difícil de evadir, difícil de vencer. Una muralla que vence de cansancio a quien quiera superarla.
—Ya estoy muy vieja para dejarme pervertir. Conozco sus engaños y sus promesas. Inician con implantes y terminan convirtiéndote en un animal sin alma.
Elías piensa en los implantes. En su trabajo ya no dependía de implantes que usaba a escondidas de su madre. La mirada corregida y aumentada de lince de su jefe de operación lo atraviesa en la oficina mientras Elías recibe la explicación pacientemente, como si fuera demasiado estúpido para entender: “Necesitas un update genético de memoria. Respetamos tus creencias, aunque sean bioconservadoras. Estás en tu derecho, pero no puedes manejar más de tres terabytes de datos. Lo que en algún tiempo fue de genios, ahora es insuficiente. Lo siento, así son las cosas.” Palmada en el hombro con garras de arpía diseñadas para intimidar con fraternidad.
Elías caminó por el hangar. La mirada de los depredadores, que mantenían sus pólipos en el borde de la extenuación, eran agobiantes y los chacales que montaban los fuselajes olisqueaban el miedo de Elías inmerso en un zoológico de sensaciones. Sin necesidad del update eran perceptibles las feromonas de alguien que lanzaba dardos para desorientar al olvido en el horario en las horas extras. Los transportes hechos a mano eran Lujo que orbitaba la serenidad entre la vida en marte y las calumnias que se decían sobre la tierra, que se había vuelto aburrida y pesimista.
Elías tenía que monitorear las trayectorias de entrada y salida de órbita. Ni siquiera las calculaba. La seguridad es primero, decía el letrero de su asiento en un pequeño cuarto donde habían recortado cinco años de su vida frente al monitoreo. Cinco años en los que nunca detectó ni un error. Su trabajo era una feliz monotonía y estaba ahorrando para dar un tur por las lunas más famosas. Soñaba con hacer el recorrido de la Luna terrestre y llegar a Titán. Con la reciente situación se tendría que conformar con un viaje más corto hacía la supervivencia del más actualizado.
From chance to choice, mutant update. Elige la forma más natural. El lema circulaba obsesivamente en la recepción atendida por un hombre con cara de siervo que le explicó los beneficios de la ausencia de enfermedades, de la idílica vida en el árbol de la vida. Apagar y encender un faro de luces y salir del oscurantismo genético. Un regalo escondido para quien se atreviera a tomarlo. “Siempre apegados a la filosofía y el código de extropía.” Por un paquete de visión nocturna le regalaban la pigmentación corporal. Con la memoria de elefante incluía un endurecimiento dérmico óptimo para el clima de la superficie terrestre y marciana.
Extrajeron una muestra de sangre y Elías tuvo un extraño presentimiento. Quizás hubiera sido mejor idea regenerar su corazón como los que adquirían el paquete del ajolote. Quince minutos después de mirar manchas en el techo a las que no les podía dar forma, su nombre fue dicho con severidad marcial en el perifoneo de la sala de espera. Elías pasó a una oficina donde el color blanco daba la sensación de un imponente vacío. Las primeras palabras del doctor desvalijaron sus esperanzas: “Lamento que se entere de esta forma.” Elías no sabía a qué se refería. El doctor estaba siendo amable. La confusión pasó del plano abstracto a los horrores literales. Elías miró el dato proyectado en un estridente anuncio tridimensional: “Copia ilegal.”
—¿Yo? Eso un error.
¡Toda la vida vivida dónde queda!, pensó Elías.
—Por fortuna hay un programa de reubicación de copias ilegales en un espacio asignado para su maduración controlada.
—No pueden hacer eso— respondió con el temblor de la ignorancia jurídica en las manos.
—Técnicamente no eres un ciudadano. Si tu original está con vida eres de su propiedad. Aun así, al ser ilegal, sigues quedando bajo custodia. Es una pena que sean más frecuentes este tipo de situaciones. Dime, ¿vienes de Brasil?
—¿Eso qué tiene qué ver?
—Se encontró un laboratorio clandestino que llevaba años operando con la fachada de comunidad de bioconservadores. Tu estructura lleva la firma de ese laboratorio. ¿Sabes si tu original está con vida o quién pudo haber realizado la copia?
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No había tiempo de pensar. Iba a escapar, correr, vivir como un nómada pirateado y formar una rebelión de copias. Robaría un vehículo del hangar de su trabajo y tomaría por asalto la luna. Allí iniciaría la guerrilla de las copias. En un suspiro las dudas trituraron su autodeterminación y Elías llegó a casa con las preguntas en la punta de una lengua que sentía ajena. El sabor plastificado le hizo pensar si aquello era una característica de la ciudad o de su condición poco original. Dos oficiales lo custodiaron hasta que llegó a la puerta. Su madre estaba de espaldas. Ella intuía que lago no andaba bien después de cruzar palabras banales que Elías nunca usaba. Finalmente, Elías puso énfasis en su pregunta.
—¿Qué es lo que le pasó al original?
—¡Vai se foder! —el grito vino con una pausa de frustración y finalmente un tono tierno de la anciana—. Era un chiquillo tan inquieto y juguetón. Tan sonriente. El accidente con la segadora fue horrible. Qué dolor les causó a sus padres no saber qué sucedió. Yo nada más quería un pedacito de él para mí. Me quedé con un dedo del pie e intenté traerlo de regreso. Siempre soñé con que fueras mío y en cuanto te pusieron en mis manos no lo dudé y te traje a Tijuana Cero. Creí que seríamos felices, pero ya no eras el niño inquieto ni juguetón que yo miraba todas las tardes. Soñaba con ver a ese niño convertido en un hombre. Tarde comprendí mi error. El niño con la piel canela no hubiera tenido una vida tan aburrida y gris como la tuya. Silencioso y parco. Por piedad te mantuve, aunque no tuvieras alma. No te podía sacrificar; hasta los animales tienen sus derechos, y más miserable hubiera sido mi vida si te hubieran encontrado antes —escupe al suelo—. Qué el señor se apiade de mi alma.
Elías no se siente dueño ni de su nombre. Sus pensamientos más elevados regresan al tiempo que soportó las maneras más insensatas posibles de cuidar a la anciana. La casa y su imaginación son demasiado pequeñas para escapar. El destino era una granja de envejecimiento. En una revisión de su conciencia se siente tranquilo de saber que el asco y el odio no están almacenados en sus genes.
FOTO: Imagen de Reimund Bertrams en Pixabay
Manuel Mörbius
México, 1984. Ciudadano de composta humana. Licenciado en sociología por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Escritor de Ciencia Ficción, Terror y Horror. Editor de la revista literaria Arte-facto (2004-2014). Colaborador de Clandestina espacio de autogestión. Desde 2020, Integrante del Seminario Estéticas de Ciencia Ficción, CENIDIAP del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (México).
Cuentos publicados recientemente: Bajo la piel del Fantasma, Revista En las Ruinasdeldf (México); El eremita estelar, en Ciencia Ficción Chida (México); La sonrisa idiota en el No.3, Revista Tóxicxs (Argentina); Los cuarenteNazis, en compendio de relatos: El cuento en cuarentena (México).
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