
Por Ricardo Villamizar
Salgo apurado en la mañana, a la terraza a que se paseen los perros y hagan sus necesidades. También a desconectar las luces navideñas pues, aunque no creo en esos malos agüeros, no hay que tenerlas encendidas después del 6 de enero.
La mañana está fresca, levemente soleada con pocos bancos de nubes sobre las faldas de la montaña, pero lo más vivificante es el aroma: creo que pocas veces (o nunca) he olido una mañana tan agradable, al menos en esta ciudad. El olor a petricor, a geosmina o, como le suelen decir, “a tierra mojada” es poderoso pero también está mezclado con olor a plantas, a cuero, a especias, a fruta fermentándose, no sé: a… “Huele igual que La Costa…”, pienso. Nada del leve olor habitual a ozono y lubricantes que se levanta de las excreciones de los vehículos. “Lo que hace más especial a este olor de hoy es que la mañana está fría, mientras que en la Costa tal perfume solo existe en caliente”.
Un rato después entiendo que tanto olor fue el resultado natural de casi dos meses de sequía y sol; la lluvia de ayer, la primera del año, al comenzar a secarse después de la tormenta, levantó poderosos vapores de semejante delicia olfativa. Y recuerdo, entonces, que ya ayer en la mañana predije que podría llover en la tarde, al ver en la imagen de satélite las nubes que se desplazaban por la costa del Pacífico, en sentido noroeste-sudoeste: sobrevolarían las llanuras, luego iban a subir por las estribaciones de la Sierra para entonces chocar con la ciudad, cosa rara porque el desplazamiento normal de los vientos había sido de Este a Oeste durante meses. Hoy lamento no haberle dado atención a ese fenómeno; lo lamento tanto…
Porque al llegar a este párrafo, amigo, al escuchar los resoplidos, toses, ronquidos y gritos que van en aumento por todo el barrio, junto con los aullidos agónicos de mis perros, caigo en cuenta de que te estoy escribiendo una nota póstuma: si las discordantes nubes de ayer, la humedad de la lluvia inesperada, el viento, el petricor y todo el delicioso aroma ya están envenenando a los habitantes de esta ciudad, supongo que tú, hace rato, ya habrás muerto allá en la Costa. Lo lamento tanto…
Foto: Imagen de carloyuen en Pixabay

Ricardo Villamizar Rodríguez
Nací en Quito el 25 de octubre de 1973, de padres colombianos. Estuve en prekinder en el jardín “Los Robles” donde veía como mis compañeritos mataban conejos. Luego, durante todo jardín-escuela-colegio, en el Colegio Francés de Quito: me dieron medalla por fidelidad al graduarme de bachiller en ciencias Químico-Biológicas. En la adolescencia estudié electrónica por mi cuenta y fabricaba mis propios explosivos y juegos pirotécnicos. También llegué a cinturón negro en Taekwondo. Hice gimnasia olímpica un año hasta que me rompí la nariz en una práctica.
En los seis años de universidad me salió panza y perdí casi todo mi buen estado físico. Estudié psicología clínica. Realicé las prácticas en el hospital Carlos Andrade Marín, en Psiquiatría. Estuve unos años sin trabajo y luego obtuve uno como maestro en una escuela privada: enseñé todas las materias de séptimo de básica. Fue interesante y educativo (incluso para mí) mientras duró. La institución se acabó por problemas de los socios y salí a los catorce años de trabajo.
Toco el charango y el cuatro. Hago ciclismo de montaña desde el 2003. Actualmente estoy desempleado; hago ciertas artesanías que a duras penas se venden. Con demasiado tiempo libre, me he dedicado a escribir ciencia ficción.
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