Por JP Cifuentes Palma
Ese día de abril fue la última vez que vi un atardecer en mi vida. El día había comenzado idéntico a otros: perros ladrando a temprana hora, tacones apurados rumbo al trabajo, niños sonámbulos yendo rumbo a la escuela, el aroma a café en las casas intentando despertar entre los bostezos y tiritones por el frío proveniente de la montaña.
La última vez que la vi fue en la salida del banco. Ella venía junto a sus colegas del trabajo mientras que yo recién salía de hablar con don Simón, el gerente que me negó, una vez más, el crédito que necesitaba para comenzar con mi empresa de frutos orgánicos. Iba enrabiado e intentando buscar alguna fuente de ingreso para financiar mi proyecto, de manera que solo me percaté de su presencia cuando casi chocamos en la puerta del banco. Ella me sonrió levemente y yo no atiné a nada.
A la verdad, la vida últimamente solo me ha traído dolores de cabeza. Por un lado, se murió mi padre de cirrosis y ya van tres años de sequía en el campo así que he perdido todo lo que sembré, mi matrimonio fue un fracaso, una ilusión que duró apenas seis meses hasta que ella me anunciara que se iba a vivir con su madre nuevamente. Incluso el Duque, mi querido pastor inglés, falleció hace unas semanas atrás de tan viejo que era y qué decir de las deudas hipotecarias y con los proveedores. Asimismo, mi salud comenzó a mermar, enflaqueciendo a un punto en que mis piernas estaban nadando en mis pantalones, en que el menor resfrío me enviaba directamente a la cama por semanas.
Alrededor del mediodía comenzó a llover. Lo supe porque iba caminando rumbo a mi casa que se encontraba a diez kilómetros del pueblo (tengan en cuenta que tuve que vender mi bicicleta, entre otras pertenencias, para pagar algunas deudas) cuando cesó el viento, el cielo se oscureció y comenzó a llover copiosamente tanto que llegué empapado a mi casa. No había leña y el café se me había acabado la semana pasada (ahora solo estaba sobreviviendo con agüitas de menta, toronjil y manzanilla). De manera que opté por lo más práctico posible. Dejé mi ropa mojada en el baño, busqué alguna camisa vieja (toda mi ropa era vieja y maltrecha) y me acosté.
Cuando desperté noté que algo raro había en el ambiente. Era de noche o al menos eso imaginé puesto que toda la habitación estaba a oscuras. Me levanté a encender las velas (llevo dos meses sin luz eléctrica) y me percato en el reloj mural que nos dieron para el matrimonio (uno de los pocos regalos que no se llevó mi esposa). Eran las cuatro de la tarde y no entendía por qué estaba tan oscuro. Salí al patio y la imagen fue espantosa. El cielo se mostraba con un negruzco nunca antes visto, las copas de los árboles se mecían de un lugar a otro cada vez más fuerte debido al viento. Todo era oscuridad, todo era una pesadilla, cuando de pronto, el cielo crujió, se iluminó por una fracción de segundos para dar paso a un sonido tan potente y grave que me dejó sordo por varios minutos. Junto a ese sonido hubo una expansión de onda que me lanzó diez metros por el aire, que sacó de raíz a varios árboles y que casi destruye completamente mi casa de madera.
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Fue entonces cuando a la distancia vi como descendían desde el cielo bolas de fuego que iluminaban la noche antes de caer en tierra provocando múltiples incendios. Una de esas bolas de fuego pasó a metros de mi casa. Era como un meteorito que caía con una fuerza y velocidad sin comparación, rugía y sus llamas incandescentes abrazaban en el calor infernal lo que estaba a su lado. Sentí que mi cuerpo aumentaba la temperatura y sin entender qué ocurría, me levanté y corrí rumbo a una de las quebradas que hay en el campo. Corrí sin mirar atrás, llorando, pidiendo a mis piernas que fueran lo suficientemente rápidas para llegar a la guarida mientras el infierno se desataba alrededor.
Una segunda bola de fuego cayó diez metros delante de mí y su onda expansiva y caliente me tumbó nuevamente al suelo en donde quedé horrorizado, incapaz de mover un músculo, alguna articulación, estaba ahí, inmóvil, aceptando mi destino. Cerré mis ojos (no hubo una proyección de las imágenes de mi pasado como si fuera una película) lo único que había era un miedo que carcomía todo mi cuerpo. Cerré mis ojos, apreté mis dientes hasta sangrar y esperé el desenlace mientras lentamente mis sentidos se iban.
Volví a estar consciente después de un tiempo prolongado. Me dolía todo el cuerpo, mi piel ardía y tenía mi garganta seca. Abrí mis ojos y pude ver que en distintos lugares existían incendios que iban consumiendo la tierra. Ya no tenía miedo o al menos mi cuerpo se adaptó a esta nueva realidad. Me levanté a tropezones, el aire estaba caliente y casi irrespirable de tanto humo y cenizas. Caminé rumbo a la quebrada, mientras a mi paso veía a animales silvestres y aves quemados o agonizando en la pradera. No sé si esto era el fin del mundo del que hablaban los evangélicos cada domingo en la plaza del pueblo o era otra cosa, quizás un ataque alienígena, tal vez eran atentados terroristas, una guerra, una lluvia de meteoritos, no lo sé, solo sabía que por alguna razón aún estaba vivo y que de ahora en adelante debía sobrevivir a cualquier costo.
Descendí por la quebrada rumbo al canal que había en el valle. Fue un retorno a la infancia pues me zambullí en el agua sin importar que iba a quedar empapado. El agua no estaba fría, tampoco caliente pero era notorio como iba aumentando el calor en los minutos. Aún así fue refrescante para mi garganta y para mi temperatura corporal. Mientras flotaba en la tenue corriente del canal tuve tiempo para meditar qué hacer de ahora en adelante. Lo más importante era encontrar refugio, alimento y por sobre todo, no rendirse nuevamente. En estos pensamientos de supervivencia me encontraba cuando pasó al lado mío el cuerpo sin vida de una niña quemada. Y no solamente una niña quemada pues tras ella venía una caravana de muertos chamuscados que tuve que salir a la orilla en donde vomité de asco e impotencia. Reconocí a muchos de los que iban en el canal. Eran personas del pueblo, niños, ancianos, jóvenes, hasta el sacerdote iba con su sotana quemada.
De pronto, escuché disparos muy cerca de donde me encontraba. El instinto de supervivencia me hizo reaccionar y me escondí en la quebrada tratando de que la espesura de la noche fuera mi mejor camuflaje, mientras obligaba a mis oídos y ojos a que estuvieran agudizados al máximo, atentos a cualquier ruido o movimiento que existiera en el lugar.
No pasaron ni diez minutos cuando llegaron dos hombres armados con escopeta, riéndose a carcajadas, insultando a una mujer que a cada tanto empujaban para que caminara ya que ella lloraba y suplicaba piedad. Tuve que hacer de tripas corazones y mordí mi lengua, apreté mi puño y me quedé en silencio viendo lo que sucedía. Uno de los hombres empujó muy fuerte a la mujer quien cayó al suelo incapaz de levantarse ante el miedo que tenía.
—¡Levántate mierda! – Dijo uno de ellos mientras la pateaba en el suelo – levántate que aún no llegamos a la casa
—¡Por favor!, ¡Por favor!
—¡Cállate puta! – el hombre tomó su escopeta y le disparó en el pie izquierdo.
¡—Mierda!, no la mates aún. – Dijo el otro hombre mientras le sujetaba la escopeta – Abajo hay un canal, iré a buscar agua. Más te vale que no la mates aún.
Uno de los hombres bajó muy cerca de donde yo estaba escondido rumbo al canal. Yo no sabía qué hacer, intuí que podía tomar ventaja si atacaba por sorpresa, pero si fallaba el primer golpe, su amigo volvería y entre los dos acabarían conmigo. Por otro lado, también estaba la posibilidad de no hacer nada, quedarme ahí callado, esperando que no se fijaran en donde me encontraba guarecido. Un grito de la mujer me sacó de estas meditaciones y pude ver como estaba en el suelo luchando contra el hombre que destruía su ropa, golpeaba su rostro y comenzaba a violarla ante los esfuerzos inútiles de la mujer.
Supe que había tomado una decisión recién cuando tenía la piedra en mi mano derecha y me aproximaba a golpear en la nuca al hombre quien cayó inconsciente sin saber qué le había pasado. La mujer estaba histérica, me rasguñaba y pateaba sin percatarse que no intentaba abusar de ella. No tuve más remedio que golpear con fuerza su rostro con mi puño derecho para dejarla inconsciente. Escuché que corrían por la ladera por lo que tomé la escopeta y sin dudarlo disparé apenas observé que el hombre estaba a tiro de cañón. Disparé tres veces, destruyendo su cráneo.
Foto: Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
JP Cifuentes Palma
Los Ángeles (Chile 1985 – )
Escritor chileno que ha publicado los poemarios “Dile a Jesús que tenemos hambre” (2016), “Dios castiga pero no a palos” (2016), “A oscuras grité tu nombre en el muro de Berlín” (2016), “Destrucciones a las 11 AM (2018); las novelas breves “El ataúd” (2016) y “El último que muera que apague la luz” (2016), la colección de relatos de ciencia ficción y terror “La supervivencia del caos” (2018), el poemario de space opera “Sacsayhuamán: El exilio de los Shuk’tars” y la novela histórica “Crónica de Terezin”. Desde hace unos meses soy miembro de la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena (ALCIFF) y desde hace unos años de la Sociedad de Escritores Latinoamericanos y Europeos (SELAE). Felizmente casado, amante de la naturaleza, agente en Cambia el Clima, una temática fundamental bajo la cual pretendo seguir explorando a través del género de “clima ficción”.
Para más información visitar: jpcifuentespalma.webnode.cl
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