Por Diego Maenza
Había sido una jornada dura a través de la selva. M observaba atento el trabajo que realizaba X y lo reprendió con una mirada. Su amigo reparó que la amonestación no era el producto de celos infundados sino más bien de un cuidado paterno. La capacidad de la robusta fisonomía de X lo transformaba en la criatura apta para cualquier esfuerzo físico. No obstante, M había vislumbrado que la carga de X era excesiva. Después de algunos minutos la fatiga dominó la espalda del fornido X y lo impulsó a pedir ayuda. Un joven de grandes ojos y de mirada profunda se ofreció como voluntario. Entre ambos lograron avanzar. Faltaba poco para alcanzar el destino.
Ha sido un día agotador, exclamó una voz extraña desde la parte posterior.
D, que así se llamaba el joven de los grandes ojos (¿qué otro nombre podría dársele a alguien tan curioso?), iba con la vista fija en el camino de herradura. Por ratos, su mente alcanzaba una iluminación inusual en alguien de su naturaleza. El sentido común lo despertaba en ensoñaciones casi reales. A veces padecía pesadillas lúcidas. Bajo sus pies se deslizaban millones de animalillos con un ritmo acompasado y con una persistencia de vida que raramente puede percatarse de cerca.
Pensar que yo podría ser un dios para ellos, se dijo de momento.
Alzó la vista y pudo divisar a la voluminosa comunidad que esperaba ansiosa la llegada de las provisiones.
X gritó a la multitud, luego de que todos bajaron la carga: El día de hoy ha sido un día productivo. Ninguna bestia ha atacado a nuestros compañeros. Hemos llegado los mismos que partimos. Lleven algunos suministros y ofrézcanlos a los animales de crianza.
Dispuesto a marcharse, un recuerdo lo obligó a voltear nuevamente hacia los vecinos.
Lo olvidaba, dijo X, tengo órdenes de informarles que la fiesta empezará cuando despunte la luna.
Declinaba el ocaso cuando D, después de su correspondiente aseo, ingresó a uno de los establos. Un anciano de apariencia desgastada pero que conservaba en su semblante un ademán de placidez, como si por algún extraño efecto narcótico estuviese dopado, invitó al joven a que probara del fluido que estaba ordeñando de un robusto animal.
¡Una delicia!, declamó D, luego de sorber el líquido.
Sí, es exquisito, lo segundó el viejo. Hace tiempo que nuestros animales no brindaban un producto tan bueno como el de ahora.
Un largo silencio irrumpió en su espacio. D se atrevió a hablar.
Maestro, he pensado mucho en sus enseñanzas sobre los dioses y le agradezco que haya compartido sus conocimientos con mi humildad. He venido a contarle que estoy desarrollando una idea propia y deseo que usted la juzgue.
El anciano lo miró con perplejidad pero también con satisfacción. Los ojos desorbitados del muchacho dejaban transparentar un conocimiento enigmático, y la creciente inquietud filosófica del maestro lo aventuró a la reacción.
Te escucho, hijo, palabreó con sosiego.
A veces no sé cómo explicarla, dijo D, pero intentaré expresarme, y espero poder exponerla de manera clara.
Hizo una larga pausa a la espera de que afluyeran a un llamado reflexivo todos los componentes racionales de la teoría aún no desnudada. El sabio lo esperaba con la atención consumida en el rostro introspectivo. El chico empezó a hablar con descuido.
Imagínese, maestro, si usted tomara en una de sus extremidades a alguno de los minúsculos animalitos que circundan por los rededores. ¿No pensarán ellos que nosotros somos sus dioses? Y acaso ¿no conjeturarán que tienen que adoramos y sobre todo temernos?
El viejo, sorprendido por el novato pensamiento de su discípulo (no esperaba un razonamiento tan débil), acompañó su silencio con un rictus irónico. El muchacho tembló al recapacitar que su idea no lograba tomar importancia en la sabiduría atávica de su maestro.
Lo sé, emprendió D una justificación desesperada, el pensamiento es bueno, solo me falta madurarlo más. Solo tengo que…
El maestro lo frenó con una mirada letal.
El pensamiento no es bueno, por el contrario, es inconsistente, lo castigó.
El anciano, con su hábito senil de mutismo, se vio en la obligación de permanecer callado durante un tiempo que él consideró prudencial, pero que para D se dilató en sufrimiento y vergüenza.
D no soportó más silencio.
¿Por qué, maestro?, le reprochó.
Te lo diré por nueva ocasión y espero que esta vez mis palabras sean más luminosas. La impronta es un bonito proceso para la supervivencia, pero en algunos casos resulta errada, al alterar estados que podrían ser perfeccionados. Según los conocimientos aportados por algunos análisis que la ciencia humana ha logrado llevar a cabo bajo estudios rigurosos, y que afortunadamente han llegado hasta nuestra comunidad, se ha comprobado que los animales no nacemos con el completo discernimiento de las especies que son beneficiosas y de las que no. Puedo suponer que alguna vez has elevado tu mirada hacia el cielo y te habrás percatado de la presencia de las aves o las habrás visto caminando sobre la tierra, posadas en los árboles o en diferentes lugares. Estos animales llegan a distinguir el peligro al observar la amenaza, al captar las llamadas que perciben. Este proceso de impronta automatiza a las aves y las lleva a tal punto que puede atemorizarse a un pájaro enjaulado con solo mostrarle un libro, al mismo tiempo que se reproduce artificialmente un sonido que haya asociado con el peligro y que se transmitirá, como presencia de riesgo, de generación en generación.
D únicamente escuchaba petrificado.
El viejo, con expresión lumínica, a excepción de su tonta egolatría, miraba al muchacho con ansias de prolongar su explicación. Continuó.
Este proceso se repite en muchos mamíferos, los cuales transmiten conocimientos que incumben a sus sociedades, como poder informar sobre los alimentos y peligros. Esta programación se presenta con mayor profundidad en la sociedad humana que a través de un elaborado producto intelectual denominado cultura, realiza la propagación de conocimientos heredados desde generaciones antiquísimas. He ahí el llamado origen de los dioses. Estos insignificantes animalillos (se apoderó de un minúsculo insecto que caminaba por la superficie antihigiénica del piso), nunca nos han temido, porque nunca existió algún miembro de su comunidad que les dijera que nos veneren. Nunca han edificado santuarios ni han peregrinado a no ser por alimentos y no tendrán, aparte de esto, ningún motivo por el cual hacerlo. En los animales, a excepción del ser humano, no existe actitud alguna que puede considerarse como alabanza hacía dioses.
Durante la furibunda noche bebieron y comieron hasta saciarse, aunque estaban conscientes de que el siguiente día sería de trabajo arduo.
La comunidad se levantó perezosa pero pasada una hora todos laboraban con su característica placidez.
La carga que portaba D era liviana.
A lo lejos, entre las inmensas hojas de las plantas selváticas, el joven avizoró la presencia imponente de un ser humano que hizo remecer la tierra.
Él no puede ser un dios para mí, dijo en un susurro, antes del mirar al suelo, del mismo modo que yo no puedo ser un dios para aquellos animalillos.
X, la hormiga más fuerte, llevaba la carga pesada.
Foto: Pixabay
Diego Maenza
Escritor ecuatoriano. Nace en 1987. Ha publicado el libro de relatos Teoría de la inspiración, que incorpora ribetes distópicos (primer volumen de la denominada Trilogía del arte) y el poemario Bestiario americano, libro que condensa mitos urbanos y leyendas de todo el continente. Es autor de Caricreaturas donde hibrida cuento y poesía, y de la novela Estructura de la plegaria que aborda temas sensibles como la pederastia y el aborto. Durante 2017 dirigió la revista digital de literatura latinoamericana Libro de arena.
Web oficial: www.diegomaenza.com
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