Teoría Ómicron

Revista de ciencia ficción y fantasía

CRONISTAS ÓMICRON: Círculos: Plumarium opus

En Cronistas Ómicron: Anisley Miraz nos comparte su relato:«Círculos: Plumarium opus».

Por Anisley Miraz

a Blanca Rita e Isabel Rosa Triana Ordaz

En esa estancia de paredes lumínicas no estropeadas por los típicos paisajes a espátula en los que nadan cisnes y apenas se sostienen sobre sus propios cimientos las casuchas de madera, el frío no duele ni provoca hambre.

Les han dado a tomar un chocolate humeante, delicioso.

Ucho habla sobre la importancia de los minerales y las vitaminas, esos que hacen tanta falta para alejar el Alzheimer, la cabrona enfermedad que ya había alcanzado a Rufo, a Mongo, a Emelina, a Polvén. Y después dice que las tabletas que ese alguien misterioso deja por las mañanas sobre sus mesitas de noche son mágicas, porque a diferencia de Rufo, de Mongo, de Emelina, de Polvén, ellas ya no tienen reumas ni les da gripe. Y tampoco sienten hambre.

Chila la mira sonriente. También piensa lo mismo y guarda silencio por los otros.

Están muy cómodas aquí, y pueden hacer a gusto sus plumarium opus. Salen perfectos los bordados, como hechos por muchachas virtuosas que no tienen artrosis ni padecen de cataratas. En sus casas, meses atrás, tenían que encasquetarse aquellos espejuelos remendados con los que apenas reconocían sus propios bártulos y los plumarim opus salían completamente torcidos.

Emelina y Polvén se morirán de envidia si las ven bailar con esa música que no saben de qué aparato o instrumento proviene pero que les zarandea los pies a su antojo, placenteramente, y les pone alas, en desventaja con los pies de Emelina y de Polvén, que parecen tener hierro fundido en los tobillos.

Ellas no están aquí. Aquí es un Hogar de Ancianos exclusivo, pulcro. Aquí están Chila y Ucho, solamente.

Chila recuerda a sus hijos, habla de ellos y sacude la cabeza de un lado a otro, espantando un mal presagio que se le cruza veloz e igual se deshace en el aire, ante el rostro de Ucho quien vuelve a lamentar no haberse casado con Asterio.

Es que no le hizo honor a su nombre, comenta con Chila; Asterio significa “el que brilla como un astro, el iluminado”, y el pobre, tenía muchos problemas. Embriagador y resplandeciente, ¡eso sí era!, pero lo que se dice suerte, no tenía ninguna en esta vida…

Chila sonríe porque sabe que Asterio fue el gran amor de Ucho.

Y se ve a sí misma vestida de reina blanca cuando se casó con Ciriaco, su Ciriaco refinado, serio, amante de los saberes clásicos… en aquella recepción adornada con azahares y magníficas lámparas de lágrimas de cristal. Y oye la voz de Ciriaco jurándole fidelidad delante de todos, endulzada con el aroma de las flores de la naranja.

Después llegaron hijos, uno tras otro, apurados y saludables. Cuatro. Les pusieron nombres de flores: Galán y Narciso, Azucena y Gardenia. Y transcurrieron épocas, ciclones, tempestades, balsas que se llevaron su sangre y su carne a otro continente… Y llegaron paquetes de la USA y fotografías donde todos reían junto a Santa Claus o a la gran escalera de un centro comercial. Y nacieron los nietos: a unos los conocía gracias a aquellas imágenes abrillantadas que iba pegando detrás del álbum de bodas; los otros, llenaron de emociones los fines de semana, hasta que abandonaron el rojo estrepitoso de sus uniformitos y comenzaron a vestir de amarillo-ocre, luego de azul y volvían alguna que otra vez, con menos frecuencia. Después, cada uno a su oficio, a su vida, a los viajes, sin regreso a la casa donde Chila quedó deshabitada, contemplando aquellos círculos inauditos que amanecían entre la mala hierba dando un poco de belleza al jardín descuidado.

Ucho dice sí con la cabeza. Solas, pero tú peor que yo.

Chila sabe que es cierto, su vacío fue mayor y dolió más la ausencia…

Y salen las dos a caminar. Acompañadas por esa sensación de bienestar.


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Una esencia de azahares llena los pulmones de Chila. La otra, en cambio, se deleita con el silbido —lejano e inmediato al mismo tiempo—de una locomotora que no se detiene. Asterio maneja la locomotora y dice adiós, insiste en decir adiós, sin llegar nunca a la estación donde Ucho lo espera con su mejor vestido, con la maleta vieja, con el corazón resquebrajado.

El corazón de Chila se abrió de verdad el día que enterró a su hombre, al compañero de toda una vida… Y hubo más paquetes con olor a chicle, cuidados especiales y visitas, pero nada siguió siendo igual. Y hubo propuestas de vender la vieja casa: por las alfardas rotas, por las paredes agrietadas, por la jodida humedad, por los árboles muertos, por la falta de tiempo, por los paradójicos círculos entre las malas hierbas… Entonces Chila se ve a sí misma alzando el bastón de caoba, gritando que a ella hay que matarla primero, que ni dios conseguirá sacarla de la casa. Y como su familia no la quería muerta, desistieron. Y la dejaron allí, rodeada de cortinas que parecían deshacerse al mínimo roce, con su loza de recién casada, entre muros que amenazaban con venirse abajo en cualquier momento y unos amplios anillos de matojos semejantes a estructuras complejas.

El domicilio de Ucho era más pequeño, apenas cabían ella, sus perros, los extraños círculos en el jardincito lateral, y medio millar de cartas enmohecidas, epístolas sin destinatarios que no fueron enviadas, mensajes de amor a falsos amantes que se iban a la guerra…

Solas. Las dos. Una más dolida que la otra, por los muchos seres a los que extrañar, por tantas despedidas obstruyendo poco a poco sus arterias coronarias.

Ahora no necesitan usar bastón. No necesitan exámenes para saber que están bien, que tienen como veinte años menos.

Cuánta falta hace este lugar a Rufo y a Mongo, a Emelina y a Polvén, que quedaron atrás, en el otro Hogar de Ancianos, mustios y enfermos. Sobre todo a Polvén, en cualquier momento desaparece, tan flaquita que está la pobre, piensa Chila. Y Ucho se acuerda del día en que le cambiaron el nombre, en que dejó de llamarse Elda Teresa de los Ángeles para ser llamada por una palabra derivada de “polvo”. Siempre había sido leve y pertinaz como el residuo gris que cubre los sillones en la sala de la Casa de Abuelos, allí donde las gemelas siguen jugando dominó con sus viejos enamorados, lanzando al azar fichas con números borrosos sobre una mesa de madera podrida, apostándose el dolor de los huesos y sus poquísimas memorias.

En las mañanas nos teníamos todos, y regresábamos a casa por las tardes, otra vez a nuestras soledades… murmura Chila y vuelve a sonreír apretando el brazo de su amiga, menos flácido que antes, y Ucho siente en la carne la presión de una mano que ahora es vigorosa.

Suponen que los encargados del Asilo tienen mucho trabajo, por eso no han conversado con nadie desde que llegaron, pero los han sentido. Han visto máquinas y pantallas por los pasillos, y las voces que han escuchado en todo este tiempo parecen automáticas pero pronuncian muy bien el español.

Si hacen un esfuerzo, recordarán más. Los enlaces sinápticos de sus neuronas las llevarán a la última noche que pasaron cada en sus respectivos vecindarios, al segundo estridente en que dejaron de soñar y no distinguieron la alucinación de la realidad, y fue como si todo se paralizara en ese instante y solo se oyera un estertor, y algo extraño succionara sus cuerpos, sin sentir que tenían cuerpos durante un intervalo de tiempo.

Luego, el nuevo Asilo, la sensación de bienestar, la limpieza esmerada y los chocolates vitaminados…

Cuatro figuras humanoides avanzan por el pasillo hacia ellas.

La criatura que encabeza la pequeña comitiva abre sus brazos, los otros imitan la acción. Las ancianas también lo hacen, mecánicamente.

Nunca llegan a abrazarse, pero es como si hubiese ocurrido. Chila y Ucho sienten el contacto antes de ser trasladadas a una estancia un poco más fría, donde hay alguien más esperando.

Allí sus cuerpos son debidamente relajados por unas manos mecánicas que no causan daño alguno, entre artilugios y reflectores, sobre estructuras hechas de un metal muy blando que parece gelatina de plata.

El líder comienza el proceso. Los demás manipulan los instrumentales bajo la dirección de las voces automáticas. Enormes biombos reflejan el resultado de encefalografías que no parecen ser ciertamente encefalografías.

Las criaturas que escudriñan en los cerebros de Chila y de Ucho sonríen con muecas; parecen haber iniciado el estudio satisfactoriamente.

Si lo que necesitan justamente es averiguar por qué los terrícolas duran tantos años, ¡no han podido escoger mejores especímenes para sus experimentos! Todo por la filogenia, por el acercamiento de los mundos…

Introducen en las cabezas de las ancianas unas manguerillas indoloras, las cuales penetran hasta la porción del cerebelo que gobierna la memoria, y descubren nidos, madrigueras llenas de recuerdos.

La superficie es color platino, suave y cálida…

Chila va de la mano de su hombre, y hacen algarabía en un patio que no tiene fin, rodeados de sus hijos y sus nietos; mientras Ucho, agarrando firmemente su maleta de viaje, aborda una locomotora manejada por el resplandeciente Asterio, dice adiós a la estación de trenes.

Foto: Unplash

Anisley Miraz

Narradora, poeta y artista de la plástica. Graduada de Diseño Gráfico en la Academia de Artes Plásticas “Oscar Fernández Morera”, Trinidad. Colaboradora del Proyecto Búlgaro Mi Calle y compiladora del libro de historias cubanas Tras las puertas. Algunos de sus libros: Un ruido que nadie entiende ahora, Proyecto para un día en la isla, Hadas en la cornisa, El reino de las leves criaturas, Runas de papel, Comay Pastora, Humo sobre agua, Síndrome de Cotard. Ha obtenido premios de poesía y cuento dentro y fuera de la isla. Poemas suyos aparecen en Antologías nacionales e internacionales.