Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTA ÓMICRON: Vuelta atrás.

Carlos M. Federici nos comparte su relato «Vuelta atrás»

Por Carlos M. Federici

…y aunque pongas de por medio

nebulosas, golfos negros

o galaxias,

no eludirás el Momento del Retorno…

Vuelta atrás…, a lo de antes.

De los poemas inéditos de Sven Svenson

Oyó que los gritos, los pitidos y las maldiciones arre­ciaban; el gruñido de los bregos (deliberadamente adies­trados contra natura para matar), se aproximaba más y más… Sintió seca la boca y galopante el corazón.

De pronto lo vio. El fugitivo pasó a escasa distancia del punto en que él se hallaba, y le fue posible oír el extraño sonido que emitía, mezcla de sollozo y acezar. El infeliz corría con desesperación, estropeándose los tiernos miem­bros inferiores contra las aristas de los guijarros, mien­tras la mantecosa “carne” dejaba girones blanquecinos prendidos en las puntas de las ramas quebradas, o arrancados por las rugosas cortezas.

Al fin lo acorralaron. Hecho un ovillo trémulo, aguar­dó pasivamente a que las horrendas fauces de los bregos lo destrozaran. Su cuerpo se estremecía, anticipando la mordedura de las balas…

Pero restalló una orden imperiosa, y el tiempo se de­tuvo.

Kowle hacía su entrada. Enhiesta sobre el cuello de toro, su cabeza sobrepujaba a las demás como un álamo se yergue por encima de los sauces. La pesada mole de sus músculos dominaba la escena.

—¡Alto! ¡Yo me encargo de él!

El testigo sintió náuseas. Adivinaba lo que seguiría… Ahora aquella oscuridad indeterminada que detectara en Kowle desde el momento mismo en que lo viera se ale­jaba definitivamente de banales valoraciones conven­cionales y adquiría los nítidos matices de la tragedia.

Elevándose cual una viviente torre de basalto, a la sangrienta luz de las teas, Kowle contenía con puño po­deroso a los bregos sedientos de muerte.

—¡Voy a dar un ejemplo con este! —clamó—. ¡Ya ve­rán lo que les espera a los que intenten huir!

Kowle era un hombre oscuro.

Esto lo advirtió Svenson casi de inmediato; y supo también que los orígenes de tal oscuridad arraigaban en niveles harto más soterrados de lo que la pupila podía alcanzar en sus casuales giros.

El agua jabonosa rebasó a raudales el borde del latón, en cuyo centro se irguió Kowle. La greda azulada del suelo bebió ávidamente las diminutas cascadas, y Sven­son, en su confusión, habría jurado oír un quedo gorgoteo mezclado al chapalear de los enormes pies desnudos.

Retrocedió instintivamente, odiando el rubor que lo invadía.

—Puedo esperar hasta que termine —farfulló.

Kowle soltó una imprecación despectiva. Sus dos me­tros diez de estatura, aunados a la sólida complexión de torso y miembros, anonadaban cuanto le rodeaba.

Poseía una casi bestial belleza, debió reconocer Sven­son (él mismo menudo y endeble hasta lo vergonzante); por lo demás, aquella retadora exhibición equivalía a un puñetazo asestado a su sentido del decoro…

Si bien provenía de un pueblo notorio por la liberalidad de sus costumbres, el propio Svenson era poco menos que un mojigato, a los treinta años de una existencia poderosa­mente condicionada por traumas infantiles.

—En serio—reiteró, en tono forzado—; no hay apuro… Podemos hablar cuando acabe su baño, señor Kowle.

El rudo ademán de Kowle proyectó salpicaduras blanquecinas hacia los cuatro costados de la rústica ha­bitación. Svenson notó que una de las hembras pelti se estremecía ligeramente al ser alcanzada por el agua tur­bia; pero, desde luego, la sumisa alienígena no protestó.

Desde el exterior llegaba, apagado y tenue, el quejum­broso “canto” de los trabajado­res… El recuerdo del abe­rrante cuadro sorprendido poco antes, fresco todavía, volvió a lacerar la sensibilidad de Svenson.

—¡Vamos! —rió Kowle—. ¡No se ande con tanto mira­miento! Al fin y al cabo, ¿no somos dos paisanos terrícolas en tierra extraña?

Las tres hembras pelti, sin moverse de su sitio junto a la improvisada tina de baño, aguardaban nuevas ór­denes con pasividad más que perruna. Svenson comen­zaba a sentirse asqueado.

Una seña de Kowle bastó para que se le aplicara un di­ligente secado, mediante fricciones de una toalla tejida con cierto material que Svenson no reconoció. Sin mo­lestarse en mirar a las pelti, Kowle se envolvió en la toa­lla como César en su toga y abandonó la tina para reu­nirse con su visitante. Con solo tender la mano obtuvo un cigarro, humeante ya.

—¿Fuma? —invitó; pero no se le escapó a Svenson que su negativa había sido descontada de antemano. Sin du­da Kowle estaría abriendo juicio por su cuenta acerca de la personalidad del intruso, decidió Svenson… Era pro­bable que comenzara a despreciarlo desde ya.

Tomaron asiento, a indicación del anfitrión, en un tro­zo de red rectangular, suspendido, a manera de coy, por medio de sogas de fibra vegetal sujetas a los muros. Esto impuso a Svenson una incómoda proximidad respecto del otro, lo cual no le proveía, por cierto, de ninguna ven­taja en la inminente discusión.

—Usted dirá… —Pero Kowle no le dio oportunidad de comenzar, pues continuó—: ¿Cómo era su nombre? Saldaña me lo mencionó… ¿Samson, puede ser?

—Svenson… Sven Svenson.

—¡Eso no es americano! ¿Cómo es que la Compañía le…?

Svenson experimentó un creciente malestar. ¿De ma­nera que ahora era él quien tenía que contestar pregun­tas? ¡Solo eso faltaba!

—Soy de la filial de Norpenínsula —aclaró, sin em­bargo, porque se dijo que era demasiado pronto para abrir hostilidades—. El Directorio Central me designó supervi­sor de ultradistritos en base a mis calificaciones a lo largo de…

—¡Está bien, está bien! Basta con su palabra; no ex­hiba credenciales. ¡Pero sepa que no me hace ninguna gracia esta… inquisición a que me somete la Compañía!

—Bueno… —observó Svenson—, la regla es general, no sólo para Gurla. En reali­dad, forma parte del Acuerdo con el Comité de Derechos Inter…

—¡No me venga con esas! Sé bien cuando se me quie­re controlar… ¡No trate de dorarme la píldora!

Svenson enrojeció. Evitó mirar al otro directamente a la cara, aparentando afanarse en el contenido del peque­ño maletín que llevaba.

Desde luego que lo indicado en un caso así habría sido erigirse en defensor de la políti­ca del Directorio, cuyos móviles estaban más allá de toda crítica, dado que pro­cedían de un elemental concepto de humanidad… Pero se sintió bloqueado.

Ya percibía la onda de aversión hacia él que emanaba del otro…, aversión centrada directamente en su persona, el Sven Svenson flacucho, de cara pálida y pelo pajizo… Igual que todos los demás, se dijo. Hiciera lo que hicie­ra, invariablemente se las arreglaba para poner al mun­do en contra suya.

—Es tan solo un control de rutina —manifestó, respi­rando con fuerza—. Una formalidad con carácter general. Haga el bien de no tomarlo como un asunto personal, porque no hay nada de eso, se lo aseguro.

Kowle sacudió el cigarro, casi consumido a fuerza de vigorosas chupadas. Parte de la ceniza cayó sobre el pan­talón de Svenson, quien por añadidura estaba a punto de sofocarse a causa del humo; pero en apariencia nimie­dades así no apenaban a Kowle.

—Mi producción del semestre rebasó todos los topes —protestó este—. Tengo por ahí los números que lo can­tan. ¡Más bien merezco una gratificación de la Compañía, en lugar de este… espionaje velado! ¡Mire —añadió, exaltándose—, más lo pienso y más se me sube la sangre a la cabeza! ¡De buena gana les…!

Svenson bajó del coy, con su portafolios bien apreta­do entre el brazo derecho y las costillas. Tenía ácida la saliva. La cosa se iba poniendo peor de cuanto anticipa­ra.

De pronto se acordó de las alienígenas, cuya presen­cia se le había borrado de la mente. Las buscó con la vis­ta y le soliviantó comprobar que continuaban en su pues­to, igual que mascotas bien enseñadas.

El sentir que su cabeza se situaba en un nivel algo más elevado que la de su interlo­cutor, quien permanecía sentado, le infundió cierta inestable sensación de segu­ridad. Le pareció que su tono sonaba más entero cuando dijo:

—Lamento mucho que asuma esa actitud, señor Kowle. Pero mi cometido es meri­dia­na­mente claro, lo mis­mo que su obligación, lo cual no nos deja alternativa, se­gún veo.

El otro se puso de pie a su vez, reduciendo a Svenson a su dimensión real de un solo brinco. Tiró la gruesa y negruzca colilla y la estrujó bajo la ancha planta desnu­da.

—Vamos a suponer que no tengo objeciones. ¿Enton­ces…?

El supervisor registró el portafolios con dedos nervio­sos y pálidos. Manoteó entre el contenido, en tanto mur­muraba, bajos los ojos y encendida la cara:

—Tengo aquí una copia de su contrato…, por otra par­te estándar en la Compañía. Contiene una clásula espe­cífica que determina sin lugar a dudas que…

Kowle hizo un movimiento brutal, que provocó la in­conveniente abertura de su toalla/toga, para humillación de Svenson.

—¡Burocracia! —escupió—. ¡Ah, sí! ¡Mantienen a qui­nientos monigotes calientasi­llas para llenar la fórmula… ¿Pero quién les consigue el producto? ¿De dónde sale la materia prima que paga los sueldos de todos los parási­tos de Administración? ¡Vamos, contésteme si puede…, don supervisor!

La prominente nuez de Svenson bailoteó en su cuello de gallina. Sin saliva en la lengua no le resultaba nada sencillo articular las frases.

—Bueno, no hay por qué exaltarse, señor Kowle — barbotó—. Estoy aquí en cumpli­miento de órdenes expre­sas de la Mesa Directiva; además, por supuesto, del apercibimiento del Consejo Mundial, así que…

—¡Furaaa!—gritó Kowle, con la boca torcida hacia la derecha—. ¡Mi ropa!

En silencio, una de las pelti se aproximó, trayendo un traje blanco, de una sola pieza, que ayudó a colocarse a su patrón. Svenson pudo examinarla de cerca, al tiempo que celebraba íntimamente aquella especie de tregua en la tensión.

Nunca había tenido oportunidad de ver bien a un ser alienígena, fuera de las imáge­nes en solivídeo o las ilus­traciones holográficas de los periódicos.

Desde que, al codo del milenio, la navegación sideral a gran escala se hiciera realidad, con el advenimiento de la famosa pila Torr-33, la vieja ilusión de hallar vida inteligente en el cosmos había resultado una fuente de amargo desencanto para los entusiastas. Se había descon­tado que el Homo Sapiens era un náufrago en el desierto inhóspito del Sistema Solar. Pero, las estrellas próximas… Ahora que la Torr-33 (como más adelante la Torr-45 y la Torr-57) las hacía accesibles…

No obstante, aparte de ciertas manifestaciones infe­riores de la vida, emparentadas lejanamente con líque­nes o bacterias, la sensación de irremisible soledad en un univer­so desolado y hostil fue afirmándose luego de cada nueva frustración.

Hasta que, quince años después de la Primera Expe­dición Interestelar, la humanidad exultante recibió una noticia algo más alentadora.

En Gurla, un pequeño planeta del Centauro, con at­mósfera de oxígeno, pudo compro­barse la existencia de una raza de bípedos humanoides, en apariencia encua-drables dentro de algún tipo de racionalidad.

Gurla, incidentalmente, era noticia en esos días por haberse comenzado la explota­ción intensiva de sus plan­tíos de boli, un arbusto de cuyas hojas se extraía la enzi­ma básica del MAN-A, el Alimento Total, telón final para el eterno problema de la nutrición mundial, al menos en teoría. En Gurla, pues, por algún tiempo, proliferaron las expedi­ciones científicas y las comerciales.

…Svenson observó a la pelti, procurando que su curio­sidad no resultara demasiado obvia. La alienígena era de contornos aproximadamente humanos (un par de brazos y otro de piernas, simetría bilateral, manos y pies, cabeza de forma ovoide), pero ahí terminaba la se­mejanza. La materia constituyente de su cuerpo era peculiar, de un color blancuzco como vientre de sapo; y el patrón dominante en el diseño anatómico era la curva suave. Los huesos no evidenciaban sus prominencias, como en la gente de la Tierra.

No había trazas de vello, ni pilosidad visible alguna. Las diferencias entre uno y otro sexo resultaban míni­mas; pero Svenson había aprendido enseguida a reco­nocer las abultadas posaderas y el busto algo más sa­liente de las hembras.

Los ojos (cuya mirada Svenson demoró en decidirse a escudriñar) afectaban forma elíptica, y sus anchas pupi­las semejaban cristales empañados. Ante las apariencias, el supervisor creyó poder compartir, en principio, la de­cepción que sacudiera al ámbito científico una vez que estudios más profundos y minuciosos revelaron el nivel mental de aquella forma de vida extraterrestre.

Los tests situaban el cociente de inteligencia de los pelti (denominación conven­cional, formada en base a las siglas de la frase Prueba de Evaluación Liminal por Tests de Inteligencia), transferido a términos terrestres, bastante por debajo del de un adoles­cen­te mongólico. Resultaban casi ofensivamente pasivos, admitió Svenson, enfrentado a la actitud de aquella hembra.

La cólera lo invadió, sorda y persistente. ¿Siempre se­ría lo mismo, fuera donde fuese? ¿La bota prepotente aplastando las cabezas de los mansos?… Se volvió hacia Kowle, desafiante. El hecho de que éste se hubiera re­vestido del fino mameluco blanco, confinado su vigor animal en la tensión de la tela plastificada, causaba en Svenson un paroxismo de medrosa rebeldía.

—Lo que está pasando afuera es incalificable —mur­muró, entre dientes forzados a apretarse para evitar que chocaran.

El otro le volvió la espalda. Hubo un movimiento ca­sual de los amplios hombros, que estremeció de rabia a Svenson.

—Lo que sea que pase ahí afuera, Suenson —y el apellido fue deliberadamente mal pronunciado—, es asunto mío. Nadie tiene por qué entrometerse. ¿Está claro?

Los dedos del supervisor de ultradistritos aferraron convulsivamente el maletín. 

—Eso habrá que verlo —opuso. 

El gigante giró con brusquedad, enfrentándolo. 

—¿Qué…, usted discrepa? —se mofó. 

—No son animales —dijo Svenson, pálido.

Caía la tarde.

Cerca del horizonte, la luna más grande ofrecía su faz purpurina. Las dos menores no tardarían en hacer su aparición, supuso Svenson; al menos, esos eran los datos que traía su Manual.

Sin duda el clima era pesado y húmedo; para colmo, no había esperanza de que variase antes de siete meses. Las estaciones de Gurla eran dos: húmeda y mojada. La húmeda, que soportaban, ya resultaba bastante poco grata; pero durante la mojada diluviaría veintitrés de las treinta horas del día. No obstante, según se enteró el supervi­sor, esa circunstancia no alteraría en lo más mí­nimo la duración de la jornada laboral que Kowle impo­nía a los nativos.

…La escena había resultado borrascosa. Kowle lo ha­bía dejado con la palabra en la boca y se había marcha­do a embriagarse a cierto lugar privado. Svenson debió tragarse el resentimiento que acumulara desde enton­ces; la contemplación de la cuadrilla de pelti, machos y hembras indistintamente, consagrados a la recolección de hojas de boli, no hizo sino excitar su encono.

Cual un melancólico y desgarbado ballet, los movi­mientos de los alienígenas se sucedían blandamente…, con resignación excluyente de cualquier atisbo de espe­ranza redentora. Cinco capataces, provistos de largos y gruesos látigos, vigilaban la faena.

Svenson resopló. ¡Que atrocidades como esta ocurrie­ran en sus días!… No pensaba aceptarlo. Kowle podía ca­recer de entrañas, conforme; pero, de ser preciso, se le obli­garía a conducirse como un ser humano.

—Difícil, ¿eh?

Se volvió, no sin algún sobresalto. Junto a él se halla­ba el hombre de confianza de Kowle, un tal Saldaña. En forma automática, una frase retadora saltó al borde de la lengua de Svenson; pero algo especial que contenía la mirada del individuo detuvo el exabrupto.

—¿Cómo dice? —se limitó a preguntar a su vez el su­pervisor.

Saldaña sonrió cordialmente. Bastante jovencito el mozo; sin duda tendría varios años menos que él, se dijo Svenson, aunque su aplomo lo hacía parecer mayor. Alar­deaba de la condescendencia propia del veterano, capaz de bastarse a sí mismo y sobrevivir incluso en el más inhóspito de los ambientes.

—Kowle es un poco… especial —se explicó Saldaña—. ¡Me imagino que no ha de resultar muy divertido discutir con él!

—No vine aquí a divertirme —repuso Svenson en to­no seco. La actitud del otro se le antojaba equívoca. ¿Intentaba sonsacarlo?—. Cumplo con un deber.

Cerca de allí, en la plantación, los pelti, formas blan­quecinas recortadas contra el cielo en proceso de oscu­recimiento, emitían su extraño “canto”, una melopeya sin silabeo propio, preñada, no obstante, de tristeza y des­amparo… O al menos, así sonaba a los oídos de Svenson.

Saldaña se sentó junto al supervisor. Ocupaban una especie de banco rústico, hecho de un tronco de boli cor­tado longitudinalmente por la mitad. Rebuscó en un bol­sillo del pantalón, única prenda que lo cubría, aparte de las gruesas botas, y extrajo cigarros.

—¿Gusta?

Ante el rechazo, quitó la cubierta de celofán de uno, que se encendió con un diminuto estampido, y lo sujetó entre los dientes, en tanto volvía a guardarse el paquete.

—Son hojas de boli secas —explicó, echando humo—. Pasables… ¡De cualquier modo, por acá no hay otra cosa!

—¿Hace mucho que está con Kowle?

—¿Pregunta de supervisor? —sonrió Saldaña.

—Curiosidad, nada más… No es para el registro, qué­dese tranquilo.

—Hará un par de terraciclos…, dos años —declaró Saldaña—. ¡Y maldita la gracia que me hace!

Svenson lo observó con atención. Aquella faz curtida, los ojos oscuros, aunque bri­llan­tes, le causaron buena impresión… Un ave, o cosa similar, lanzó una serie de graz­nidos, hacia el sur. Ahora el firmamento, profunda­mente violeta, se cuajaba de estrellas.

—Sudamericano, ¿verdad?—indagó.

—Ajá. De Maraguay. —Saldaña torció la boca—. ¡Mucho nombre para un país pigmeo!

—No tan pigmeo —apuntó Svenson—. ¡Bien que se hizo notar cuando el presidente Carlevaro rehusó unir­se a la Surfederación! Parece que les gusta la independen­cia, a ustedes…

—Y, bien independientemente, nos morimos todos de hambre… ¡Por eso me largué Afuera!

—Ya veo… No hay muchos latinoamericanos en el es­pacio exterior… Pero podría ser una buena forma de salir de la crisis, en mi opinión.

Saldaña alzó un hombro. Con el dedo cordial propinó un papirotazo a la colilla del cigarro, que voló como di­minuta caricatura de aerolito.

—¡Qué poco duran estas porquerías! —comentó—. ¿Crisis? —dijo a Svenson—. Yo no entiendo de crisis. Lo único que me preocupa es llenar el buche lo menos dos veces al día… Esa es mi jurisdicción; el resto se lo dejo a los políticos.

—¿Está a gusto aquí? —aventuró Svenson, alentado por la evidente propensión del otro para la charla.

El maraguayo le lanzó una mirada irónica; luego escupió hacia un costado.

—Para decírselo lo más delicadamente posible —re­puso—, esto me revuelve las tri­pas. ¡Kowle es un bicho!

—¿Entonces por qué no…? —se le escapó a Svenson.

—Lo dicho. ¡El buche protesta fuerte cuando no se le atiende como corresponde!… Me quedé sin el trabajo que tenía en Rueda-2, y…

Svenson parpadeó. ¡Rueda-2! ¡La Estación del Espa­cio! El mayor satélite artificial de la Tierra… ¡Muchos años-luz había entre eso y Gurla Centauri! Saldaña te­nía todas las trazas del soldado de fortuna espacial, se dijo, envidiándolo “constructivamente”.

—Estaba más pelado que suelo lunar cuando Kowle me contrató —continuó el maraguayo—. Cuando uno anda apurado agarra lo que venga…; ¡pero nada más que hasta que pase la tormenta! Estoy pensando en largar­me a las minas del Cinturón… ¡Quién sabe!

Se pusieron a caminar. El terreno arcilloso de aquella parte de Gurla se deslizaba sin mayor esfuerzo bajo las suelas. En torno, una vegetación compuesta por multitud de arbustos de anchas hojas, más gran número de espe­cies arbóreas, confería un grato matiz al ambiente, su­mamente húmedo aunque sin llegar a sofocar.

Claro que, pensó Svenson, ellos se limitaban a andar por ahí, con toda parsimonia… La cosa no había de resul­tar tan liviana para los alienígenas, encorvados hora tras hora sobre los sembradíos, bajo la constante amena­za de los látigos.

—¿La empresa tiene pensado intervenir en esto?—Sal­daña le echó una mirada de soslayo.

—Coopere o no coopere Kowle —aseguró Svenson—, yo me propongo enviar un informe completo. ¡Lo que es­tá haciendo es inconcebible! Los peltis…

—Pelti —corrigió Saldaña—. No lleva “s” final.

—Como sea —continuó Svenson—, ¡no se les puede tratar como bestias de carga! ¡Se están violando sus más elementales derechos, y…!

La mano de Saldaña se posó pesadamente sobre el frágil antebrazo del supervisor.

—¿Derechos? ¿Qué, ya los reconoció el Consejo?

Svenson se detuvo. Saldaña aprovechó la pausa pa­ra encender otro cigarro, cuyo humo acre y penetrante agredió las fosas nasales de su compañero.

—Bueno —admitió éste—, según parece, los estudios más recientes vendrían a demostrar que los pelti no lle­nan los requisitos mínimos como para calificar entre las especies “racionales”, de acuerdo a los estándares de la Tierra… Pero no deja de ser una afirmación debatible. ¡En rigor, ninguna de las “pruebas” que ellos aducen para funda­men­tarla se puede considerar concluyente! Estos individuos no son animales, cualquiera puede ver­lo…

El maraguayo interrumpió la succión de su cigarro para dedicarle al otro una sonrisa intencionada.

—¿Está seguro? De cualquier modo, lo grave no sería eso.

—No le entiendo. —Las ambigüedades del latinoame­ricano desconcertaban a Svenson. ¿Se estaría burlando de él?…— ¿A qué se refiere? —preguntó.

—Hay una ley protectora de animales—replicó Salda­ña—. ¡Incluso tenemos un Día del Animal!… ¿Pero en qué categoría encajan estos pelti? ¡Acuérdese de lo que pasó con los indios y los africanos!

Svenson respingó. Con brusco movimiento se echó pa­ra atrás, ante la diversión de Saldaña. Había estado a punto de pisar a una menuda criatura, de aspecto im­presionante, que huyó arrastrándose hacia el pantano aledaño. Brillaban varios focos luminosos a lo largo del camino, pero el exuberante follaje proyectaba sombras densas a sus pies.

—No se asuste —lo tranquilizó el maraguayo—. ¡Los bichos de Gurla no muerden ni pican!

Svenson; a su vez, se permitió un sarcasmo:

—¡Pobres de ellos, entonces! Alguien tendría que ad­vertirles de lo dañinos que somos los terrícolas.

Hubo un matiz peculiar en la voz de Saldaña cuando preguntó:

—¿Qué hace Afuera un tipo como usted?

Svenson bajó la vista, confuso de pronto. Levantó un hombro.

—Supuse que aquí estaba mi “Oportunidad”… Como tantos otros. Nuevos horizon­tes, y todo eso… ¿Me explico?

En ese instante, un ulular monstruoso hendió la no­che. Svenson, sobresaltado, interrogó a Saldaña con los ojos, y el maraguayo soltó un bufido.

—Uno que se quiere escapar —aclaró—. No es muy frecuente, pero…

—¿Ya ocurrió otras veces?

—Ajá. Un pelti de cada cincuenta, o cosa así, desarrolla cierto instinto rebelde e intenta huir. ¡Pobre diablo! Más le valdría tirarse directamente de cabeza al pantano…

Svenson aferró el nervudo brazo del otro.

—¿Lo van a…?

—En toda regla: con bregos a manera de mastines, tipos armados hasta los dientes, pitidos y todo lo demás. ¡Kowle es cazador por naturaleza!

—¿Cazador? Pero… ¡eso es criminal! ¡Aberrante!

—Tiene bastantes cosas que aprender todavía, viejo… —Saldaña le palmeó el hombro—. Ahora discúlpeme: ¡me multan fuerte si llego atrasado a reunirme con el grupo!

Y partió ágilmente. Tras ligera duda, el supervisor fue tras él, procurando emparejar el hábil trote del ma­raguayo, perito en sortear obstáculos y evitar traidoras depresiones del terreno.

Lo que siguió fue dantesco. La sensibilidad de Svenson fue metódicamente sacu­dida, estrujada, reducida a des­pojos; él vomitó en espíritu.

No se le ahorró el Gran Final… El pelti acosado, jadeante, medio muerto de fatiga y de terror, cedió al fin y se entregó patéticamente a la discreción de sus per­seguidores. Improvisadas antorchas prestaban un clima dramático a la escena. Por un instante, Svenson llegó a pensar que los seudomastines iban a despedazar al pelti, incapaz de presentar resistencia; luego se dio cuenta de que los planes de Kowle eran otros.

—¡Voy a escarmentarlos! —tronó su ronco vozarrón—. ¡Cuando vean lo que hago con este se acabarán de una vez por todos los intentos de fuga!

Svenson advirtió de repente que los pelti, desde donde fuese que se hallaran, volvían las aovadas cabezas hacia el lugar del hecho. Tras extinguirse los ecos de la voz de Kow­le se produjo un pesado silencio. La fuerte luz de los focos caía sobre pelti y terrícolas, demarcando profundas som­bras en los angulosos rostros de los hombres.

Entonces, en imperceptible gradación de matices, un so­nido inarticulado, aunque extrañamente musical, fue in­vadiendo la atmósfera… Era el coro de los esclavos, el la­mento sin palabras, que surgía como el vapor del agua en ebullición, como el humo del papel encendido. ¿Lloraban sus almas?

Svenson, incómodo dentro de sus ropas empapadas en sudor, carraspeó. ¿Almas? ¿En los pelti? ¿Quien, entre cuantos presenciaban aquel drama, aceptaría una noción así?

—¡Llévenlo a la explanada! —ordenó Kowle.

Dos de los esbirros se apoderaron del pelti. El apretón de aquellos rudos puños magu­llaba visiblemente la suave constitución del alienígena, pero a nadie le preocupa­ba. Sin duda todo formaba parte del castigo, se dijo Svenson, as­queado. Notó que Saldaña no participaba en forma activa, si bien se quedaba al flanco de Kowle, como sería tal vez su obligación.

Se le antojó verlo un tanto molesto por la situación; pero eso no bastaba para que le perdonase su omisión en oponerse concretamente a la atrocidad que estaba llevándose a cabo.

“La explanada” era la denominación hiperbólica que se le había otorgado a una amplia extensión de terreno, lim­pia de vegetación, lindera con el alojamiento de Kowle. Svenson conocía el lugar; y una especie de cruz de madera que allí se erguía, provista de ganchos de hierro en su viga horizontal, le había intrigado, si bien no tuvo ocasión de in­dagar su finalidad.

Ahora conocería la respuesta. Palideció cuando no le quedaron dudas respecto a los designios de Kowle. Algo vibró en él, como una cuerda de reloj repentinamente rota; pero la agitación interior no alcanzó a comunicarse a los músculos, anulada por la potente onda de energía primiti­va que emanaba de Kowle y sus secuaces.

No tenía esperanzas de imponérseles; no en una coyun­tura como la que atravesa­ban… Sus mandíbulas se apreta­ron con tal fuerza que pensó que iban a soldársele. Los primeros trallazos le dolieron como si se los aplicasen en su propia carne.

Rato después se sentía entumecido; ríos salobres le sur­caban el rostro, resbalando por la barbilla y cuello abajo, filtrados de algún modo por entre los párpados fruncidos. Y el chasquido brutal y reiterado, una y otra y otra vez, so­bre el fondo del lloro melódico de las voces alienígenas, que gemían por el ajusticiado…

—¡Dios… mío! —barbotó.

De las palmas le brotaba sangre ardiente, ahí donde las uñas se clavaran más profundo. Tarde o temprano tendría que dejar salir el aullido, pensó; no lograría contener el burbujeo de aquella angustia airada…

—¡Bestia criminal! ¡Animal sanguinario!

…Pero fue tan sólo un murmullo, alarido interior que re­botó mil veces en las circun­vo­lu­ciones de su torturado espí­ritu, sin romper la costra para lanzarse fuera.

Aflojó las mandíbulas. Los músculos de la cara le dolían; pero las lágrimas ya se habían secado. Tenía rota la camisa, que en algún momento aferraran sus dedos engar­fiados; y toda su pálida carne estaba encrespada en minúsculas serranías de emoción. El “canto” de los pelti había cambia­do. Se hacía más monótono…, y tan desamparado como el quejido de un lobezno perdido entre las nieves del Silencio Blanco… Svenson se mordió el labio inferior: las aguas se aquietaban.

Consummatum. Kowle y su séquito penetraron en el alojamiento, y los pelti, asimila­da la lección, retornaron a sus faenas. Aún tenían por delante varias horas de trabajo.

El lugar se vació. Uno después del otro, los pies de Sven­son se movieron, en suce­sión de pasos infinitamente fati­gados. Cuando estuvo junto al pelti martirizado, sintió que se le contraía el corazón.

Pendía aún el alienígena de los ganchos a los que se le sujetara. La amarra le hendía los brazos en crueles cíngulos de padecimiento. Era igual que liar un cojín o una bolsa rellena de trapos: no existían durezas interiores que resis­tieran el estrujón.

Debía haber perdido el sentido. Todo él colgaba, des­madejado y lacio; los miembros inferiores se doblaban en grotesco remedo de genuflexión. El aspecto de la espalda crispó a Svenson.

No había sangre; tan solo hondas depresiones y amplias estrías abiertas a una sustancia más densa que la “piel” exterior. Pequeñas ramificaciones, blancas como hueso, reticulaban el espesor de la amarillenta materia interna: posiblemente los torturados nervios del pelti, descubiertos, palpitantes…

—¡Desgraciado! —sollozó Svenson—. ¡Hijo de…!

Era inútil pretender hacer algo por aquella criatura. Svenson no sabía nada acerca de su constitución biológica ni de sus necesidades básicas… Permaneció largo rato sin moverse de allí, balanceándose sobre uno y otro pie.

Del vecino alojamiento llegó una risotada alcohólica.

Svenson enrojeció. ¡Los miserables celebraban! Aquello rebasó todos sus diques.

Veía rojo cuando caminó hacia la rústica cabaña de Kowle. Dejaba profundas huellas

en la greda, y el húmedo aire de Gurla circulaba con celeridad a través de sus na­rices.

Apartó de un golpe la cortina de plástico que cerraba la entrada e irrumpió sin ceremonias.

Kowle, tumbado en la hamaca que ocuparan horas an­tes, volvió los ojos hacia el intru­so. Empinaba una cápsula etílica, ya en las postrimerías de su contenido; con un ademán casual la arrojó hacia un lado.

—¿Qué hace por acá? —masculló—. ¿Se une a la fiesta?

Svenson no contestó. Recorrió con la mirada el escena­rio de la orgía: había cápsulas y botellas diseminadas por doquier, viejos periódicos de la Tierra tirados por el piso, manchas de alcohol derramado y brillosos escupitajos. Los capataces, al parecer, se habían marchado.

Con alguna dificultad, Kowle abandonó el coy. Fue hacia un reducido gabinete, junto a la puerta trasera, y exploró su interior.

—Estos flojos no saben tomar —comentó roncamente, luego de hallar lo que busca­ba—. ¡Prefieren divertirse con las pelti!… ¿Me acompaña usted? —y, acercándose, tendió a Svenson una verdadera botella de vidrio, sin duda reser­vada para una ocasión especial.

Sorprendido ante su propio ademán de violencia, Sven­son vio cómo el recién abierto envase salía volando por los aires y se estrellaba contra el muro en una explosión líqui­da y coruscante. Kowle lanzó una exclamación gutural.

—¡Era mi mejor…! ¡Maldito imbécil! ¿Está loco, o qué? ¡Merecería…!

—¿Cómo se atreve a emborracharse? —Las sienes de Svenson latían—. ¿Festeja sus crímenes?… ¡Esto no se que­da así, Kowle! ¡No pienso permitirle que siga cometiendo barbaridades! ¿Me oyó?

Kowle pestañeó. Tenía ambos ojos semicerrados; las in­flamadas venillas dibujaban una red carmesí sobre las córneas amarillentas. La enormidad de aquello lo paralizó momentáneamente.

—¡Va a responder ante la Compañía! —siguió Sven, de­satado—. ¡Y no solo eso! ¡No voy a parar hasta no verlo entre rejas, miserable canalla cobarde!

Durante unos segundos pareció que el gigante iba a lan­zarse sobre el otro. Pero la tensión se licuó súbitamente. Kowle retrocedió algunos pasos. La mano derecha opri­mía con fuerza el puño izquierdo, y cataratas de fuego oscuro saltaban hacia Svenson a través de las dos grietas de los ojos.

—Desde que lo vi me cayó mal, Svenson.

—¡El sentimiento es mutuo! —Svenson temblaba como una hoja al viento.

—Su cara de caballo me repugna —continuó Kowle—. En la penumbra se parece a las de ellos, ¿sabe? ¡Parece un pelti, por lo paliducho!

—Dentro de cincuenta terrahoras llega a buscarme el trasbordador. —Svenson ignoró las palabras del otro—. ¡Mi informe va a estar listo para entonces!

—¿Eso es una amenaza, estúpido?

—Lo único que hago es enterarlo de mis intenciones…, que son irrevocables, Kowle.

—¡Ja! —y Kowle lanzó un ademán obsceno.

—¡Se lo llevarán de vuelta para que responda por sus delitos, Kowle!

—¡Ja!

Svenson sentía que el mundo giraba en torno suyo. Era como si hubiese compartido la botella, después de todo… El retumbar de su pulso lo ensordecía; el rostro le quemaba y ya no percibía el convulso apretón de sus puños. ¡El malnacido tenía que pagar!

De pronto hubo un revoloteo blanco frente a sus ojos. Con sobresalto, se echó hacia atrás, trastabillando. La grosera risa de Kowle, envuelta en efluvios rancios, lo sacu­dió.

—¡Se acabaron sus idioteces! —El corpulento sujeto le restregaba un papel contra las narices—. ¡No puede hacerme nada! ¿Entiende? ¡Nada!

—¡Espere y verá cómo…!

—¡Nada, condenado infeliz! ¡Gaste saliva, si quiere, total…! ¡Legalmente, estoy a salvo! ¡Estos son documentos oficiales! ¿Oyó bien? ¡Papeles del Gobierno!

Svenson se puso rígido. Empequeñecido frente a la mole del otro, sintió que iba a perder.

—Esas cosas de ahí afuera ni siquiera son raciona­les. —El poderoso índice de Kowle azotaba el papel, pegado a la cara de Svenson—. ¡Es oficial! ¡Eso me da libertad absoluta para manejarlos como me dé la gana! —Lanzó una cortante carcajada aguar­dentosa—. ¿Qué dice ahora, monstruófilo? ¡Sellado y firmado por la au­toridad suprema! ¡Avalado por el Secretariado General! ¿Qué opina de eso, eh?

Rugía un tornado en los ocultos túneles y pasadizos del Espacio Interior de Sven Svenson, supervisor… La retorcida espiral de frustraciones que albergaba en la médula se desenvolvió de golpe, en incontrolable impulso destructor. Las frágiles manos, de pronto convertidas en garfios inexorables, saltaron hacia la garganta de Kowle, donde hicieron presa… Miríadas de silenciosas explo­siones de luz se sucedían en la oscura convexidad interna de los párpados de Sven, y un frío progresivo reemplaza­ba al ardor que antes lo invadiera.

Sorprendido al principio, Kowle reaccionó de inmedia­to. Sus potentes músculos se hincharon, actuaron los tendones, y el menudo cuerpo de Svenson salió despedido.

No hubo grito alguno. La nuca del supervisor dio con­tra uno de los postes del muro, y el manojo de anhelos in­satisfechos, inhibiciones, sordos resentimientos y cólera impotente…, sus insondables motivaciones personales, se fundió en la Nada… Kowle quedó solo frente a un puñado de células inertes.

—¿Qué diablos pasa…?

Saldaña, que había hecho irrupción con un arma em­puñada, se detuvo ante el cuerpo yacente. No demoró en captar la situación.

—Me atacó —balbució Kowle, frotándose el robusto cuello, donde aparecían marcas moradas—. ¡Quería matarme!

—¿Ese…, lo atacó a usted?

—¡Estaría loco! ¡Qué sé yo!

—Y lo tendió de un golpe, ¿eh?

—¡Me lo saqué de encima! ¿O lo iba a dejar que me ahorcara?

Saldaña, tras fugaz examen, confirmó lo irreversible del hecho. Se volvió hacia Kowle.

—Están por llegar a buscarlo. ¿Qué piensa decirles?

—Escuche. —Kowle respiraba reciamente. Colocó una mano sudorosa en el hombro de Saldaña y habló en tono persuasivo—. Va a ser mejor que lo arreglemos aho­ra…, entre nosotros dos, digo. ¿No cree?

—¿Arreglar… esto?

—Podemos decir que se cayó…, o que un pelti fugitivo le…

—¿Un pelti matando gente?

—Sí, sí; ya sé que suena un poco forzado. ¡Pero siem­pre hay formas de arreglar las cosas!… ¡Oiga! Tengo bastante plata ahorrada, ¿sabe? Podría…

Saldaña enfundó el arma.

—En eso no entro, Kowle.

—¡Vamos! —Kowle lo sacudió—. ¡No me va a salir con escrúpulos ahora! ¿A quién perjudicamos?… Mire, le ju­ro que fue en defensa propia, y además un accidente… ¡Un accidente, sí! ¿Cómo iba a adivinar que…?

Saldaña sacudió la cabeza.

—No cuente conmigo.

—¡Pero vamos, hombre!… ¿O es que le importa algo de ese santurrón enfermo? ¡Creo que me debe más a mí que a él! ¿O no lo salvé de morirse de hambre? ¿No le di tra­bajo cuando usted…?

—Me importa un rábano cualquiera de los dos. ¡Pero no quie­ro líos con la justicia de la Tierra! Hoy en día no se les en­gaña así como así… A mí no me atrae la cárcel; no sé a usted.

Kowle echó fuera el aire que mantuviera en los pul­mones. Se relajó, y los poderosos músculos se distendie­ron.

—¿Lo tengo en contra, entonces?

—Ni en contra ni a favor —repuso Saldaña—. Ya le dije: me cuido yo.

—Supongamos que lo obligo…

—Me lleva cincuenta kilos de ventaja —admitió el maraguayo, sin perder la frial­dad—, pero yo tengo el ar­ma.

—¿Se animaría a balearme? —La voz de Kowle pare­cía el ronroneo de un tigre.

—En último caso. Pero aun a mano limpia, no se con­fíe. Si la cosa va en serio, uso lo que venga, desde los pies hasta piedras y palos…, sobre todo si me las tengo que ver con un grandullón como usted.

El alcohol, impregnando profundamente las venas y el sistema nervioso de Kowle, hacía su efecto. Además, el metal sin inflexiones de la voz de Saldaña lo acobardó. El cuerpo exánime seguía ahí, tendido… Vacilante, el co­loso se cubrió la cara con las manos y ya no habló más.

—Mejor así —manifestó Saldaña—. No soy partidario de la violencia inútil.

Hacía frío en el cosmódromo de Ednacap, ex Washing­ton D.C.

Kowle se estremeció, enfundado en su abrigo de fibra autotérmica. La mole del tras­bor­dador que lo trajera vibraba aún, tras el aterrizaje: un detonante amarillo re­cortado contra el cielo preñado de nubes tormentosas.

¡Qué bienvenida! Retornaba a su planeta natal, a la Madre, en la estación que más aborrecía. La carne se rebelaba a la dentellada del viento; una llovizna fina y persistente no hacía sino empeorar las cosas.

Le habían puesto cuatro guardias, aunque todavía no podía considerársele prisionero, en el sentido jurídico del término… Se sintió desamparado. Ya veía como iba a ser la cosa.

Enfrentar un jurado: doce caras blancas (ojiazules con toda probabilidad), decididas de antemano a conde­narlo. No tendría oportunidad de escapar a su odio… Bien lo sabía.

—¿Este es el investigado?

La pregunta provino de un oficial del cosmódromo, que se había acercado para recibir al grupo. Era delgado y rubio, con nórdica barba de tonalidad broncínea. Sobre el azul del uniforme centelleaba una chapa de plata.

—077984 A —dijo uno de los guardianes, al tiempo que tendía un legajo—. Lugar del hecho: masa continen­tal de Gurla Centauri, sector Noreste.

El oficial consultó el expediente.

—¿Nombre?

—Kowle, Haley.

—¿Coal, dijo?

—Kansas-Oregon-Wyoming-Louisiana-Ednacap…, K-O-W-L-E.

—Correcto. En nombre de la Suprema Corte de Justi­cia Terraespacial de los Estados Democráticos Norte Americanos, EDNA, sección Xenocontactos, me hago car­go de este hombre. Será llevado a juicio en su ciudad na­tal, Montgomery, Alabama, en fecha y hora a determi­narse por audiencia preliminar.

—Su prisionero.

Kowle era un pelele. Vuelta atrás, pensó. De nuevo en la Madre, donde las cosas no cambiarían jamás… Aquí mandaban ellos, como siempre, se dijo. Igual que en tiempos de sus bisabuelos: los ensabanados, las cruces de fuego, los vapuleos impunes, los ahorcamientos…

Conducido por el blondo oficial, seguía dócilmente sus pasos, los ojos clavados en el oscuro reflejo de su cara sobre la pista mojada. Vuelta atrás…, sin escapatoria.

De haber resultado étnicamente posible, una mortal palidez se habría adueñado de su semblante.

Nota

“Vuelta atrás”, relato perteneciente a mi serie de la Pila “Tor-35”, que in­te­gró el volumen “Llegar a Khordoora”, publicado en 1994. También se publicó este texto en el Semanario “Jaque” (Montevideo, 1990); en la antología argentina, compilada por Da­niel Croci, “Literatura Fantástica Latinoamericana de Fin de Siglo” (1994) y en la revis­ta digi­tal “Planetas Prohibidos” Nº 12 (2016), además de constituir el tema de la tesis para Licen­ciatura de Silvia Blanco Ortega, “Una visión del futuro a través de la narrativa del escritor uruguayo Carlos M. Federici” (1993).

Foto: Pixbay

Carlos Federici

Montevideo, Uruguay, 1941.
Escritor profesional desde 1961. Publicaciones en revis­tas nacio­nales, americanas y europeas, desde la legendaria “Nueva Dimensión” hasta las más recientes “Próxima” y “Planetas Prohibidos”. Traducido a varias len­guas. Participé en antolo­gías internaciona­les, entre ellas “Lo Mejor de la Cien­cia Ficción Latinoamericana”, “The Penguin World Omnibus of Science Fic­tion”, “Tales from the Planet Earth” y “El Futuro es Ahora”. Tengo 12 libros publicados. También incursioné en la Historieta, como dibu­jan­te y guionista. Se me otorgaron diversos premios en certámenes nacionales e internacionales.


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