Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: Fidelidad

Manuel Serrano Funes nos comparte su relato «Fidelidad».

Por Manuel Serrano Funes

Se puso en marcha de forma automática el intercomunicador. Ocurría siempre que había alguna novedad importante. Y esta debía serlo.

            En un plano corto se veía a un hombre orondo y enorme que ocupaba buena parte de la pantalla. El presentador de las noticias lo entrevistaba.

            —¿Y dice usted que tiene unos perfectos humanoides de los dos sexos en venta? He oído que les llama “bellos especímenes”

            —Exacto. Son preciosos y de última generación.

            —¿Desde cuándo los tiene?

            —Acabo de adquirirlos directamente del fabricante.

            —¿Podemos verlos?

            —Por supuesto.

            Y ante las cámaras desfilaron más de una docena de hermosos humanoides de piel tersa. Humanoides perfectos. Compañeros y compañeras para los ratos de ocio y esparcimiento y, además, preciados asistentes personales.

            Aurelio se quedó embobado con aquellas hermosuras. Incluso le pareció que una de ellas le guiñaba el ojo.

            Esta misma escena estaba viendo Berta, su humanoide.

            —¿Te gusta lo que ves? —le dijo de sopetón.

            —No están mal —contestó cuando pudo cerrar la boca.

            Y siguieron en silencio. Aquel rechoncho hombre cantaba las excelencias de su mercancía como hicieran antaño los buhoneros o los charlatanes en la vieja Tierra. Aurelio recordaba que lo había leído en los libros electrónicos de la escuela.

            A la mañana siguiente la noticia de los humanoides fue el tema de conversación entre los compañeros en la productora de comestible.

            —¿Viste ayer el tío ese que vendía humanoides? —le preguntó Lino, su amigo de la infancia.

            —¡Claro que los vi! Había una, la pelirroja, que creo que me guiñó el ojo.

            —Yo voy a verlos de cerca cuando acabemos de trabajar. ¿Quieres venir?

            —Casi que no. No veas como se puso mi Berta al verme embobado con la pantalla del intercomunicador.

            —No dejes que te manipule. Además, la tienes desde hace casi cuatro ciclos. Ya está vieja y cada vez te va costar más tenerla a punto. Deberías cambiarla.

            —No creo que ella quiera y yo no estoy seguro.

            Continuaron recolectando tomates de color marrón claro y de sabor incierto. Estaban plantados sobre raíces aéreas y sus frutos carnosos adornaban las mesas de los ricos de la sociedad.

            Al regresar a casa después de la jornada de trabajo, Berta le tenía preparado el baño y la cena. El baño consistía en una serie de chorros de aire que alejaban todas las bacterias de su cuerpo. Incluso hacían desaparecer temporalmente el olor. Era una de las pocas rémoras del pasado que no habían podido solucionar.

            Salió envuelto en un albornoz de toalla a base de fibra vegetal y se sentó frente al intercomunicador. Berta estaba a su lado, solícita ante cualquier sugerencia de su humano.

            A la mañana siguiente pidió permiso y se acercó al Ágora, el lugar donde vendían los humanoides. Buscó a la pelirroja. Por un momento pensó que no la encontraría, pero allí estaba.

            —¿Cuánto cuesta? —preguntó a un joven vendedor que andaba cerca.

            —No demasiado —respondió el otro—. Sólo trescientos cincuenta mil créditos.

            —¿Cuánto? —le repuso con cara de asombro.

            —Trescientos cincuenta mil, pero si nos deja el suyo a cambio, podremos hacerle un precio. ¿Tiene usted los datos?

            —Sí, sí. Espere un momento —y accedió a los archivos almacenados en su zona de propiedades. Descargó una copia y se la entregó al vendedor.

            Con los datos que le dieron buscó en su tableta y enseguida encontró lo que buscaba.

            —Le descontaríamos cincuenta mil cerditos.

            —¿Sólo?

            —Está anticuado y desfasado. Se la podríamos financiar —Y consultó las tarifas.

            Aurelio salió abatido. Tenía varios créditos que le impedían meterse en otro más. La entidad no se lo concedería. De todas formas, ni quería ni podía deshacerse de Berta.

            —No y no. Definitivamente me quedo con ella. No la cambio —dijo en voz alta intentando convencerse.

            Aquella sociedad formada únicamente por hombres había cambiado sus humanoides y los nuevos propietarios, muy ufanos hacían alarde del coste de sus nuevos y flamantes acompañantes.  Casi todos se hipotecaron al máximo. A otros le salió más baratos al dar sus viejas máquinas como señal de la nueva.

            Cierto día salió Aurelio con Berta a pasear y la pobre destacaba por su aspecto. Se la veía vieja y desaliñada, aunque fuera exactamente igual que hacía diez días.

            La gente les señalaba al pasar y se reían de ellos.

            Lino le paró:

            —¿Así que es verdad y no has cambiado a tu viejo trasto? —le espetó

            —No creo que sea de tu incumbencia —intentó zafarse.

            —Eres un rata. ¿No te da asco ir al lado de ese adefesio?

            —Y tú un imbécil.

            Y se alejaron del lugar ya que se habían arremolinado varias parejas que se reían de ellos.

            —No los escuches —le decía a Berta que se quedaba rezagada.

            —No pasa nada —dijo, dejando el rotundo “nada” colgado en el aire.

            Al llegar a casa Aurelio cenó y antes de que Berta fuera a conectarse la llamó:

            —Berta, por favor, acércate, tengo que hablar contigo. —Berta se acercó y quedó a la espera de lo que quisiera decirle—: Tienes que saber que no estoy pensando en cambiarte. Si lo hubiera querido, ya lo habría hecho.

            —Me lo imaginaba, pero la tentación tiene que ser grande.

            —No lo dudes. No necesito nada más que estar contigo —dijo mientras su imaginación volaba hacía aquella monada que había visto los primeros días.

            —Te creo —dijo acercándose al cargador—. Hasta mañana.

            Aurelio se quedó mirando al transmisor apagado e imaginando cómo sería la vida con ella. Una nueva compañera con la que poder hablar y a quien contarle sus chascarrillos y que se los riera. Ellos se conocían ya demasiado. Ella sabía lo que quería y solo con mirarlo adivinaba sus necesidades.


Más sobre CRONISTAS ÓMICRON


            El dilema que tenía planteado era grave. Por una parte, acababa de enfrentarse con un compañero por defender a Berta y por la otra estaba su deseo oculto de tener una nueva compañera.

            En la calle y en el trabajo la gente lo miraba con aprensión. Se alejaban de él riéndose de su forma de ser. Incluso fue objeto de un programa especial sobre el único habitante que no había cambiado su humanoide. Hicieron burla de él y le llamaron de todo lo que uno podía imaginar, desde tacaño hasta usurero.

            Esta situación llevó a Berta a entrar en un ciclo depresivo —si es que los humanoides podían tener ese estado—. No salía de casa sola, le daba vergüenza que se rieran de ella. Era la única máquina que no había sido cambiada y se sentía apartada de los demás. Se burlaban de ella y la señalaban con el dedo. Igual que a Aurelio.

            Poco a poco fue perdiendo las ganas de pisar la calle ni sola ni acompañada y se volvió huraña. Aunque nunca faltaba a sus obligaciones. Para sus circuitos pensaba que no había sido capaz de cambiarla por alguna razón desconocida y eso le causaba zozobra.

            Pasados dos meses de infierno para Aurelio y Berta corrió un rumor con respecto a los nuevos humanoides. Aurelio habló con un compañero en el transporte colectivo cuando iba a trabajar.

            —No sé si te lo creerás, pero a Luiso, el que compró el primer humanoide, sí ese tan bonito, ¿no te acuerdas?

            —Ah, sí —contestó él.

            —Pues ese. Se me coló el otro día en medio de una conversación que tenía con mi supervisor.

            —¿Eso no es ilegal?

            —Ilegal es interferir en las comunicaciones. En este caso, fue la conversación la que me interfirió. Bien. Decía que le parecía haber detectado ciertos errores en su compañera.

            —¡No puede ser!

            —Te aseguro que fue así. Además, le decía al otro, quizá un técnico, que iba a observarla y tomaría notas para enviárselas.

            —¿No oiste el nombre de ese técnico?

            —Creo recordar que era algo así como Castigo.

            Cuando llegó a casa se lo contó a Berta. Ella estaba tan inexpresiva como si fuera un artilugio mecánico. Aunque notó cierto regocijo en su rostro.

            —No me digas que te alegras.

            —Pues sí. Me alegro. Aunque será un error sin más.

            —Quizá. Ya veremos.

            La situación fría y tensa que se daba en su casa era extraña. Él no se ha había doblegado a su intención de cambiar a Berta y sin embargo ella le recriminaba, en silencio, que no lo hubiera hecho. No entendía esa falsa dicotomía. Por su parte no entendía cómo estaba enfadada con él si no la había hecho.

            Era una tensión innecesaria que no conseguía disipar. Intentó limar asperezas con Berta. Recogió todos sus ahorros y le compró una nueva versión de software y una puesta a punto, pese a los codazos que se dieron los técnicos y las risitas cargadas de ironía.

            —Algo tienes que ocultar —le dijo ella en cuanto la sacó del taller.

            —En absoluto. Sólo quiero demostrarte que eres muy importante para mí.

            —Francamente, ¿por qué no me has cambiado?

            —Estoy a gusto contigo y no quiero deshacerme de ti —mintió a medias.

            No pareció que a Berta le satisficiera la explicación, pero no dijo nada.

            Pasados unos días de aquel primer error detectado con las máquinas nuevas, se rumoreó que estaban dando fallos. Era impensable que unos seres tan hermosos y perfectos pudieran empezar a estropearse tan pronto.

            Cada día había nuevas noticias en los corrillos, aunque nadie se atrevía a denunciarlo. Quizás pensaban que serían objeto de burla por parte de sus amigos y conocidos.

            El día que casi hacía seis meses de la llegada del vendedor, apreció en el intercomunicador el doctor Mastigo denunciando la situación.

            Comentó que llevaba varios meses comprobando pequeños fallos en su humanoide y que le había hecho todo tipo de pruebas.

            —Puedo asegurarles que hemos sido engañados vilmente —le dijo al entrevistador.

            —Explíquese, doctor.

            —Nuestros humanoides nuevos no lo son tanto. Vean: les traigo la imagen tridimensional de mi Ándrés el día que lo adquirí y la de su forma hace un mes.

            “Pueden comprobar cierto deterioro externo. Pero lo sorprendente viene a continuación: lo he sometido a un examen exhaustivo y observaran ustedes su aspecto actual”.

            Un grito de horror llenó el plató. Frente a ellos surgió un humanoide casi sin piel, con sus circuitos y maquinaria al aire. Había chispazos continuos y era incapaz de hablar.

            Toda su tersa piel eran jirones de aspecto putrefacto.

            —Esto es lo que ocurre cuando se somete a un proceso de envejecimiento acelerado tres veces.

            “Pero no queda aquí. En una revisión en profundidad de su software he descubierto que la versión que venía en las especificaciones era una versión no actualizable y quedaba obsoleta al cabo de seis meses. Como saben ustedes, se cumplen dentro de muy poco.

            “Por eso quiero avisarles que observarán fallos, nimios al principio, pero después importantes hasta que sus humanoides queden como el mío.

            “Así quedarán todos —dijo mostrando aquel cadáver andante.

            La reacción no se hizo esperar. Aquellos que habían estado cegados por la hermosura de sus humanoides quedaron de repente expuestos por el más importante timo de la historia del asteroide.

            Por todos los lados surgieron voces de protesta y un nutrido número de juristas comprobaron los contratos de compra de los “bellos especímenes” y constataron que carecían de garantía.

            Fue otro duro golpe para los compradores. Habían sido estafados, timados y arruinados por aquel charlatán. Todos. Absolutamente todos… menos uno —como en aquel célebre cómic del siglo XX.

            Los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia y de pronto, al productor del noticiario le vino a la memoria que había un humano que no lo había cambiado: “Si él no la había cambiado, era el único no engañado”, dijo en la reunión de contenidos de la cadena.

            Había noticia y no podían dejarla escapar. Citaron a los dos para una entrevista. Aurelio declinó la oferta. No quería exponer a Berta al escrutinio público. Aun así, varias unidades móviles se colocaron delante del alojamiento y esperaron pacientemente. Aurelio pidió sus días de permiso y se quedó en casa.

            Fuera seguían haciendo guardia. Esperando para caer sobre él. Tanta persistencia en ocultar a su humanoide y el no haberlo cambiado, alimentaron la peor de las sospechas: estaba compinchado con el vendedor.

            En cuanto la versión se extendió por el asteroide, acudieron a cientos malhumorados vecinos que increpaban a Aurelio.

            Al fin aceptó conceder una entrevista. Exigió que fuera en su casa. No hubo problema. Un enjambre de técnicos tomó la casa y prepararon la emisión.

            —Señor Aurelio, nos gustaría saber los motivos que le indujeron a no cambiar su humanoide.

            —Le aseguro que únicamente fue un tema de fidelidad.

            —¿Está usted seguro?

            —Por supuesto.

            —Entonces, ¿cómo explica que fuera el único que no lo cambió?

            —¿Recuerda usted que fui tildado de todo por no haberlo cambiado?

            —Sí, lo recuerdo, pero eso no viene al caso. ¿Sabe usted que se está especulando con que usted sabía que estos humanoides eran defectuosos y por eso no quiso cambiarlo?

            —Eso es totalmente falso. Yo no lo cambié por la razón que le he dicho y no tengo nada que ver con el vendedor.

            —Entonces está aceptando tácitamente que sí tenía que ver con él.

            —En absoluto. Ni sé quién es, ni lo conozco de nada —contestó enfadado.

            —No se enfade, señor Aurelio. Estamos aquí para intentar aclarar este asunto.

            —No sé nada del tema. En absoluto.

            —Está bien, ¿podemos entrevistar a su humanoide?

            —Berta. Se llama Berta —matizó Aurelio.

            — Berta. Sí. Perdón, don Aurelio —se excusó el azorado presentador.

            Y Berta apareció en pantalla con su porte perfecto.

            —¿Puedes decirme qué sientes al saber que eres la única humanoide en buen estado?

            —Estoy contenta de seguir con Aurelio. Contenta de que no me hubiera cambiado. Y contenta de que no me hiciera caso.

            —¿Caso en qué? —quiso saber el presentador.

            —Durante mucho tiempo le pregunté por qué no me había cambiado y durante ese mismo tiempo él me decía que estaba a gusto conmigo. Al principio no lo comprendí, pero ahora tengo claro que fue más fuerte su fidelidad hacia mí que su ansia de cambio.

            La entrevista finalizó y después de la emisión Aurelio y Berta salieron a la calle a pasear. Ahora el paseo fue solitario. No había nadie. Nadie tenía nada que enseñar y nada de qué sentirse superior. Todos habían sido engañados por la codicia. Solamente ellos eran dueños de la escena.

            Con el paso del tiempo se fueron viendo las diferencias entre Berta y los cacharros inservibles. Lo que antes eran risitas ahora era miradas de odio. A Aurelio no le quedó más remedio que pedir el traslado a otro asteroide.

            Ahora viven felices en una nueva colonia. Berta está contenta y controla el acceso al intercomunicador. Hoy ha evitado que Aurelio viera la noticia de un vendedor de humanoides preciosos…

Foto: Imagen de kuloser en Pixabay

Manuel Serrano Funes

Maestro desde 1979. Colaborador de: Revista digital “Valencia Escribe”, Revista digital “El callejón de las 11 esquinas” y Colectivo Letras & Poesía. Algunos de sus relatos: Arco iris tejido, Iguales, Marineros tristes (XIV Certamen de poesía  Julián Martín Carrasco. Ayuntamiento de Béjar), Chencho y su bolero, Cacol, el caracol viajero, Otoño Aliñado, Hilo de amor y otros relatos y poemas.


Anuncio