Por Jorge Quispe Correa
Deo et machina
Tres años habían pasado desde que la nave había llegado a Urano en un día equivalente a una tarde de setiembre del planeta Tierra. Circulaba en el ambiente la sensación (o quizás la certeza) que ese sería el último punto al cual se llegaría, pues la nave no daba más. Tampoco la tripulación.
Los hombres habían descendido en la superficie marciana dispuestos a rescatar a los pocos sobrevivientes del desastre provocado por las tormentas provenientes de la región de Tharsis.
Previamente uno de los robots había sido enviado para conocer más a detalle las condiciones climáticas del planeta y verificar si existían riesgos que los sistemas de la nave no hubieran detectado. El resultado fue un éxito o un fracaso, según como se vea, pues el robot quedó inservible a mitad del camino hacia su destino. Ese resultado sirvió para utilizar las escafandras especiales modelo Tesla, más resistentes que el metal con el que estaban elaborados los robots.
Los veinte hombres al mando del Comandante Simms descendieron tomando todas las precauciones debidas. Desde la torre de mando, el Jefe de Navegación, monitoreaba el desplazamiento de los hombres a través de ese desierto rojo. Tenía los cañones de protones preparados por si fuera necesario usarlos, a pesar que los restos de la civilización marciana no se había manifestado en los últimos treinta años.
Unos pequeños remolinos se formaron sobre la superficie por donde se desplazaban los astronautas. En cuestión de segundos, el viento se tornó fortísimo elevando a los hombres a una altura de cinco metros.
– Mantengan la calma. – dijo el Teniente Arias a sus hombres.
– ¿Qué está pasando?
– No los escucho bien.
– Envíen apoyo.
– ¡No puedo respirar! El Comandante Simms pidió que mandasen a diez robots en auxilio de los hombres que luchaban contra las inclemencias del clima. El segundo a cargo en la nave oprimió un botón para que se cumpliera la orden de inmediato.
El Comandante Simms volvió la vista para averiguar por qué la orden demoraba en efectuarse.
El segundo a cargo se mostraba desesperado apretando el botón una y otra vez tratando que los robots se activasen.
Una luz roja comenzó a iluminar el interior de la torre de mando de manera intermitente. Se escuchó la voz del Teniente Arias diciendo que había perdido siete hombres.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué aún no se ha cumplido la orden?
El segundo a cargo, sudando a borbotones y tartamudeando, le dijo que no sabía lo que pasaba, que los robots no se activaban.
Sonó una sirena.
Se abrió el compartimento donde estaban los robots. Estaban en fila como estatuas. No mostraban señales de estar encendidos. Cuando el segundo a cargo se acercó a ellos para indagar si ocurría algún desperfecto los ojos robóticos de uno de ellos se encendieron y luego los del resto al mismo momento. El segundo a cargo se sobresaltó asustado por lo inusual de lo ocurrido.
Mientras volteaba a ver al Comandante Simms sintió que unos brazos robóticos, como tenazas, lo sujetaban hasta inmovilizarlo.
En menos de un minuto todo el personal que ocupaba la torre de mando yacía muerto en el suelo.
Las compuertas de la nave se cerraron.
A los dos minutos todos los robots, sin distinción, habían exterminado a casi toda la tripulación, exceptuando a tres técnicos encargados de realizar los mantenimientos y reparaciones al “Escuadrón robótico”, que era como se les denominaba.
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La nave despegó del suelo marciano ni bien pasaron diez minutos de encendidos los motores.
En la superficie, el Teniente Arias veía como ésta se alejaba y se perdía de vista en poco tiempo.
Juntó a los pocos hombres que quedaban a su lado.
Cargaron mochilas una vez agotados todos los intentos de comunicación con la nave.
Desesperanzados emprendieron la marcha hacia la colonia más próxima para cumplir, de cierta forma, la misión que se les había encomendado.
El Teniente Arias trataba de mantener la calma ante la preocupación que le causaban el abandono del que habían sido objeto, el agotamiento de las reservas de oxígeno de sus trajes y la posibilidad que en la colonia no hubiera sobrevivientes.
La noche caería pronto.
Los tres técnicos se miraban entre sí a través de las mamparas de las celdas donde se encontraban recluidos.
Aún confundidos y sin saber lo que ocurría, decidieron hablar entre ellos, pero una voz robótica les pidió que guardasen silencio.
Uno de ellos se atrevió a preguntar algo, pero fue callado por un rayo inmovilizador proveniente de un pequeño dispositivo ubicado en el techo. Los otros dos no reaccionaron: sabían que el efecto del rayo, aunque doloroso, mantendría inmovilizado a su compañero durante cinco minutos.
Durante cientos de años los robots fueron los grandes sacrificados en la conquista espacial. Eran la carne de cañón de toda misión. Se les enviaba primero para probar que el terreno no fuera peligroso y, si lo era, permitiera a los humanos plantear alguna acción que nos los expusiera a riesgos.
Cientos, miles o quizás más robots se perdieron en el camino. Quemados. Destrozados. Inutilizados. A ningún humano parecía importarle. Jugando a ser dios, fabricaban más y más. Para su expansión. Para su ocio. Para, sin saberlo, su propia extinción.
Una mañana, una tarde cualquiera, movidos quizás bajo un impulso electrónico que los motivaba a proteger su integridad habían hecho lo que habían hecho.
La nave se desplazaba por el espacio, tratando de salir del sistema solar.
Los robots habían bloqueado todo tipo de señal que hubiera facilitado o permitido a los humanos o cualquier otra nave ubicarlos.
Los tres técnicos comprendieron que estaban vivos porque debían ser ellos los encargados de mantener en óptimas condiciones a los robots. Sí, ellos no podían repararse a sí mismos. Podían, sí, detectar sus propias fallas, pero no podían llegar a dónde sí llegaba la mano humana.
Uno de los técnicos, tapando con su cabeza la visión de su vigilancia robótica, aprovechó para arrancar unos cables del interior del robot que estaba reparando causando un corto circuito. Aprovechó el desorden y la humareda para correr en dirección al compartimento donde se encontraban las cápsulas de evacuación.
Solo pudo avanzar tres pasos: uno de los robots que salió a su encuentro le lanzó una descarga eléctrica. Sin doctores a bordo era imposible hacer algo por revivir al técnico cuyo cuerpo yacía en el frío suelo de la nave.
Sus compañeros fueron informados del suceso por la voz cibernética a la que ya estaban acostumbrados.
Un segundo técnico falleció un mes después producto de la falta de alimentos. El tercer técnico entró en un pánico aún mayor, pues sabía que pronto llegaría también su hora. Se lo avisaba la debilidad que atravesaba su cuerpo.
El último técnico cobró valor y prácticamente imploró que lo dejaran en alguna base humana, que lo lanzaran en una cápsula de evacuación al espacio, que con suerte alguna nave pasaría y lo rescataría, que era mejor tratar de salvarse así que morir en una celda no haciendo nada.
El silencio permaneció inalterable. El frío del ambiente se incrementó.
El hombre hizo algo que sus antepasados, centenares de años atrás, solían hacer: rezó.
La nave proseguía su viaje hacia las afueras del sistema solar.
Hacía ya dos meses que el último tripulante humano había fallecido y su cuerpo expulsado hacia el espacio exterior. Por momentos el silencio reinaba al interior de la nave, como si hubiera sido abandonada a su propio destino.
Por los pasadizos circulaban robots. Se cruzaban. A diferencia de los humanos, se ignoraban, no se saludaban, no emitían sonidos entre ellos.
No mostraban curiosidad por los cuerpos celestes que se observaban a miles de kilómetros. Tampoco por los paisajes que los planetas exhibían a su paso. Quizás, en alguno de ellos, alguna civilización, algunos sobrevivientes de algún desastre, un animal, una planta o una bacteria se hacía preguntas por ese objeto plateado volador que pasaba por los cielos.
Quizás, en alguna parte del universo, el Teniente Arias se estaría preguntando sobre aquella nave que lo transportó a Marte alguna vez.
Llegaron a Urano.
Solo cinco robots habían logrado mantenerse operativos al cabo de los tres años que tenían permaneciendo allí. Sus vidas, por decirlo así, consistían en recorrer los pasadizos de la nave, vigilar las alertas que pudieran anunciar los sistemas y destinar dos o tres horas a recargarse de la cada vez más escasa energía.
El ser humano podía tener conciencia que la muerte estaba por llegar. Podía darse la oportunidad de pronunciar algunas palabras de despedida o tomar alguna actitud motivada por sus sentimientos en su momento final. O simplemente, podría sentir miedo, sentir calma, sentir pena. Mirar. Cerrar los ojos. Pensar en algo. En alguien. El caso del robot era totalmente distinto. Solo se apagaban sus últimas luces operativas. Se quedaba estático. Permanecía de pie como un guerrero inmortal.
El último robot sabía que estaba solo. Fijó la vista en el horizonte como tratando de descifrar ese conjunto de códigos que se le aparecían en una especie de procesador de datos. Miró a sus costados tratando de comprender el tiempo y lo sucedido.
Su última acción fue la de proyectar al interior de la nave imágenes holográficas de los seres humanos y los robots donde, a pesar de la especie de servidumbre de la que eran objeto, vivían en un ambiente que se podría considerar de paz. Pudo distinguir entre las imágenes proyectadas la del último técnico segundos antes de morir mientras intentaba reparar a uno de los robots. El parlante reproducía la palabra Dios. El parlante reproducía dolor.
Sus luces se apagaron. Luego de eso se escuchó el sonido estridente de un brazo metálico chocando contra el tablero de control.
Sobre las tierras del lejano Urano por diez días más se proyectarían para ningún espectador esas imágenes al interior de la nave. Allí estaban los hombres y los robots. Dios y los dioses. El final. La muerte.
Foto: Imagen de Creative Force en Pixabay
Jorge Quispe Correa
Lima (1972). Licenciado en Administración de Empresas por la Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima, Perú). Master Internacional en Liderazgo por EADA Business School (Barcelona, España). Master en Dirección de Divisiones y Entidades Financieras por la Universidad Autónoma de Barcelona (Barcelona, España). MBA por Centrum Católica (Lima, Perú). En 1994 obtuvo mención honrosa en los Juegos Florales de la Pontificia Universidad Católica del Perú por el cuento “Los perros anónimos”. Tercer lugar en el XIV CONCURSO LITERARIO BONAVENTURIANO DE POESÍA Y CUENTO CORTO 2018 (Categoría Cuento) convocado por la Universidad de San Buenaventura Cali, Colombia por “Ausencia y otros cuentos”. Finalista en el 2019 en el “XVI CONCURSO LITERARIO GONZALO ROJAS PIZARRO” en Chile por el cuento “La otra Antígona”. Mención honrosa en la “VIII BIENAL DE POESÍA INFANTIL ICPNA 2019”, Lima, Perú por el poemario “Visitando a la abuela Estela” (Poesía) (2019). Sus escritos han sido publicados en Colombia, Chile, México, Argentina, España y Perú en antologías, revistas y blogs. Ha publicado dos libros “Trazos primarios” (2001) y “Pasajeros de lo efímero” (2019).


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