Por María Alejandra Almeida
Tenía doce años cuando me introduje
en la Metrópolis de Osamu Tezuka por primera vez.
Recuerdo el asombro que me produjo la excelente calidad de la animación; la simpatía que me causaron Kenichi y Tima; y el agujero que se formó en mi estómago cuando, poco a poco, ambos personajes corrieron por los interminables pasadizos de la ciudad más avanzada del planeta. Recuerdo las peripecias que sufrieron entre los metalizados e inmensos edificios construidos como gigantes, mientras Rock perseguía a Tima con el único objetivo personal de asesinarla. Sin embargo, después de ver la película nuevamente, años después, debo confesar que un profundo sentimiento de admiración se ha unido a las percepciones iniciales. Admiración hacia el guion y hacia las imágenes animadas que, poco a poco, nos revelan la historia de un futuro no tan lejano.
Cada época sueña a su sucesora. Así inicia el filme, citando la frase de Jules Michelet, un historiador francés del siglo XIX. E inmediatamente se nos revela la metrópoli, la culminación de la ciencia, la ciudad dorada que ha conquistado las estrellas y que se abre a nuestros ojos con un jazz de fondo y una bella lluvia de fuegos artificiales. Entonces, aparecen los elegantes asistentes a la inauguración del Ziggurat (el nuevo e inmenso edificio de Metrópolis, analogía de la Torre de Babel), quienes ataviados con sus fracs y con copas de licor en mano discuten sobre los impensables derechos laborales de los robots.
Aquí hace su primera aparición Duke Red, el ciudadano más influyente de Metrópolis; el detective privado japonés Shunsaku Ban y su sobrino Kenichi, los protagonistas de la historia; y uno de los integrantes de la organización secreta Marduk, Rock, quien a vista y paciencia de la muchedumbre asesina a tiros a un robot. Y entonces, la escena cambia, y escuchamos a Duke Red preguntarle a un misterioso personaje sobre “ella”.
“Ella” es Tima, una robot que desconoce que no es humana, la obra maestra del científico fugitivo buscado por Shunsaku Ban, debido a su siniestra relación con el tráfico de órganos. Tima es la creación realizada a imagen y semejanza de la fallecida hija de Duke Red, una ciborg especial que tiene el propósito de dirigir el arma secreta que esconde el Ziggurat para conquistar el mundo o, según la reflexión de Duke Red, para salvarlo. Sin embargo, Rock, huérfano criado por Duke Red y miembro de los Marduk, la cree indigna de tal objetivo. Rock idolatra a Duke Red hasta el delirio y lo considera su padre, pese a que éste no siente cariño alguno hacia él. Los celos y el ansiado reconocimiento que espera Rock por parte de Duke Red lo llevan a asesinar al creador de Tima y a destruir el laboratorio donde ella aguardaba su despertar.
El destino juega un papel protagónico en la supervivencia de la robot, cuando Shunsaku Ban y Kenichi presencian el incendio del laboratorio y se introducen en sus instalaciones al percatarse de que había personas dentro. Kenichi salva a Tima y ambos caen varios niveles debajo de Metrópolis, antes de ser aplastados por el edificio en llamas. Shunsaku Ban presencia los últimos momentos del herido creador de Tima, quien le entrega un extraño cuaderno rojo donde reposan los secretos de su obra maestra. De aquí en adelante, tío y sobrino se separan y se inicia la trastornada cacería de Rock para dar muerte a Tima.
La robot desconoce su procedencia y cree haber perdido la memoria, al igual que Kenichi. Durante las diversas persecuciones de las que son objeto, sus sentimientos y los de Kenichi se vinculan. Ambos generan lazos entre sí, lo que se muestra con notoriedad cuando, una vez separados y ya en casa de Duke Red, Tima escribe en las paredes el nombre de Kenichi al menos un centenar de veces. Rock, destituido de su cargo al descubrir Duke Red que había intentado matarla, la engaña utilizando sus sentimientos hacia Kenichi, le revela su naturaleza ciborg y la paraliza, con el objetivo de diseccionarla y descubrir por qué su padre la cree tan especial.
Esta vez es Shunsaku Ban quien salva a la robot y luego ambos son trasladados al Ziggurat donde se reencuentran con Kenichi y Duke Red. Allí, Duke Red le confirma a Tima que no es humana y le muestra el trono desde el que salvará al mundo. Tima se niega a aceptar su naturaleza y a convertirse en un arma, pero entonces Rock, quien reaparece en escena, le dispara en el corazón. Allí, ante el agujero en su pecho abierto por la bala, ella entiende. Los cables interconectados que son visibles a través de la abertura no dejan lugar a dudas. Es una robot. Entonces Tima toma asiento en el trono del Ziggurat y, en lugar de salvar al mundo, decide aniquilarlo. El lugar cambia de forma una vez unida Tima a la máquina mortal. Los robots atacan a los humanos. Y todos huyen de allí, excepto Kenichi que, en un acto de amor, se arroja hacia Tima y la desconecta de la máquina.
Simultáneamente, Rock se sacrifica una vez más por su padre. Destruye el Zigguraty se suicida junto a una veintena de robots descontrolados que pretendían dar fin a Duke Red. Las llamas los destruyen a él, a los robots y también acaban con el padre que nunca lo aceptó como hijo. Tima, por su lado, olvida sus sentimientos humanos e intenta matar a Kenichi mientras el Ziggurat se cae a pedazos. Da un paso en falso y resbala hacia el abismo. Kenichi la sujeta de la mano con todas sus fuerzas, sin importarle que segundos antes intentara asesinarlo. Allí, ella lo recuerda y sus labios delinean dos palabras. Una pregunta. ¿Quién soy? Y entonces cae.
En un mundo donde resulta imposible desconocer la identidad, porque de ello depende el lugar que se ocupará en la sociedad y en los niveles de Metrópolis, Tima se pregunta quién es. Y la pregunta se repite en una vieja radio que sobrevive a la destrucción de Ziggurat al final de la película. Kenichi, también en el epílogo, le dice a su tío que se quedará más tiempo en Metrópoli y se aleja con varios robots que cargan los restos de Tima. Al final de los créditos, sin embargo, una imagen sorprende al espectador. La imagen color sepia de una tienda con el nombre “Kenichi & Tima Robot Company”.
En este filme, el Ziggurat no cae porque sus constructores hablaran diferentes idiomas, sino por el amor que sienten los personajes de la historia y por la búsqueda de su identidad, de un lugar en Metrópolis y de un padre. Este filme de animación japonesa y ciencia ficción realiza una crítica política y ética hacia las estructuras que ocultan minorías pobres y olvidadas, y una clara estratificación entre robots y humanos, siendo los últimos los únicos posibles sujetos de derechos. Asimismo relata las crisis existenciales de Tima y el rechazo rotundo de Rock hacia ella, como una alegoría de lo que verdaderamente significa estar vivo. Y logra mostrar estos argumentos con escenas sencillas de seguir y de digerir, acompañadas del jazz y el blues. Es, por tanto, una película que disfrutarán personas de todas las edades.
Fotos: Madhouse
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