Por JP Cifuentes Palma
Fumo un cigarrillo tras otro sin intenciones de abandonar la ardua tarea de intoxicar mis pulmones. A estas alturas, la adquisición de algún cáncer me es totalmente insignificante, es más, ansío encontrar alguna salida a esta realidad que no acepto del todo. Siete de la tarde y la sirena comienza a sonar otra vez como cada día desde hace cinco años atrás. La gente se encuentra escondida en sus casas con los sistemas de alarma de última generación para brindarles alguna forma de seguridad en una inestabilidad que se siente en el aire.
Camino a oscuras sin rumbo fijo por el comedor de mi casa. Es un día de invierno, un día de lluvia, es otro día idéntico al anterior, otro día de esa espantosa sirena que suena a las 7 PM. Afuera ya no escucho la alarma pero ahora el silencio es abrazador, hiela e intimida a tal punto que intento de alguna u otra forma concentrarme en mis recuerdos. Me siento en el viejo sillón y espero pacientemente lo que sucederá este día. A lo lejos, se escucha el sonido del escuadrón negro que recorre las calles, esos soldados que transitan en la ciudad todos los días desde las siete de la tarde sin saber aún qué es lo que buscan o qué desean de nosotros.
Se detuvieron afuera de mi casa. Tres, cuatro, cinco, veinte soldados conversando en un idioma desconocido. De pronto, una luz roja se proyecta en la cocina, están reconociendo el lugar, inspeccionando la casa para ver si está habitada. Me escondo, dios mío, qué hacer, me agacho antes que una segunda luz roja aparezca desde el comedor y se mueva de izquierda a derecha analizando cada rincón de la casa. Pasan los minutos y permanezco inmóvil con el rostro afirmado en el piso flotante, mordiendo mi lengua y aguantando la respiración esperando que las luces rojas no me encuentren. La única escapatoria es comenzar a moverme. Tarde o temprano me encontrarán en este lugar y no estoy dispuesto a complacerlos tan fácilmente. No señor, si quieren encontrarme tendrán que luchar porque yo no me rendiré. Comienzo a gatear rumbo al dormitorio matrimonial. Lenta, muy lentamente llego al pasillo. Gotas de transpiración van dejando una estela de mi paso. Quiero llorar, quiero gritar, quiero salir corriendo y enfrentarme al escuadrón negro, quiero encararlos, quiero entender qué está pasando en esta ciudad, quiero saber por qué suena la sirena cada día a las siete de la tarde, quiero entender por qué nos persiguen, quiero respuestas, las necesito para seguir adelante, pero por sobre todo, quiero sobrevivir, sí, sobrevivir a esto, a estas dudas, a estos miedos, a esta realidad. Debo sobrevivir como sea.
Comienzan a golpear fuertemente la puerta, la transpiración corre por mis mejillas, aguanto la respiración, el sonido de una ventana destrozada en el comedor me hace reaccionar. Giro rápidamente debido al miedo que me causó el sonido de los vidrios rotos sin percatarme que uno de los talones de mi zapato rozó el haz de luz provocándome un agudo dolor en mi tobillo derecho como si una punzada de agujas me pincharan una y otra vez. Aguanté lo más que pude, me levanté de un brinco y en dos trazos ya estaba en el interior de mi dormitorio. Intuí que el haz de luz logró detectar mi presencia y ahora iban detrás de mí por lo que mi campo de acción se reducía a un par de segundos. Me dirigí corriendo a la cama en donde se encontraba el espejo de cuero que me había regalado mi madre para mi matrimonio. Lo tomé con la mano derecha mientras mi cuerpo giraba y se introducía debajo de la cama cuando el haz de luz ingresó en la pieza y comenzó a alumbrar la habitación. Sentí un leve ardor en mi mano derecha que sostenía al espejo que me sirvió de cubierta para mi escondite. Era la primera vez que recurría a este improvisado refugio. Sentía un calor que emanaba desde el haz de luz escarlata que se reflejaba ante el espejo. Sentía que mi corazón se me escapaba por la boca. El dolor en mi tobillo y mi mano derecha eran punzantes pero el miedo era superior. El instinto de supervivencia me impidió gritar de pánico y llorar de miedo. Sólo podía esperar a que el espejo aguantara hasta que amaneciera o a que el haz de luz me encontrara. Fue la primera vez que dormí sin preocupaciones. Que ocurriera lo que dios quisiera.
Desperté con el ruido insoportable de las sirenas que torturaban mis oídos. Me encontraba completamente desnudo en una pequeña habitación negra cuando la puerta metálica sonó y comenzó a abrirse lentamente. No sé cuánto tiempo había transcurrido, me sentía muy débil, famélico, con una migraña insoportable. Pasaban los segundos y nadie aparecía por el umbral de la puerta. Mi respiración poco a poco comenzó a regularse y comencé a caminar. Salí de la habitación y me encontré con un largo pasillo oscuro, que se alumbraba cada cinco segundos con una intensa luz roja que iba acompañada del sonido de una sirena. Caminé sin rumbo buscando alguna salida. Sin embargo, a poco andar el dolor de cabeza fue tan insoportable que caí al piso y me desmayé.
Al despertar, estaba atado de pies y manos mirando una pantalla gigante que mostraba al escuadrón negro empujando a un grupo de ancianos que caían a un alcantarillado. Posteriormente vino una escena en donde un escuadrón negro le disparaba en la cabeza a un grupo de mujeres embarazadas. No podía seguir mirando eso, dios mío, lloré.
De pronto, la luz de la pantalla se apagó y la habitación quedó a oscuras nuevamente. No sé cuánto tiempo transcurrió. Me dormí y al despertar todo seguía en oscuridad. La sed y el hambre consumían mi cuerpo. Mis manos y mis pies atados me estaban provocando heridas que se estaban infectando. Oriné, vomité y defequé sin que nadie supiera de mi existencia. El olor era insoportable. Comencé a gritar, a pedir ayuda, auxilio, que alguien viniera y se apiadara de mí. No entendía qué ocurría, quiénes eran los miembros del escuadrón negro y por qué iban detrás de mí. Lloré de rabia, de hambre, de sed, pero nadie contestó a mis súplicas. Una vez más me quedé dormido.
El sonido de las sirenas me despertó nuevamente. La habitación estaba iluminada y una muchacha desnuda, no superior a los quince años, me miraba y me sonreía. ¿Tienes hambre? Me dijo. Yo asentí con mi cabeza. Ella sonrió y me mostró un trozo de pan en su mano derecha. Dámelo, le supliqué, lloré, grité: desátame, ayúdame, por favor. Ella seguía sonriéndome sin moverse de su lugar. Cuando me calmé, ella se acercó a mí y colocó un trozo de pan en mi boca el cual devoré como un caníbal. Ella sonrió y colocó otro trozo de pan que también lo destrocé como una bestia salvaje. ¿Quieres agua? Dijo. Yo la miré sin poder hablar y asentí mientras unas lágrimas caían por mi mejilla izquierda. Ella se fue de la habitación y volvió tras unos segundos trayendo en sus manos un vaso de agua. Se acercó a donde me encontraba y llevó el vaso lentamente hasta mi boca para que pudiera beber y saciar mi sed.
De pronto, la habitación se iluminó y me di cuenta que al menos habían diez personas en ella observándonos. Todos eran miembros del escuadrón negro y llevaban fusiles en su mano derecha mientras la sirena dejaba de sonar. Uno de los miembros del escuadrón negro se acercó y comenzó a desatar mis ataduras mientras el resto me apuntaba con sus armas. Una vez desatado, intenté dar un paso pero mis músculos no reaccionaron y caí al piso llevándome conmigo a la muchacha que soltó el vaso, aún con agua, que se estrelló en el suelo. La muchacha me ayudó con sus débiles fuerzas a levantarme hasta que el escuadrón negro que me había desatado puso su fusil en mis manos. Atónito, no sabía lo que aquello significaba. Sentía el peso del fusil en mis manos y las miradas de aquellos hombres. “Mueres tú o ella” dijo aquel hombre. Pensé que había escuchado mal. Lo miré fijamente intentando entender lo que me había dicho. Se acercó y su puño golpeó mi boca sacudiendo mi cuerpo. “Mueres tú o la muchacha. Decide o matamos a los dos” dijo y me dio la espalda mientras volvía adonde se encontraba el resto de los hombres. Comencé a tiritar. La muchacha me sonreía. Alcé con mi mano derecha el fusil y le disparé en la frente mientras su sangre salpicaba mi cuerpo. Instintivamente solté el fusil y miré hacia el suelo incapaz de ver el cuerpo sin vida de aquella muchacha. Uno de los hombres se acercó y me entregó un uniforme, botas y casco negro. “Colócatelos” dijo. Obedecí y me vestí después de estar varios días desnudo. Me levanté y fui hacia ellos. Uno de los hombres me dio la mano y dijo “Bienvenido”. La sirena volvió a sonar mientras en fila abandonábamos la habitación.
Foto: Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
J. P Cifuentes Palma (Los Ángeles 1985 – )
Escritor chileno que publicó los poemarios “Dile a Jesús que tenemos hambre” (2016), “Dios castiga pero no a palos” (2016), “A oscuras grité tu nombre en el muro de Berlín” (2016), “Destrucciones a las 11 AM (2018); las novelas breves “El ataúd” (2016) y “El último que muera que apague la luz” (2016). Ha sido publicado en antologías nacionales e internacionales. Finalista en el Premio Internacional de Poesía Gonzalo Rojas, Conductor del programa de TV Liberarte, columnista en Revista Pudú. Docente de Lenguaje y Comunicación. Este año saldrán la novela de ciencia ficción “99942”, la novela breve “Crónica de Terezin”, el relato “Nahueltoro” basado en el Chacal de Nahueltoro y el poemario de ciencia ficción “Sacsayhuamán: inicio del peregrinaje”.
1 thought on “CRONISTAS ÓMICRON: Suenan otra vez las sirenas a las 7pm”
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